Por Italo Pallotti.-

Los últimos acontecimientos que ha vivido el país en su conjunto llevan a reflexionar que, para la gente que nos gobierna, indudablemente existen dos tipos de pueblos bien diferenciados; aunque el tratamiento que se le da a uno y otro es absolutamente opuesto. Hay un pueblo al que se lo ha provisto de máscaras que, bajo el título de militantes, antes que ciudadanos serviciales, lo han ido transformando en un ejército de parásitos que, como una rémora infecciosa, han ido incrustándose en el cuerpo social. Son esos que a manera de una manada son vilmente utilizados por un grupo de políticos, facciones o dirigentes (partidos, sindicatos, gremios, etc.) y a modo de jauría desde hace tanto tiempo los han parido, mantenido y organizado tan solo para complicarle la vida al hombre común (los del otro pueblo). Este verdadero ejército de parásitos hecho a imagen y semejanza de una dirigencia cuyos orígenes no han sido otra cosa que la demagogia populachera y degradante, con su matriz de un populismo rapaz y decadente. Esto en un contexto de inoperancia de grupos (generalmente jóvenes) a los que no se les ha sabido inculcar la cultura del aprendizaje para ir, con los distintos medios que se cuentan en los tiempos modernos, cultivando una nueva fuerza de trabajo que los saque definitivamente de su ostracismo y los lleve a comprender lo inocuo del papel que están representando en la sociedad moderna. Porque tal situación los ha puesto sigilosamente, como herramientas de los dueños del poder, a ser víctimas de la mentira, el abuso y todas las maniobras que una dirigencia mediocre les presenta de continuo con una vertiente regalona y engañosa, a través de pequeñeces (heladeras, cocinas, bonos, tickets, subsidios) que los van sumiendo cada día más en la pobreza, no solamente por el hecho de no tener los medios suficientes de subsistencia, sino ya la de una mínima intelectualidad que les permita comprender que se los está utilizando; ya sea por motivos electorales o de egoístas patrañas personales. De más está decir que en estas circunstancias se los eleva a una categoría inferior de individuo que en la mayoría de los casos ni siquiera sabe, o entiende, para que está allí formando parte de una turba, a la que se ha dado en llamar la cultura piquetera. Miles de individuos, a los que me niego llamarlos ciudadanos en sentido estricto, por la anulación del virtuosismo que significa ser tenido en cuenta como tal; conforman este mundo triste de hombres, mujeres (y desgraciadamente niños) arreados como ganado a participar de manifestaciones y actos, a veces de un pintoresquismo incomprensible y servil. Ni hablar, cuando algunos son copados por grupitos de desaforados fanáticos, con mentalidad de ruptura del orden social y hasta terrorista (vía bombas molotov, piedras, etc.), que se mimetizan en el conjunto, porque además se intuye que saben que no habrá una Justicia, en el sentido justo del término, que les hará pagar su osadía y su demencia; pues también se deduce que cuentan con la suficiente “protección” de algún dirigente “salvador”. De lo contrario, no se explica tamaña infamia. En este encuadre, el piquetero perdió su dignidad de hombre común. La impunidad general que se endiosó en la clase dirigente argentina sabe muy bien lo que aquí se menciona.

Dicho esto, debemos preguntar si los responsables que todo lo antedicho ocurra saben “que hay otro pueblo”, como se indica en el título de la nota. Ese pueblo silencioso, perseverante, buscador cada día del mejoramiento de sus condiciones de vida a través del esfuerzo y del trabajo. Ese que no está sentado en un estado de confort que les brinda la dádiva del gobierno de turno. Ese que bien comprende el sentido de la legalidad en el diario vivir. Ese que encuentra en la moral personal y colectiva la búsqueda de una nación que merezca ser respetada como tal. Ese que espera un día que la mentira y la farsa no sea la que le cambie su modo de vivir en sociedad. El que no soporta a un Presidente que le mienta, a una Vice procesada por corrupta, Ministros y funcionarios llenos de promesas incumplidas. Ese pueblo que vive fastidiado que lo quieran vincular a ideologismos en las antípodas de su concepción occidental. Ese harto de políticas ridículas e idiomas tergiversados (género, las, los, les, machirulos/as, feminismo/machismo -cuya vigencia es más vieja que el planeta- y otras ridiculeces pañueleras por el estilo). Ese que reniega y abomina la pobreza como virtud (en esto, con la Iglesia a la cabeza). Al que le duele cada fracaso económico, cuando sabe bien que nunca bajó los brazos para producir y mejorar su standard de vida; por derecho propio y colectivo. Ese que repudia la corrupción y la impunidad. Ese que espera que la Justicia despierte de su siesta de una buena vez. Ese que lucha cada día para que sus hijos no caigan en las garras del narcotráfico. Ese que exige que la educación sea la base del mejor futuro para su país. El que en el mérito encuentra la mejor opción para las generaciones venideras. Ese que deplora el despilfarro de las cuentas públicas en manos de dirigentes incompetentes, cínicos y desvergonzados. Ese al que le parece ver en el “cuanto peor, mejor” que se insinúa en la dirigencia, sea desterrado. Ese que lo saquen definitivamente del flagelo de la inflación y del déficit poniéndolo en manos de capaces; blandiendo de una vez por todas la espada del ahorro en contra del despilfarro generalizado e inmoral. El que le dice basta a exponer las culpas “del otro”, disimulando las propias con total descaro. El que acepta el distingo de opinión ante el desagradable modismo de la grieta. El que aborrece a quienes consideran amigos externos, en la relación internacional, sólo a los que comparten su misma ideología, ya vetusta y criminal en la mayoría de los casos. El que vea cómo un día se deja atrás el repugnante privilegio en los regímenes jubilatorios. El que detesta la soberbia como señal de poder. El que está hastiado de esperar mesiánicos/milagreros que le devuelvan la certeza y coherencia en la forma de gobernar. El que un día vea (aunque esto sea el récord de la utopía) a los que dirigen unirse en un gran acuerdo, para ver si nos salvamos del desastre que ya parece irreversible. Síntesis: Que entre los dos pueblos una inmensa mayoría opte por el segundo, al que parece desconocer y aborrece el clan que ostenta el poder; pero que ansían con fervor los ciudadanos de bien. Y a su vez, sepulte definitivamente al primero que demasiado daño ya ha causado y causa, aunque para muchos siga siendo el reservorio de sus prebendas, corrupción y pago de favores para conformar un combo de conductas execrables.

Share