Por Justo J. Watson.-

Los recientes atentados terroristas de Estado Islámico en Francia resultan motivo de confirmación positiva respecto de las inmensas ventajas del sistema de la libertad y de los horrores que acarrea el autoritarismo.

Aunque las matanzas en Europa y otros sitios compelen al mundo civilizado a una reacción, sus autoridades estatales siguen sin mostrar la madurez requerida para actuar concertadamente, incapaces de dejar a un lado sus respectivos proyectos de dominación nacional. Priman así los objetivos de poder de los integrantes de cada gobierno y como consecuencia del aquelarre de intereses políticos cruzados, el nuevo califato sigue adelante saliéndose con la suya.

Apoyándose, desde luego, en tales divisiones: la guerra fría sigue viva y sus contrasentidos alimentan al monstruo del terror autoritario que pretende devolvernos al Medioevo cultural.

La reflexión pertinente tras la comprobación de que el gobierno francés decretase el estado de guerra y excepción, reduciendo más libertades personales de las que ha venido reduciendo con el pretexto de su defensa, debería hacernos asumir que la emergencia se ha tornado -allí y aquí- en algo constante. A entender que al revés de lo debido, hoy la ley es la excepción y las garantías suspendidas… la norma. Que tenemos a la peligrosísima e inasible “razón de Estado” (bajo este u otros pretextos) ganando la pulseada contra el bienestar.

Es comprobación cada vez más extendida que el poder político (en verdad el de quienes lo administran) sirvió de muy poco a lo largo de los siglos si el parámetro a considerar es el bienestar sustentable, creciente y a libre opción para las mayorías.

Porque tanto el poder de los políticos como su vieja y querida razón de Estado dependen del estado de miedo de esas mayorías; de mantener una perenne sensación de inseguridad física y financiera, laboral, sanitaria, educativa, patrimonial y previsional; necesitada de un Gran Hermano protector. Disciplinador. Autoritario.

Se guardaron bien que dependiera de un bienestar general sólido, de altos valores y autoestima, altas responsabilidad y capacidad intelectual de decisión. Hubiera sido trabajar contra sus intereses de casta; por su propia y natural extinción.

Uno de los innumerables resultados negativos de este orden de cosas es el terrorismo que hoy enferma y coarta a nuestra civilización.

Lo es porque se trata de un orden que no fue capaz de crear las condiciones sociales que evitaran el surgimiento de tal cantidad de fanáticos violentos.

Que no fue capaz de sostener en alto las fantásticas banderas de los Padres Fundadores de la revolución norteamericana, que sirvieran de ejemplo a nuestra Argentina y a tantos otros países.

Banderas libertarias que intentaron plasmar en una constitución que asegurase el bienestar de los más. Aherrojando al Estado para impedir su deriva hacia el viejo autoritarismo fiscalista y regimentador que siempre acababa ahogando las iniciativas personales y el progreso de la comunidad. Para evitar que se transformara en un delincuente legal; en un ladrón y un forzador.

Hablamos de un orden meritocrático abierto, justo, inteligente y no discriminatorio que mientras funcionó impulsó a los Estados Unidos (y a la Argentina en su momento) al mayor crecimiento económico y a la más poderosa movilidad social sustentable que recuerde la historia de la humanidad.

Las fuerzas unidas de la demagogia, de la ignorancia y del humano resentimiento aflojaron sin embargo los grilletes del Estado y la deriva descendente se afianzó.

El orden que gobierna la civilización occidental no es hoy meritocrático ni abierto, salvo honrosas y pequeñas excepciones. Ni acredita ninguna de las otras características mencionadas, en el grado en el que sería necesario tenerlas.

Es así como, especialmente durante los últimos 100 años, no se verificaron los avances sociales y económicos que hubieran evitado, en retro-efecto dominó, las recientes masacres de Francia. Además de una inmensidad de otras calamidades observables a nivel mundial, en cuya raíz está el autoritarismo cortador de libertades que nos rige.

La vigencia efectiva de los derechos individuales y a la búsqueda de la propia felicidad, fundamentos de hierro de aquella revolución y de nuestra gloriosa Constitución, implican una “libertad de industria” de raigambre ética, lamentablemente olvidada.

En tal sentido, el desarrollo global de fuertes libertades en el comercio y los servicios, en los intercambios culturales y tecnológicos, en los flujos turísticos y financieros, en las infraestructuras y comunicaciones entre otros ítems provoca con el tiempo poderosas imbricaciones sociales a nivel transnacional.

Una red de relaciones, empatía, bienestares crecientes e intereses compartidos entre diferentes sociedades que dificulta enormemente la difusión de odios y enfrentamientos. Simplemente porque no le convienen a la gente; porque son caros, dolorosos e inconducentes. Del mismo modo que tampoco le convienen, por idénticas razones, los gobiernos autoritarios. O quemando etapas evolutivas, los gobiernos, a secas.

Asimismo, las libertades en tecnologías sofisticadas para usos defensivos a nivel individual y en redes privadas cooperativas de primero, segundo o tercer grado promoverían, combinadas, un altísimo nivel de seguridades e inteligencia que incluirían la posibilidad de letales represalias, disuasorias frente a ataques arteros de cualquier origen. Represalias avanzadas, implacables y mucho más desarticulantes que las del atacante que osara intentarlo.

Con el tiempo no cabrá más que aceptar que la seguridad depende de la expansión del bienestar, que este depende de la expansión de las relaciones globales a todo orden, que estas dependen de la expansión de la libertad en todos los campos y que esta depende de la contracción de los poderes estatales que la condicionan.

Se trata, claro, del ineluctable camino hacia la no-violencia.

Share