Por Hernán Andrés Kruse.-

EL ISLAM Y OCCIDENTE

“Los musulmanes temen y se indignan ante el poder occidental y la amenaza que supone para su sociedad y sus creencias. Consideran la cultura occidental materialista, corrupta, decadente e inmoral. También la juzgan seductora, y por ello insisten más aún en la necesidad de resistir a su fuerza de sugestión sobre la forma de vida musulmana. Cada vez más, los musulmanes atacan a Occidente, no porque sea adepto de una religión imperfecta y errónea (pese a todo, es una «religión del libro»), sino porque no se adhiere a ninguna religión en absoluto. A los ojos musulmanes, el laicismo, la irreligiosidad y, por tanto, la inmoralidad occidentales son males peores que el cristianismo occidental que los produjo. En la guerra fría, Occidente etiquetó a su oponente como «comunismo sin Dios»; en el conflicto de civilizaciones posterior a la guerra fría, los musulmanes ven a su oponente como «Occidente sin Dios». Estas imágenes de un Occidente arrogante, materialista, represivo, brutal y decadente no sólo las tienen imanes fundamentalistas, sino también aquellos a quienes muchos en Occidente considerarían sus aliados y partidarios naturales. Pocos libros de autores musulmanes publicados en los años noventa, por ejemplo, recibieron el elogio otorgado a la obra de Fatima Mernissi “Islam and Democracy”, generalmente saludado por los occidentales como la valiente declaración de una mujer musulmana moderna y liberal. Sin embargo, el retrato de Occidente contenido en ese volumen difícilmente podría ser menos halagador. Occidente es «militarista» e «imperialista» y ha «traumatizado» a otras naciones mediante «el terror colonial» (págs. 3, 9). El individualismo, sello de la cultura occidental, es «la fuente de toda aflicción» (pág. 8). El poder occidental es temible. Occidente «solo decide si los satélites serán usados para educar a los árabes o para arrojarles bombas… Aplasta nuestras posibilidades e invade nuestras vidas con sus productos importados y películas televisadas que inundan las ondas… Es un poder que nos aplasta, asedia nuestros mercados y controla nuestros más simples recursos, iniciativas y capacidades. Así es como veíamos nuestra situación, y la guerra del Golfo convirtió nuestra impresión en certidumbre» (págs. 146-147). Occidente «crea su poder mediante la investigación militar» y después vende los productos de dicha investigación a países subdesarrollados que son sus «consumidores pasivos». Para liberarse de este servilismo, el islam debe conseguir sus propios ingenieros y científicos, construir sus propias armas (que sean nucleares o convencionales, la autora no lo especifica) y «liberarse de la dependencia militar respecto a Occidente» (págs. 43-44). Éstos, insistimos en ello, no son los puntos de vista de un ayatolá con barba y capucha”.

Sean cuales sean sus opiniones políticas o religiosas, los musulmanes están de acuerdo en que existen diferencias básicas entre su cultura y la cultura occidental. Como dice Sheik Ghanoushi, «El punto fundamental es que nuestras sociedades están basadas en valores distintos que las de Occidente». Los estadounidenses «vienen aquí», decía un representante oficial egipcio, «y quieren que seamos como ellos. No entienden nada de nuestros valores o nuestra cultura». «Nosotros somos diferentes», coincidía un periodista egipcio. «Tenemos un trasfondo diferente, una historia diferente. Por eso tenemos derecho a futuros diferentes.» Tanto publicaciones populares como intelectualmente serias hablan reiteradamente de lo que supuestamente son conjuras y maquinaciones occidentales para subordinar, humillar y socavar las instituciones y cultura islámicas. La reacción contra Occidente se puede ver, no sólo en el empuje intelectual fundamental del Resurgimiento islámico, sino también en el cambio de actitud respecto a Occidente de los gobiernos de países musulmanes.

Los gobiernos inmediatamente poscoloniales eran generalmente occidentales en sus ideologías y programas políticos y económicos y prooccidentales en su política exterior, con excepciones parciales, como Argelia e Indonesia, donde la independencia fue el resultado de una revolución nacionalista. Sin embargo, en Irak, Libia, Yemen, Siria, Irán, Sudán, Líbano y Afganistán, los gobiernos prooccidentales fueron dando paso, uno a uno, a gobiernos menos identificados con Occidente o explícitamente antioccidentales. Cambios menos espectaculares en la misma dirección tuvieron lugar en la orientación y alineamiento de otros Estados, entre ellos Túnez, Indonesia y Malasia. Los dos aliados militares más incondicionales que los Estados Unidos tuvieron entre los musulmanes durante la guerra fría, Turquía y Paquistán, están bajo presión política interna de los islamistas y sus vínculos con Occidente cada vez se ven sometidos a una tensión mayor. En 1995, el único Estado musulmán claramente más prooccidental que diez años antes era Kuwait. Actualmente, los amigos íntimos de Occidente en el mundo musulmán son, o militarmente dependientes de él, como Kuwait, Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, o económicamente dependientes, como Egipto y Argelia. A finales de los años 80, los regímenes comunistas de Europa del este se hundieron cuando quedó patente que la Unión Soviética ya no podía, o no quería, proporcionarles apoyo económico ni militar. Si quedara patente que Occidente ya no quiere mantener sus regímenes satélites musulmanes, es probable que éstos sufrieran un destino parecido”.

El creciente antioccidentalismo musulmán ha ido paralelo a la inquietud occidental cada vez mayor por la «amenaza islámica» que supone particularmente el extremismo musulmán. El islam es considerado fuente de proliferación nuclear, de terrorismo y, en Europa, de inmigrantes no deseados. Estas inquietudes son compartidas tanto por la población como por los dirigentes. Ante la pregunta, realizada en noviembre de 1994, de si el «renacimiento islámico» era una amenaza para los intereses de los EE.UU. en Oriente Medio, por ejemplo, el 61% de una muestra de 35.000 estadounidenses interesados en política exterior dijeron sí, y sólo un 28% no. Un año antes, cuando se preguntó qué país representaba un mayor peligro para los Estados Unidos, una muestra de la población seleccionada al azar escogió Irán, China e Irak como los tres primeros de la lista. Así mismo, cuando en 1994 se pidió que identificaran «amenazas graves» para los Estados Unidos, el 72% de la población y el 61% de los encargados de la política exterior dijeron que la proliferación nuclear, y el 69% de la población y el 33% de los dirigentes, que el terrorismo internacional (dos problemas generalmente asociados con el islam). Además, el 33% de la población y el 39% de los líderes veían una amenaza en la posible expansión del fundamentalismo islámico. Los europeos tienen actitudes semejantes. En la primavera de 1991, por ejemplo, el 51% de los franceses decían que la principal amenaza para Francia era la procedente del sur, y sólo un 8% decían que procedía del este. Los cuatro países a los que los franceses temían más eran todos musulmanes: Irak, el 52%; Irán, el 35%; Libia, el 26%; y Argelia, el 22%. Los líderes políticos occidentales, entre ellos el canciller alemán y el Primer ministro francés, expresaban inquietudes semejantes, y el secretario general de la OTAN declaró en 1995 que el fundamentalismo islámico era para Occidente «al menos tan peligroso como lo había sido el comunismo», y un «miembro muy relevante» del gobierno de Clinton señaló al islam como el rival de Occidente a escala mundial.

Con la práctica desaparición de una amenaza militar procedente del este, la planificación de la OTAN va cada vez más encaminada hacia potenciales amenazas procedentes del sur. «El flanco sur», decía un analista del ejército de los EE.UU. en 1992, está reemplazando al frente central y «se está convirtiendo rápidamente en la nueva primera línea de la OTAN.» Para hacer frente a estas amenazas procedentes del sur, los miembros meridionales de la OTAN —Italia, Francia, España y Portugal— iniciaron conjuntamente maniobras y planificación militares y, al mismo tiempo, establecieron consultas con los gobiernos del Magreb sobre los modos de parar a los extremistas islamistas. Estas amenazas proporcionaron también una base lógica para mantener una importante presencia militar estadounidense en Europa. «Aunque las fuerzas de los EE.UU. en Europa no son la panacea para los problemas creados por el islam fundamentalista», decía un antiguo funcionario de alto rango de los EE.UU., «dichas fuerzas proyectan una alargada sombra sobre la planificación militar en toda la zona. ¿Recuerdan el exitoso despliegue de las fuerzas estadounidenses, francesas y británicas desde Europa en la guerra del Golfo de 1990-1991? Los habitantes de la región sí.» Y, podría haber añadido, lo recuerdan con temor, resentimiento y odio.

Dadas las impresiones que musulmanes y occidentales tienen habitualmente unos de otros, y sumado el ascenso del extremismo islamista, apenas resulta sorprendente que tras la revolución iraní de 1979 estallara una cuasiguerra entre civilizaciones, entre el islam y Occidente. Es una cuasiguerra por tres razones. En primer lugar, no ha luchado todo el islam con todo Occidente. Dos Estados fundamentalistas (Irán, Sudán), tres Estados no fundamentalistas (Irak, Libia, Siria), más una larga serie de organizaciones islamistas, con apoyo financiero de otros países musulmanes como Arabia Saudí, han estado combatiendo a los Estados Unidos y, a veces, a Gran Bretaña, Francia y otros Estados y grupos occidentales, así como a Israel y los judíos en general. En segundo lugar, es una cuasiguerra porque, aparte de la guerra del Golfo de 1990-1991, se ha combatido con medios limitados: terrorismo, por una parte, y potencial aéreo, operaciones secretas y sanciones económicas, por la otra. En tercer lugar, es una cuasiguerra porque, aun cuando la violencia ha sido continuada, no ha sido continua. Ha funcionado con acciones intermitentes por un lado que provocan reacciones por el otro. Sin embargo, una cuasiguerra sigue siendo una guerra. Aun excluyendo las decenas de miles de soldados y civiles iraquíes muertos por el bombardeo occidental en enero-febrero de 1991, las muertes y otras víctimas ciertamente se contarían por miles, y se produjeron prácticamente cada año desde 1979. En esta cuasiguerra han resultado muertos muchos más occidentales que los que resultaron muertos en la «verdadera» guerra del Golfo. Además, ambas partes han reconocido que este conflicto es una guerra. Primero, Jomeini declaraba precisamente que «Irán está realmente en guerra con Estados Unidos», y Gadafi proclama con regularidad la guerra santa contra Occidente. Los líderes musulmanes de otros grupos y Estados extremistas han hablado en términos semejantes.

Por el lado occidental, los Estados Unidos han clasificado a siete países como «Estados terroristas»: cinco de ellos son musulmanes (Irán, Irak, Siria, Libia, Sudán); Cuba y Corea del Norte son los otros. Esto, en efecto, los señala como enemigos, porque están atacando a los Estados Unidos y a sus amigos con las armas más eficaces de que disponen, y así se reconoce la existencia de un estado de guerra con ellos. Además, los representantes de los EE.UU. se refieren reiteradamente a estos países como Estados «fuera de la ley», «de violentas reacciones» y «delincuentes», situándolos con ello fuera del orden internacional civilizado y convirtiéndolos en blanco legítimo de medidas multilaterales o unilaterales hostiles a ellos. El gobierno de los Estados Unidos acusó a quienes pusieron la bomba del World Trade Center de intentar «promover una guerra de terrorismo urbano contra los Estados Unidos» y afirmó que los conspiradores acusados de planear ulteriores atentados con bomba en Manhattan eran «soldados» en una lucha «que entrañaba una guerra» contra los Estados Unidos. Si los musulmanes declaran que Occidente hace la guerra al islam, y los occidentales afirman que ciertos grupos islámicos hacen la guerra a Occidente, parece razonable concluir que está en marcha algo muy parecido a una guerra. En esta cuasiguerra, cada bando se ha aprovechado de sus propias fuerzas y de las debilidades de la otra parte. Militarmente, ha sido en buena medida una guerra de terrorismo contra poderío aéreo. Los activistas islámicos entregados de lleno a su misión se sirven del carácter abierto de las sociedades de Occidente para colocar coches bomba en blancos seleccionados. Los combatientes islámicos traman el asesinato de occidentales destacados; los Estados Unidos urden el derrocamiento de los regímenes islámicos extremistas. Durante los quince años que mediaron entre 1980 y 1995, según el Ministerio de Defensa estadounidense, los Estados Unidos llevaron a cabo diecisiete operaciones militares en Oriente Próximo y Oriente Medio, todas ellas dirigidas contra musulmanes. No se ha producido ninguna otra pauta comparable de operaciones militares estadounidenses contra el pueblo de cualquier otra civilización.

Hasta la fecha, dejando aparte la guerra del Golfo, cada bando ha mantenido la intensidad de la violencia en niveles razonablemente bajos, y se ha abstenido de calificar estos actos violentos como actos de guerra que requirieran una reacción total. «Si Libia ordenara a uno de sus submarinos hundir un transatlántico estadounidense», decía The Economist, «los Estados Unidos lo considerarían un acto de guerra por parte de un gobierno, no buscarían la extradición del comandante del submarino. En principio, la colocación y posterior detonación de una bomba en un avión de pasajeros por parte de los servicios secretos libios no es diferente.» Los combatientes en esta guerra emplean contra los del otro bando tácticas mucho más violentas que las utilizadas en la guerra fría por los Estados Unidos y la Unión Soviética directamente uno contra otro. Salvo raras excepciones, ninguna de las dos superpotencias emprendió acciones deliberadas que implicasen la muerte de civiles o tan siquiera la pérdida de propiedades militares de la otra. Sin embargo, en la cuasiguerra esto sucede a menudo. Los líderes estadounidenses afirman que los musulmanes implicados en esta cuasiguerra son una pequeña minoría, cuya violencia rechaza la gran mayoría de los musulmanes moderados. Esto puede ser verdad, pero no hay pruebas que lo apoyen. Las protestas contra la violencia antioccidental han brillado casi totalmente por su ausencia en los países musulmanes. Los gobiernos musulmanes, incluso los gobiernos bunkerizados amistosos para con Occidente y dependientes de él, se han mostrado sorprendentemente reticentes a la hora de condenar actos terroristas contra Occidente. Por otro lado, los gobiernos y las sociedades de Europa han apoyado en gran medida, y rara vez han criticado, las acciones que los Estados Unidos han llevado a cabo contra sus adversarios musulmanes, en sorprendente contraste con la tenaz oposición que expresaron a menudo frente a las acciones estadounidenses contra la Unión Soviética y el comunismo durante la guerra fría.

En conflictos de civilización, a diferencia de lo que ocurre en los ideológicos, los parientes respaldan a sus parientes. El problema subyacente para Occidente no es el fundamentalismo islámico. Es el islam, una civilización diferente cuya gente está convencida de la superioridad de su cultura y está obsesionada con la inferioridad de su poder. El problema para el islam no es la CIA o el Ministerio de Defensa de los EE.UU. Es Occidente, una civilización diferente cuya gente está convencida de la universalidad de su cultura y cree que su poder superior, aunque en decadencia, les impone la obligación de extender esta cultura por todo el mundo. Éstos son los ingredientes básicos que alimentan el conflicto entre el islam y Occidente”.

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