Por Hernán Andrés Kruse.-
“Sarmiento señalaba el contraste entre las dos formas de vida, la oposición consciente entre el hombre de la ciudad y el hombre del campo: “Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro taje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos; sus necesidades peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más; el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña”. Así se presentaba a sus ojos la oposición entre la civilización y la barbarie.
Sin embargo, acaso hubiera en esa formulación-como luego diría Alberdi-cierto esquematismo. Cuando afirma éste, en las “Cartas quillotanas”, que “la localización de la civilización en las ciudades y la barbarie en las campañas es un error de historia y de observación”, intentaba defender el significado del elemento rural; pero, al mismo tiempo, dejaba entrever que en su opinión, había también en las ciudades ciertos resabios coloniales que constituían serios obstáculos para el progreso. Esteban Echeverría aportó, en este sentido, una observación preciosa: en “El matadero” describió con vivo realismo la vida del suburbio, donde el elemento social se manifiesta con caracteres mixtos, urbanos y rurales; advierte Echeverría en ese elemento suburbano la perpetuación de ciertas formas de vida y ciertos hábitos campesinos mezclados con la beligerante hostilidad hacia las formas de vida urbana, que, sin embargo, compartía en algunos aspectos formales; era ese sector social el que condenaba más categóricamente la resistencia contra la concepción progresista y civilizada, porque actuaba en forma directa sobre la ciudad, en tanto que el elemento rural sólo lo hacía de manera circunstancial. “Los carniceros degolladores del matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosista”, escribía Echeverría, y señalaba con ello cómo el suburbio introducía el sentimiento de la democracia inorgánica en la ciudad europeizada.
Así, con el aporte de diversas observaciones, descubría la generación de 1837 la cruda realidad social que había mostrado sus secretos con el triunfo de Rosas. No menos sagaz fue su intento de indagar la naturaleza del proceso político que se había desenvuelto desde la Revolución de Mayo. Si la observación de la realidad y el afán de determinar una política eficaz llevaron a los jóvenes ilustrados de 1837 a reconocer la importancia que habían tenido las masas, nada pudo impedir que se mantuviera cierto desdén aristocrático por el pueblo, traducido en la opinión, harto generalizada, de que era necesario reducir en el futuro la influencia que ejercía sobre la vida política. “Necesitaban al pueblo-decía Echeverría refiriéndose a los hombres de la Revolución-para despejar de enemigos el campo donde debía germinar la semilla de la libertad, y lo declararon soberano sin límites (…) Pero estando de hecho el pueblo, después de haber pulverizado a los tiranos, en posesión de la soberanía, era difícil ponerle coto. La soberanía era un derecho adquirido a costa de su sangre y de su heroísmo. Los ambiciosos y malvados, para dominar, atizaron a menudo sus instintos retrógrados y lo arrastraron a hollar las leyes que como soberano había dictado; a derribar gobiernos constituidos, a anarquizar y transformar el orden social; y a entregarse sin freno a los caprichos de su voluntad y al desagravio violento de sus antipatías irracionales. El principio de la omnipotencia de las masas debió producir todos los desastres que ha producido, y acabar por la sanción y establecimiento del despotismo”.
Había sido el sufragio universal otorgado a las masas ignorantes, lo que había producido, a los ojos de esta nueva generación, ese predominio de los grupos inferiores sobre las minorías ilustradas. “¿En qué erró el partido unitario?”, se preguntaba Echeverría en una de sus cartas polémicas a De Angelis; y se respondía: “En que dio el sufragio y la lanza al proletario, y puso así los destinos del país a merced de la muchedumbre”. A esa misma conclusión llegaba Alberdi, cuando escribía a Juan María Gutiérrez, refiriéndose a la ley de 1821 que establecía el sufragio universal en la provincia de Buenos Aires: “Ha dado éste (el sistema) el fruto que dio entonces y que dará siempre, mientras se lo llama a elegir al populacho, el populacho elegirá siempre niños que dicen lindas cosas” (…).
Dos tradiciones parecían hallarse en lucha en todo el proceso histórico desarrollado desde la revolución: la hispanocriolla, heredada y conservada con vigor por las masas rurales y los grupos conservadores, y la europea-francesa especialmente-adoptada con ciega adhesión por las minorías ilustradas (…) Fortalecida en la conciencia de la masa, en cuanto caudal vernáculo frente a la ofensiva de las ideas extranjeras, la tradición hispanocriolla se hizo violenta y recalcitrante. Los grupos ilustrados creyeron que caería arrastrada por la emancipación, mas se sorprendieron al ver que resistía a los embates de la prédica doctrinaria y no atinaron sino a combatirla de frente, con ingenua suficiencia. Las creencias religiosas constituyeron el núcleo de la resistencia; frente al liberalismo, que se manifestaba en algunos como irreligiosidad, las masas y el clero que las acaudillaba espiritualmente reaccionaron con violencia, Ya durante la guerra de la de la independencia las poblaciones del norte se alejaron de la Revolución porque veían en ella nada más que ateísmo; y este odio-patente más tarde en la prédica del Padre Castañeda contra Rivadavia-se encarnó luego en los unitarios, “cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país-dice Echeverría-la inundación de la cólera divina”.
La generación de 1837 advirtió el error de los hombres de la Revolución y de los unitarios. “¿Creéis, vosotros que habéis estado en el poder-escribía Echeverría-que si el sentimiento religioso se hubiera debidamente cultivado en nuestro país, ya que no se daba enseñanza al, pueblo, Rosas lo habría depravado tan fácilmente, ni encontrado en él instrumentos tan dóciles para ese barbarismo antropófago que tanto infama al nombre argentino?” No se equivocaba, porque tan arraigado como el sentimiento localista y los hábitos rurales estaban estas formas fanáticas de religiosidad que el pensamiento liberal había ignorado como ignoró aquellos otros caracteres. Así, en todos los aspectos de la realidad, el examen de los hombres de 1837 fue agudo y sagaz. El resultado fue la postulación de una política conciliatoria y basada en la realidad, y, al cabo del tiempo, esa política triunfó porque trataba de abrazar todos los elementos del complejo social. Las ideas fundamentales de esa política aparecen expuestas en algunos libros que fueron decisivos en la evolución del pensamiento argentino. Domingo Faustino Sarmiento las desarrolló en el “Facundo”, en “Argirópolis”, en “Educación popular” y en “Las ciento y una”; Juan Bautista Alberdi en “Las Bases” y en las “Cartas quillotanas”; Esteban Echeverría en “El Dogma socialista” (…).
“Las teorías son todo-escribía Echeverría-: los hechos por sí solos poco importan. ¿Qué es un hecho político funesto? El resultado de una idea errónea. ¿Qué es otro, fecundo en fines? El de ideas maduras y ciertas”. Esta convicción, arraigada entre los proscriptos, les prestó ánimo para elaborar el sistema de ideas que, traducido en hechos, orientaría el porvenir de la patria lejana. Pero la experiencia de los teóricos del liberalismo y el unitarismo les enseñó que ese bagaje doctrinario serviría de poco si no se ajustaba a la realidad. Alberdi había escrito: “ (…) la forma de gobierno es una cosa normal, un resultado fatal de la respectiva situación moral e intelectual de un pueblo, y nada tiene
de arbitraria y discrecional (…)”; y Echeverría señalaba el método a seguir: “examinar todas nuestras instituciones desde el punto de vista democrático; ver todo lo que se ha hecho en el transcurso de la revolución para organizar el poder social, y deducir de ese examen crítico vistas dogmáticas y completas para el porvenir es la obra más grande que pue4da emprenderse ahora”. Esa compenetración del pensamiento doctrinario y del análisis de la realidad histórica fue fecunda. Permitió discriminar el sentido del desarrollo social y político de la argentina y fijó el significado de las corrientes que pugnaban por el predominio; y muy pronto quedó establecido un punto de partida firme para la programación de una política futura: el pensamiento de Mayo (…) Regenerar al país era, ante todo, no volver a caer en los viejos errores. Su punto de partida era claro: ni mera restauración de viejos idearios fracasados, ni exageradas concesiones a la realidad espontánea; la tarea debía ser lograr el triunfo de los ideales de progreso, sobre la base de la transformación previa de la realidad. Esta fórmula condujo el pensamiento político y social de la generación de 1837 y la encaminó hacia el éxito”.
* José Luis Romero: Las ideas políticas en Argentina”, F.C.E., Buenos Aires, 1956.
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