Por Pascual Albanese.-

Estamos en la “hora cero” de una nueva etapa. Este nuevo punto de partida es producto de la clausura del ciclo histórico del ”kirchnerismo”, surgido de la debacle de diciembre de 2001, que desencadenó una crisis de gobernabilidad que amenazaba llevar a la desintegración del Estado. Amparado por ese vacío de autoridad que signó su origen, esa hegemonía política del ”kirchnerismo”, que signó al país durante los últimos veinte años, estuvo caracterizada básicamente por una concepción “estado-céntrica”, que en los hechos ahogaba el desarrollo del sector privado, frenaba la inversión productiva y cercenaba la potencialidad creadora de la sociedad.

Los procesos sociales tienen tiempos más lentos que los acontecimientos políticos pero sus consecuencias son mucho más permanentes y suelen adquirir carácter irreversible. La primera expresión de la decadencia del “kirchnerismo” en la base de la sociedad argentina, el punto de inflexión que empezó a restarle esa potencia inicial que le había insuflado aquella crisis de 2001, puede rastrearse a partir de 2008 con el conflicto con el sector agropecuario a raíz de la sanción de la famosa resolución 125. Esta confrontación entre el gobierno de Cristina Kirchner y el sector tecnológicamente más avanzado e internacionalmente más competitivo de la economía argentina, que recibió en esa oportunidad el apoyo de la opinión pública, en particular de la clase media urbana de las grandes ciudades, supuso la instauración de un antagonismo entre el Estadio y el sistema productivo y, a la vez, la reaparición histórica del interior como un factor determinante de la vida política nacional.

Las movilizaciones espontáneas que tuvieron lugar en esas semanas de marzo, abril, mayo y junio de ese año, que incluyeron cortes de rutas a lo largo y a lo ancho del país, cuando todavía no existía el whats app como medio de intercomunicación, fueron las más importantes de la historia política de las últimas décadas. No está demás destacar que el gigantesco acto realizado ese 24 de mayo de 2008 por la Mesa de Enlace en Rosario, frente al Monumento a la Bandera, convocado sugestivamente con la consigna de ”El campo por un país federal”, fue la concentración más multitudinaria de la historia contemporánea de la Argentina y, a diferencia de la mayoría de las otras, no tuvo lugar en la ciudad de Buenos Aires.

A partir de entonces, la combinación letal entre el incremento del gasto público y el estancamiento del sector privado formal, que es la única fuente genuina para la financiación del Estado, acompañados por la expansión de la economía informal, que al promover la marginalidad laboral constituye un estímulo adicional para el aumento de la pobreza, fueron construyendo una bomba de tiempo. Mientras tanto, la incapacidad del conjunto del sistema político para brindar una alternativa superadora al “kirchnerismo” generó las condiciones propicias para la incubación de un fenómeno social que supo ser canalizado por Javier Milei y, consiguientemente, para la fijación de esta nueva “hora cero” en la historia política argentina.

Cuando Milei plantea el ”Pacto de Mayo”, que requiere un acuerdo con los gobernadores, confirma el sesgo fundacional de la etapa que se inicia y no necesariamente llevará su nombre, ya que ello dependerá del balance de su gestión, pero que sí implica con certeza un punto de ruptura con la Argentina de las últimas dos décadas. Ese quebre imprime a este nuevo ciclo de la condición de históricamente irreversible. Lo que venga nunca será parecido a lo que ya fue. Por ese motivo resultan extraordinariamente oportunas las reiteradas referencias a dos grandes tucumanos: Juan Bautista Alberdi, el máximo ideólogo de la organización nacional, y Julio Argentino Roca, verdadero fundador del Estado nacional. Porque si se trata de “ir al hueso”, como demandan las circunstancias, es necesario remitirse a los orígenes de la cuestión que se pretende resolver.

La mención a Alberdi cobra hoy una extraordinaria vigencia si se tiene en cuenta que la Constitución de 1853, hoy vigente, fue el resultado del Acuerdo de San Nicolás, un pacto suscripto por los trece gobernadores del interior, sin la presencia de la provincia de Buenos Aires. El contenido de ese tratado, que parte del reconocimiento de los pactos interprovinciales preexistentes que sucedieron a la Revolución de Mayo y que incluían si a la provincia de Buenos Aires, diseñó la “hoja de ruta” para guiar la transición entre el régimen de Juan Manuel de Rosas y el nuevo sistema institucional. Salvo el entrerriano Justo José de Urquiza, ninguno de esos gobernadores había participado de la campaña contra Rosas, a quien de una u otra manera todos ellos, incluido el vencedor de Caseros, habían acompañado durante veinte años, delegando en su persona nada menos que el manejo de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina. En otros términos, la fundación de la República, motorizada desde el interior hacia Buenos Aires, y no a la inversa, fue legitimada previamente por un acto de unidad nacional que rubricó la consigna de Urquiza: “ni vencedores ni vencidos”. Como rezaba el sugestivo cartelito que precedía a algunas viejas películas, “cualquier semejanza con hechos o personajes de la actualidad obedece a una mera coincidencia”.

La visión de Alberdi, el mayor pensador político argentino del siglo XIX, conciliaba el ideario liberal propio de la época con el realismo político. Alberdi encarnó la variante “historicista” del pensamiento liberal, opuesta a la versión “iluminista” propia de los unitarios que combatieron a Rosas desde el exilio pero muy poco tuvieron que ver con su caída y que constituye la fuente de inspiración del llamado “progresismo cultural”, hoy afortunadamente en retroceso en la Argentina y en el mundo. Para Alberdi, las instituciones tenían que estar hechas para los pueblos y no los pueblos para las instituciones. Seguramente compartía el apotegma de Aristóteles, popularizado en la Argentina por Perón, de que “la única verdad es la realidad” y la posterior definición del cardenal Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, de que “la realidad es superior a la idea”.

Esa concepción historicista está reflejada en la idea de Alberdi sobre el tránsito entre la “República Posible”, situada en la realidad argentina de mediados del siglo XIX, y la “República verdadera”, cuya construcción demoró varias décadas, hasta cristalizarse en 1916 con la asunción de Hipólito Yrigoyen, el primer presidente libremente electo por el voto popular.

Ese agudo sentido de la realidad que caracterizó al pensamiento de Alberdi hizo que la estructura institucional argentina instituida por la Constitución de 1853 esté basada en la coexistencia, no siempre armónica y muchas veces conflictiva, en dos grandes pilares: un sistema fuertemente presidencialista, que garantiza la unidad de la Nación, y un carácter eminentemente federal, que respeta las tradiciones, las especificidades locales y la autonomía política de las provincias.

Pero el hito más significativo en el tránsito entre la realidad de esa “República posible” y el ideal de la “República verdadera” fue obra de Roca y la generación del 80, que sobre la base de la acción del Ejército de línea, la ocupación territorial de la Patagonia, la federalización de la ciudad de Buenos Aires y. sobre todo, la nacionalización de las rentas de la Aduana porteña (en aquella época la principal y virtualmente única fuente de los ingresos fiscales), sentó las bases materiales para la consolidación del Estado concebido como una herramienta fundamental e insustituible para forjar el destino de una Nación. La candidatura de Roca fue ungida la Liga de Gobernadores, con epicentro en Córdoba, para derrotar al candidato del “mitrismo” porteño, que era el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Tejedor.

Pero tanto el liberalismo de Roca como la exitosa integración de la Argentina en el escenario mundial de la llamada “primera globalización”, que signó a la economía planetaria entre 1870 y la crisis internacional de 1929, estuvieron asentados en la previa construcción de un Estado nacional capaz de sustentar esa epopeya que, al cumplirse el Primer Centenario de nuestra independencia, nos ubicó en un lugar de privilegio en el concierto de las naciones, en un proceso en que la modernización de la economía estuvo indisolublemente vinculada con el énfasis en el desarrollo de la educación pública orientada a la alfabetización masiva de la población, un logro histórico que contradice las desafortunadas declaraciones del diputado nacional Alberto Benegas Lynch (h), un desatino sólo comparable con el de su padre, Alberto Benegas Lynch, quien nada menos que en el acto de cierre de la campaña electoral de Milei exhortó a romper relaciones diplomáticas con el Vaticano y que también pasará también igual y rápidamente al olvido.

En este mismo sentido de la Argentina iniciada con Roca, y más allá de los argumentos vertidos por ambas partes, la discusión suscitada entre la vicepresidente Victoria Villarroel y la Ministra Seguridad Patricia Bullrich acerca del papel de las Fuerzas Armadas en las cuestiones de seguridad interior y en especial en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico, como también la reivindicación de la guerra de Malvinas realizada el pasado 2 de abril, oficializan la incorporación en la agenda política de un tema que había sido considerado “tabú” durante los últimos veinte años: el rol de las instituciones militares, denostadas por el ”kirchnerismo”, que convirtió a la defensa de los derechos humanos en una bandera facciosa que desvirtuaba absolutamente su legitimidad.

John Locke, el filósofo británico del siglo XVII unánimemente reconocido como el padre del liberalismo político, como Adam Smith lo fue, un siglo más tarde, del liberalismo económico, justificó la razón de ser del Estado como la única forma que la Humanidad había encontrado para evitar vivir en una situación de guerra civil permanente, un constante enfrentamiento de todos contra todos. Sin Estado rige la ley de la selva. La defensa del territorio y la seguridad de su población tornan indispensables la existencia de un Estado que pueda garantizarlas, lo que implica poder militar. Según Locke, el Estado no es una “organización criminal” sino un requisito para la supervivencia de las sociedades.

Agotado el modelo “estado-céntrico” implantado por el “kirchnerismo”, lo que está nuevamente en discusión hoy en la Argentina, ante todo y sobre todo, y por eso cabe hablar de un nuevo punto de partida, es precisamente la redefinición de las funciones del Estado y el papel del sector privada y las organizaciones de la sociedad. En este debate, cuya resolución requiere dejar de lado las posturas ideologistas de cualquier signo, corresponde tener en cuenta el concepto acuñado en la Alemania de posguerra que guió el camino del ”milagro alemán”, asumida en la última campaña electoral por el gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti: “tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”.

Pero, en el caso específico de la Argentina, vale recordar la definición de Perón sobre la comunidad organizada, a la que caracterizaba como la conjunción entre “un gobierno centralizado, un Estado descentralizado y un pueblo libre”. Porque, a diferencia del modelo híper-centralista puesto en práctica por el “kirchnerismo”, que buscaba someter a las organizaciones populares, entre ellas a los movimientos sociales y al propio Partido Justicialista, en apéndices de un “Partido del Estado” y, consecuentemente, también procuraba subordinar políticamente a las provincias al gobierno central, una visión del Estado acorde con las idiosincrasia cultural y la tradición histórica de la Argentina tiene que fortalecer su dimensión inequívocamente federal.

Este reconocimiento, implícitamente homologado por Milei con su convocatoria a las provincias para la firma del Pacto de Mayo, no obedece a un mero acto de justicia sino a una apremiante necesidad política. La experiencia de estos primeros cuatro meses de gobierno revela que sus avances y sus retrocesos están indisolublemente asociados a los acuerdos y desacuerdos entre el Estado nacional y las provincias. Tanto el fracaso experimentado en enero en el tratamiento de la ”ley ómnibus” en la Cámara de Diputados como la resolución de derogación del DNU 70 aprobada en marzo por el Senado son el resultado de la falta de acuerdo entre el Poder Ejecutivo Nacional y los gobernadores.

La exigencia de ese entendimiento está abonada por otras dos novedades introducida por los resultados electorales del año pasado. El oficialismo tiene una escasa, casi simbólica, representación parlamentaria y no ejerce el poder en ninguna de las veintitrés provincias, ni tampoco en la ciudad de Buenos Aires. Esta debilidad institucional, hasta ahora compensada por su indiscutible legitimidad de origen y por un fuerte y hasta ahora sostenido respaldo en opinión pública, obliga, tarde o temprano, a la búsqueda de ciertos niveles de consenso.

Pero en este punto el gobierno tropieza con un obstáculo adicional: esos mismos resultados electorales de 2023 profundizaron la crisis del sistema político en su conjunto: Juntos por el Cambio quedó virtualmente disuelta como alianza, el radicalismo atraviesa un conflicto entre su conducción nacional, en manos de Martín Lousteau, y sus cinco gobernadores, el PRO afronta las divergencias entre Mauricio Macri y Patricia Bullrich, más el alejamiento de Horacio Rodríguez Larreta, y el peronismo experimenta una situación de horizontalización del poder que impide una representación unificada. Los gobernadores, más por imperio de los hechos que como producto de su voluntad política, quedaron posicionados como los únicos interlocutores válidos para cualquier negociación.

Esta realidad incide sobre las posturas de los propios gobernadores, que actúan con una creciente independencia de sus respectivas adscripciones partidarias. Con un agregado: sea por sus propios méritos o por la cercanía con su reciente elección, la imagen de la mayoría de los gobernadores es notoriamente positiva en sus respectivos distritos. Las opiniones públicas provinciales suelen achacar la responsabilidad de sus dificultades al poder central más que a la gestión local. Desde aquella Liga de Gobernadores que en 1880 encumbró a Roca, y salvo y muy brevemente durante la crisis de diciembre de 2001, originada en la desintegración del poder central, nunca los gobernadores adquirieron el protagonismo que asumen hoy.

Pero más allá de las consideraciones políticas coyunturales existe un hecho estructural que sustenta ese protagonismo: el interior es necesariamente el actor principal de una estrategia desarrollo productivo de la Argentina, que permita un incremento sustancial y sostenido las exportaciones para superar el estrangulamiento externo de la economía. Esa realidad está reflejada en la acción conjunta de los gobernadores de la Región Centro (un peronista, un radical y un tercero del PRO) para promover la producción agroalimentaria, el entendimiento entre los gobernadores de la Patagonia (dos de partidos provinciales, un peronista “kirchnerista” y otro “anti- kirchnerista y un cuarto del PRO), que incluye la creación de una empresa energética interprovincial para aprovechar las riquezas de petróleo y gas, o el acuerdo celebrado por los gobernadores de Salta, Jujuy y Catamarca (dos peronistas y un radical) para encarar la explotación del litio.

Estos acuerdos en marcha no excluyen la existencia de conflictos derivados la existencia de distintos intereses, incluso contrapuestos, que a menudo dificultan esa concertación. Un ejemplo palpable es la actual discusión sobre el piso al impuesto a las ganancias. Los gobernadores de las provincias del norte lo quieren más alto mientras que los gobernadores patagónicos sostienen que esa cifra obligaría a pagar el impuesto a la casi totalidad de los trabajadores de la región, que perciben salarios sensiblemente más elevados que en el resto del país.

Esas diferentes visiones sectoriales, propias de realidades distintas, exigen instancias de compatibilización. De allí la importancia práctica que tiene el hecho de que la totalidad de los gobernadores, más el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, integre un grupo de whats app que permite un intercambio de ideas en tiempo real. Pero, en términos institucionales, esa demanda cada vez más acuciante acrecienta el papel de los Consejos Federales (Educación, Salud, Seguridad, etc.) y del Consejo Federal de Inversiones (CFI), que es el único organismo público nacional integrado por todas las provincias en el que no interviene el poder central. Empieza también a ilustrar sobre la utilidad de una Conferencia Nacional de Gobernadores, a imagen y semejanza de la que funciona desde hace varios años en México, para institucionalizar el desarrollo de la Argentina federal.

En el escenario de la negociación del “Pacto de Mayo” está planteada la necesidad histórica y dadas las condiciones propicias para la negociación de un nuevo Pacto Federal que allane el camino para superar la dicotomía entre el interior y la región metropolitana, una fractura que volvió a adquirir relevancia política en 2008 en el conflicto de la 125, la recobró nuevamente en 2020 en la pandemia, por una política centralista que guió las decisiones de política sanitaria en función de la realidad del AMBA y no del resto del país y, en cierto sentido a la inversa, se refleja actualmente a raíz de la epidemia del dengue, que hizo que la mayoría de las provincias reclame por la desatención del poder central y recordó la importancia crucial del papel del Estado en las salud pública, reflejada también en el conflicto suscitado con el aumento de las medicina prepaga.

Pero la gestación de este nuevo Pacto Federal requiere una visión nacional que trascienda los límites estrechos de esta suerte de “paritaria fiscal” entre el Poder Ejecutivo Nacional y las provincias, una negociación necesaria pero insuficiente cuyo desarrollo, inevitablemente dominado por las urgencias de la coyuntura, prevalece hoy en el diálogo entre el gobierno nacional y los gobernadores, convertido a veces en un “juego de suma cero” en el que solo puede haber ganadores y perdedores. Como decía Leopoldo Marechal, “de los laberintos se sale por arriba”. Sólo una visión compartida del futuro puede permitir un acuerdo sobre los sacrificios del presente. Sin ella sólo hay conflicto, no solución.

En un artículo publicado recientemente en La Nación, el constitucionalista peronista Alberto García Lema, uno de los principales artífices de la reforma constitucional de 1994, de la que están por cumplirse 30 años, recuerda que el texto constitucional actualmente vigente, implementado a partir del “Pacto de Olivos” celebrado en 1993 entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín, en aquel momento los líderes indiscutidos de las dos fuerzas políticas mayoritarias, estuvo basado en el “Acuerdo Federal” suscripto en 1990 por todos los gobernadores, que en su artículo 17 estipulaba “el firme compromiso de Estado Nacional y de las provincias a efectos de profundizar el proceso de reformas de las respectivas estructuras administrativas, impulsando las técnicas de desmonopolización, desburocratización y reconversión, en orden a diseñar un sector público que sirva de herramienta eficaz para el logro del bien común. El Estado Nacional se obliga a cooperar con los gobiernos provinciales en el esfuerzo que efectúen en ese sentido”. 34 años más tarde, el contenido de ese artículo tiene una sorprendente actualidad

Este antecedente histórico citado por García Lema importa hoy porque la reforma del 94 representó un hito significativo en el fortalecimiento de las autonomías provinciales, ya que implicó el reconocimiento a las provincias de sus derechos inalienables sobre sus recursos naturales, la autorización para negociar tratados internacionales que no contradigan los celebrados por el Estado Nacional, la incorporación de las regiones como parte del sistema institucional y la directiva impartida al Congreso de sancionar una ley de coparticipación federal, una asignatura todavía pendiente.

La negociación entre Milei y los gobernadores tiene un alcance que excede a las intenciones de sus protagonistas. Parafraseando a Ortega y Gasset, quiéranlo o no, sus protagonistas están forzados a ir “a las cosas”. En medio de esta crisis de representación, la Argentina atraviesa un proceso de reconfiguración de su sistema de poder. Como toda recomposición, está precedida por una descomposición, que está a la vista y abre una transición entre, como suele decirse “lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer”.

Con independencia de los pronósticos sobre el futuro, este trimestre que empieza será socialmente todavía más duro aún que el trimestre pasado en términos de caída de la producción, el consumo y los niveles de ingresos de la población. Sin embargo, todo indica que, a pesar del deseo de muchos, habrá una creciente conflictividad social pero no hay un estallido a la vista. La razón fundamental para que no ocurra reside en que nuestra experiencia histórica, tan pródiga en crisis, señala que el pueblo argentino no es adicto al suicidio colectivo.

La Argentina contemporánea tiene presentes dos grandes estallidos, en 1989 y en 2001. Pero en ambos casos esos estallidos ocurrieron recién cuando estaban dadas las condiciones políticas para una alternativa. En junio de 1989, con un pico inflacionario del 196% mensual, la salida anticipada de Alfonsín ocurrió cuando Menem había ganado las elecciones presidenciales del 14 de mayo y existía entonces una vía institucional legitimada para el recambio en el poder. En diciembre de 2001, cuando comenzaron los “cacerolazos” contra el “corralito” y los saqueos a los supermercados, había tenido lugar el triunfo del peronismo en las elecciones legislativas de medio término de septiembre, Ramón Puerta ya había asumido la presidencia provisional del Senado y el propio Alfonsín negociaba con Eduardo Duhalde los términos de una salida constitucional para reemplazar a un gobierno que se derrumbaba.

Esta analogía no tiene nada que ver con la clásica explicación del anti-peronismo sobre que el peronismo derroca a los gobiernos constitucionales que no son de su agrado. Lo verdaderamente cierto es que en el sabio subconsciente de la sociedad existe un poderoso instinto de conservación que impide el salto al vacío. En la actual emergencia no habrá ningún estallido mientras no aparezca previamente una alternativa de gobierno capaz de cubrir el vacío y de transformar esta nueva era en el punto de partida de un nuevo ordenamiento político.

La antinomia entre el presente y el pasado, que predomina en la superficie política y ubica de un lado a los críticos del ajuste y del otro a quienes asignan su responsabilidad a los gobiernos anteriores, o sea a la totalidad del sistema político, prescinde de una visión de futuro, que es lo único que puede recrear la esperanza colectiva de los argentinos. Futuro es más que una palabra. Implica un nuevo horizonte al cual dirigirse y un camino para alcanzarlo, porque no hay proyecto sin trayecto

La oposición, y el peronismo en primer lugar, tendrán que asumir la construcción de esa nueva alternativa superadora, bajo la premisa de que ningún retorno al pasado, a ningún pasado, aún a algún pasado situado en épocas lejanas y seguramente digno de añorarse, resulta hoy viable y por lo tanto atractivo para la gran mayoría de los argentinos, especialmente para los más jóvenes. Asumir esa responsabilidad requiere, ante todo, una mirada estratégica que exceda el ruido mediático y el cortoplacismo. En la situación del peronismo, vale recordar una frase de Perón desde su prolongado exilio en Madrid: “si tenemos razón volveremos. Si no tenemos razón será mejor que no volvamos nunca”.

Share