Por José Luis Milia.-

El cinismo del que adolecen los políticos argentinos solo es comparable a un albañal usado por décadas. Ni siquiera la muerte los frena cuando de llevar agua a su molino se trata. Es cierto que la impericia y el miedo que atenazan al gobierno es para ellos una ayuda inmejorable, pero acá no se trata de un mistongo juego de la oca. Acá, simplemente estamos hablando de seres envilecidos que por una miñanga de poder son capaces de decir mentiras a repetición.

Es necesario dar nombres porque si no, la rabia que estos crápulas generan con sus declaraciones irresponsables, se diluye en un gran bonete perverso “yo, señor?”… “no, señor”, y al poco tiempo vuelven con sus sandeces inmorales a pretender adjudicarse la fiscalía ética de la República.

Tomemos por ejemplo a Estela Carlotto, decrépita arpía de los derechos humanos que ante la desaparición de Maldonado, como le sobran fondos públicos, se fue a París, y así lo dijo sin sonrojarse, a buscar al desaparecido. Hoy, de vuelta de su búsqueda por las Galerías Lafayette haciendo ostentación de su aire de vestal perforada, acusa a Macri no solo ante la historia, sino también ante la justicia -esto último, al menos de palabra- de la muerte del falso mapuche.

También podríamos mencionar a José Luis Gioja, presidente del partido justicialista que promocionó a José López -el mismo de los bolsos reboleados en el convento de Rodríguez- como secretario del partido y diputado al Parlasur y que, con la autoridad que ese sello de goma le da, también pide autos de fe con hoguera incluida contra cualquiera al que ellos les adjudiquen difusas responsabilidades en este triste caso.

Son, por ahora, solo dos nombres, pero la lista de canallas es larga y la náusea crece con cada declaración leída o escuchada que usufructúa esta desgracia que no hubiera debido suceder jamás si no hubiera habido en 1994 una cáfila de ventajeros y aprovechados que urdieron una Constitución con pretensiones tilingas y en la que para hacerse los “progres” simpáticos crearon una nueva clase de argentinos que está por sobre el resto de los argentinos, los argentos de los pueblos originarios, que hoy tienen hasta el derecho de embarcarse en una secesión mientras un coro de idiotas los aplaude y apoya esperando de esto un premio electoral.

Es cierto que si algo ha sido dejado de lado y a morir en el estiércol son los llamados pueblos originarios. Hoy se les regala algo de tierra y se les promete cualquier cosa pues es políticamente correcto hacerlo, pero quisiera que alguien me dijera cuántos de ellos, después de tantos años de populismo «progre», tienen acceso a la educación o a la sanidad; no a una educación que les permita contar hasta cuatro y firmar con una cruz, sino a una educación en serio. No a una sanidad pública que les permita morirse a los 40 años en lugar de los veintiocho usuales sino al derecho de acceder a hospitales de alta complejidad y no a meras salitas de primeros auxilios.

Hoy, ni siquiera ante la muerte, los autores intelectuales de genocidios en serio y desapariciones forzadas, ¿o las desapariciones de niñas y mujeres que son aprehendidas por las redes de trata no son desapariciones forzadas? Hablan como si de ellos no fuera la culpa, como si ellos no hubieran estado aquí desde hace setenta años embaucando a un pobre pueblo que hoy cree que una heladera de cuarta o un par de chapas o frazadas en época de elecciones son lo mejor que puede esperar.

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