Por Justo J. Watson.-

El peronismo pudo haber convertido a la Argentina en una superpotencia; tuvo todo para lograrlo. Sin embargo, desde un principio y fiel al ADN de su líder (un vivillo poco ilustrado de talante violento, misógino y sobrador) decidió no hacerlo.

Los bárbaros (a lenguaje argento de hoy, “los corruptos” y sus aliados “los cabeza de termo”), en verdad, siempre han buscado derribar las reglas para hacer prevalecer su prepotencia (su interés incivil) y este fue el caso del justicialismo, arremetiendo sin solución de continuidad contra la república. Contra la propiedad privada y contra el capitalismo (excepto el “de amigos”), en alas de un ánimo menos competitivo; más primitivo, ventajero… e igualitario bajo garrote para el resto.

El propio C. Menem, intentando en su momento un giro económico desesperado hacia el liberalismo sucumbió ante la marea de corrupción, privilegios (cajas) intocables y entramados mafiosos, propia del partido que lo había llevado al poder.

Tal es la emocionalidad básica que pervive en los once millones y medio de connacionales que votaron a S. Massa en el pasado mes de Diciembre. Los mismos que hoy se oponen en toda la línea al gobierno elegido y que bogan por su fracaso dado que no quieren que nuestra Argentina cambie. Que madure. Que se avive. Que deje de aferrarse a las faldas de mamá Estado y crezca.

Herederos del acervo emocional de las generaciones peronistas creadoras de las Villas Miseria y el Parasitismo Mágico, esos 11,5 millones son parte de los mismos que en Octubre del ‘19 votaron a conciencia para terminar de fundir al Estado y para dañar de forma irreversible la fe de nuestra sociedad en las instituciones de la democracia republicana; en definitiva, para destruir lo que quedaba de fe en la eficacia fáctica de la Constitución de 1853/60.

Se trata de un número demasiado alto de personas que, si no se “arrepienten y convierten” (algo bastante difícil), harán que la totalidad de los argentinos vivamos en un estado de insatisfacción permanente, siendo su correlato en el mejor de los casos la ingobernabilidad permanente.

Hoy, no hay acuerdo en cuanto a modelo de país. Y sin coincidencias de diagnóstico, no existen buenas soluciones generales para los problemas comunes. De donde se sigue que para acercarse en forma consistente al “bien común” va a haber que renunciar a la unanimidad, dividiendo aguas.

Aun así, lo inteligente para la hora no es el antagonismo sino la interdependencia virtuosa que fomentan las políticas de libre mercado. Que por otra parte son la única cura (en paralelo a una reeducación en valores) para la grieta ética que nos parte. Abismo que bien podría acentuar el fallido nacional llevándonos a las lógicas de la secesión o de la emigración como alternativas a la guerra civil.

Dividir las aguas que depuren y “eficienticen” al pobrismo por un lado y al capitalismo por otro, es hoy tan utópico como lo era en 2019 afirmar que en 4 años el electorado argentino (con 4 generaciones de estatismo endovenoso en sangre) iba a elegir por amplia mayoría a un furibundo anarcocapitalista. Uno a cuya derecha está la pared.

Así, las cosas ya no parecen tan imposibles como hace tan solo 12 meses. Prueba de ello es el giro/avance cultural de permitirnos el pensar/hablar temas antes tabú cuestionando, incluso, a “vacas sagradas” del culto intervencionista. Valga como ejemplo el caso de los vouchers educativos a la demanda, percibido como un primer paso en la marcha hacia la privatización de la mayor parte de nuestra lamentable (¡frenante!) educación pública.

Todo parece formar parte de ese salir de la niñez que nuestra Argentina empieza a experimentar, asombrada de su propia audacia; del madurar como comunidad, sobrepasando incluso a sociedades “avanzadas”. Del iniciar la superación de adoctrinamientos y mandatos sociales paterno-colectivistas hasta ayer incuestionables, ejerciendo el derecho al disenso y a la apertura mental. Y sobre todo al intenso, honesto placer intelectual del pensamiento crítico, marca de agua de la adultez cívica y del ancho mundo derecho-humanista de la responsabilidad individual.

Todo lo cual podría condensarse en una pastilla de sabiduría empírica. En el concepto madre de derecho de propiedad privada, base condicionante y savia nutricia esencial de los demás derechos humanos. Un derecho primo en clave áurea que, asumido y respetado en profundidad, desanclaría a nuestra sociedad de las envidias, odios, resentimientos y taras auto boicoteantes (socialistas) que la frenan, quitándole su miedo a volar.

No por nada nuestro presidente inscribió este ítem el primero, entre los 10 enunciados iniciales de nuestro nuevo Pacto de Mayo. Verdadero contrato social que pondrá en evidencia de qué lado de las aguas está cada uno de los referentes que hoy creen conducirnos.

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