Por Agustín Monteverde.-

A la hora de plantear y juzgar un cuadro de situación es indispensable empezar por entender cuál es el modelo o plan que se está aplicando.

Sucintamente: hasta hoy, el plan económico de esta administración se ha basado no en bajar el gasto público -madre de nuestros principales problemas económicos- sino en financiarlo. La opción elegida ha sido bancarlo con deuda, fundamentalmente en moneda extranjera.

Como resultado de ello aparecen tres subproductos o consecuencias inevitables. El primero e inmediato es un atraso cambiario creciente, generado por las divisas que ingresan. Otro efecto concatenado es el déficit externo también creciente, que en 2017 fue enorme. Tomamos dólares y los fumamos en gasto corriente y en una gran porción vuelven a irse afuera (U$ 29000 MM el año pasado). El tercer subproducto de este programa económico es un endeudamiento -también creciente- del BCRA, con el objeto de evitar que los pesos que se emiten para comprar los dólares captados se vayan a precios (entre ellos, al tipo de cambio). Esto conforma una peligrosa bomba cuasi fiscal. Cuando esta deuda crece -impulsada por la necesidad de solventar el gigantismo estatal- más allá de cierto punto, tiende a ser autónoma. Pasa a crecer independientemente del déficit fiscal: aunque éste desapareciera milagrosamente, de la noche a la mañana, esa deuda cuasi fiscal tiene asegurado su continuo crecimiento por el sólo hecho de la capitalización de los intereses (computados a tasas que, por fuerza, son cada vez más elevadas para mantener a los inversores en el redil).

Cuando el atraso cambiario alcanza niveles muy altos y el desequilibrio externo aumenta -esto es, cuanto más fuerte y evidente se torna la necesidad de un reacomodamiento cambiario que reequilibre los flujos de divisas-, el riesgo de explosión de esa bomba se vuelve importante. Lo mismo puede ocurrir cuando intervienen factores exógenos que alteran las condiciones requeridas para sostener el modelo, como puede ser la pérdida de acceso a los mercados de deuda o una suba del costo de financiarse a nivel global. Los traspiés sufridos por la emisión de Central Puerto y la formidable caída de los mercados este lunes han hecho manifiesta lo que era una amenaza latente: el último ciclo de financiamiento amplio y barato ha llegado a su fin.

Como se puede apreciar, la expuesta tríada de desequilibrios constituyen una amenaza muy seria. Pero son, tan sólo, una consecuencia del problema de fondo de la economía argentina.

En este contexto, durante los pasados sesenta días se dieron ostensibles tironeos entre el ala política del gabinete económico y el BCRA. Si se pretende caminar por una cornisa y a la vez hacer malabarismos, el riesgo de caerse aumenta. Con una política fiscal que hasta acá fue expansiva, si la inflación no fue mayor fue porque se compensó en parte esa expansión con una política monetaria contractiva: si todos los pesos emitidos para comprar los dólares captados estuvieran circulando, la inflación, en lugar de desacelerar, se hubiera disparado. No se puede pretender que la política fiscal y la monetaria sean ambas expansivas y que, a la vez, la inflación esté bajo control. De la misma forma que nadie puede pretender ser alto y bajo al mismo tiempo. Estos tironeos entre los dos sectores referidos del gobierno debieran evitarse porque acercan el fósforo a la mecha. Tanto más cuando los mercados se convulsionan. No estamos en situación de jugar con fuego y, en estas circunstancias, la posición del BCRA fue más prudente que la de sus críticos. La supervivencia de este modelo descansa -aunque a nadie guste- en la denostada bicicleta financiera: si los inversores -aparentemente de pesos, pero sólo en apariencia- juzgaran en algún momento que el riesgo de perder capital, medido en dólares, es demasiado elevado, huirían del peso y el final del modelo se precipitaría.

Hoy es políticamente incorrecto emitir directamente para financiar la exorbitancia del gasto del Estado. Bien por eso. Sin embargo, ha vuelto a ser políticamente correcto el emitir para comprar los dólares que tomamos prestados en los mercados, dirigidos siempre a financiar la misma exorbitancia. Pero ambos casos significan lo mismo: emisión para sostener el gasto. Es decir, se sigue emitiendo. Y, además, nos endeudamos en moneda dura para fumarnos esa monumental masa de fondos en gasto ordinario (apenas 4 % del gasto va a obras públicas que mejoren nuestra competitividad).

La estrategia elegida hace que paguemos dos veces intereses por los mismos fondos: una vez, cuando tomamos los dólares; y la otra, cuando debe esterilizarse la mayor parte de los pesos resultantes. El Estado asume dos deudas -una en dólares, otra en pesos- para obtener la misma masa de fondos.

Por ese doble efecto pernicioso de la actual estrategia de financiamiento fiscal, podría creerse que tal vez fuera más conveniente -así parecen creerlo algunos funcionarios- migrar del financiamiento externo al interno. Pero ocurre que los capitales internos son insuficientes para bancar la enormidad del gasto estatal: la tasa doméstica tomaría alturas impensables y el sector productivo quedaría literalmente ahorcado por desfinanciamiento. Por si todo esto no fuera suficientemente letal, la insaciable voracidad estatal está llevando la presión tributaria a un nivel aplastante para el sector productivo.

En definitiva, ninguna de estas estrategias es sustentable en el tiempo y ambas terminan destruyendo al sector privado. Lo que se requiere es ocuparse del tumor (el gigantismo estatal), no el alimentarlo con nuevos órganos para que destruya.

Los recientes anuncios sobre reducción de cargos públicos son acertados; la economía reclama sobriedad fiscal. Hubieran marcado un auténtico gol comunicacional en diciembre de 2015.

El principal problema de la economía argentina es el gigantismo del Estado.

No es momento de poner en discusión el dogma gradualista pero sí de calibrar su ritmo y secuencia. No dudamos que sea políticamente riesgoso el ir demasiado rápido; pero no lo es menos el llegar tarde con la solución y que un resbalón nos gane de mano. Las crisis, en última instancia, son soluciones en lo económico; pero que significan serios trastornos sociales y políticos.

La batalla que está dando el gobierno con algunos patrones sindicales es una inteligente jugada política que busca neutralizar la capacidad de daño de uno de los principales grupos de poder. Un resultado positivo en este terreno abriría la posibilidad de realizar las reformas indispensables. Por lo pronto, los caciques gremiales más virulentos han perdido la iniciativa y están ahora a la defensiva.

* El presente artículo integra el informe de Massot, Monteverde & Asociados.

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