Por Hernán Andrés Kruse.-

A comienzos de febrero el premier israelí, Benjamín Netanyahu, no dejó lugar para ningún tipo de duda. Israel rechazó de plano las exigencias de Hamás para un cese del fuego y prometió continuar con la ofensiva militar hasta aniquilar al enemigo. “Estamos en camino de conseguir una victoria absoluta”. “No hay otra solución”, sentenció.

El periódico libanés Al-Akhbar publicó la propuesta de paz de Hamás. Consta de tres fases. En la primera la organización terrorista procedería a liberar a las mujeres, niños, hombres mayores y enfermos que continúan en cautiverio, a cambio de un número indeterminado de presos palestinos en Israel. Netanyahu, por su parte, se comprometería a retirar las tropas israelíes de las zonas pobladas, a poner fin a sus operaciones aéreas y a garantizar la entrada de más ayuda humanitaria a Gaza y el regreso de los palestinos a sus hogares. En la segunda fase Hamás procedería a liberar al resto de los rehenes (en su mayoría soldados) a cambio de la totalidad de los detenidos palestinos mayores de 50 años (incluyendo insurgentes de alto rango). En la tercera fase Israel y Hamás procederían a intercambiar los cuerpos de los rehenes y presos fallecidos.

Mientras tanto, los familiares y la población israelí exigen un acuerdo con Hamás, temerosos de que nunca más aparezcan con vida. Hasta el momento, las fuerzas militares israelíes sólo han rescatado un rehén mientras que la organización guerrillera afirmó que varios fallecieron a raíz de los ataques aéreos perpetrados por la aviación israelí y del fracaso de varias misiones de rescate (fuente: Infobae, 7/2/024).

Cerca de 1,3 millones de palestinos viven hacinados en Rafah y temerosos de la posibilidad de una ofensiva israelí contra la ciudad, situada en el extremo sur de la Franja. Rafah contaba con unos 275.000 habitantes antes de la guerra. Ahora, esa cifra se quintuplicó a raíz de la marea humana de desplazados que se vieron obligados a evacuar el norte de Gaza y la propia ciudad capital. Todas las casas, mezquitas y escuelas están abarrotadas de gente desesperada y angustiada por la posibilidad cada vez más cercana de verse obligada a escapar nuevamente con rumbo desconocido. Ahmed Rafiq Shahin (sobreviviente palestino) manifestó: “Si hay una operación militar en Rafah, la situación empeorará por la densidad de la población y de civiles, habrá masacres”. “La vida es muy difícil y los precios de todos los productos muy caros, si es que están disponibles, y no son accesibles para todo el mundo”. Por su parte, otro vecino de la castigada localidad, Mohamed Hafza, dijo: “En cuanto a mi familia, no vamos a salir de nuestra casa, vamos a seguir en Rafah”. Por su parte, las Naciones Unidas advirtieron que la ofensiva del ejército israelí en Rafah podría constituir un crimen de guerra por los miles de civiles que se hacinan en dicha localidad. Y Estados Unidos, en concordancia con la ONU, pidió a Netanyahu que, si decide operar militarmente en Rafah, tome medidas que garanticen la seguridad de los civiles (fuente: Infobae, 8/2/024).

Una buena noticia: el ejército israelí confirmó que dos rehenes tomados por Hamás el 7 de octubre fueron rescatados en una operación ejecutada en Rafah. Se trata de los argentinos Fernando Simon Marman, de 60 años, y Louis Har, de 70. Las tropas intervinientes fueron el ejército israelí, la agencia de seguridad Shin Bet (ISA) y la policía israelí. “Ambos están en buenas condiciones médicas y fueron trasladados al hospital Sheba Tel Hashomer para su evaluación”, manifestaron las autoridades israelíes en un comunicado. Desde Argentina el gobierno nacional difundió el siguiente comunicado a través de las redes sociales: “La Oficina del Presidente agradece a las fuerzas de Seguridad de Defensa Israelíes, al Shabak y a la policía israelí por haber culminado con éxito el rescate de los argentinos Fernando Simon Marman (60) y Louis Har (70), quienes estaban secuestrados desde el pasado 7 de octubre por el grupo terrorista Hamás” (fuente: Infobae, 12/2/024).

El Angus Reid Institute realizó un sondeo entre el 2 y el 7 de febrero a 1610 canadienses sobre el conflicto entre Israel y Hamás. Con un margen de error del 2%, reveló que un 41% de los canadienses cree que Israel está cometiendo un genocidio en la Franja, mientras que un 32% no está de acuerdo con semejante acusación. Otro dato revelador: desde que tuvo lugar la invasión de Hamás el 7 de octubre no ha parado de crecer el número de canadienses que simpatizan con Palestina. Según la encuestadora en noviembre de 2023 el 28% de los canadienses apoyaba a Israel y un 18% al pueblo palestino. En estos momentos el apoyo a Israel cayó un 25% mientras que el apoyo a los palestinos se incrementó un 23%. Un 50% de los encuestados manifestó estar de acuerdo en que la ofensiva israelí es demasiado dura mientras que el 31% está en desacuerdo. En noviembre de 2023 el 30% de los canadienses estaba a favor de un alto el fuego. Hoy, ese porcentaje asciende a 49. Por último, el 33% de los canadienses considera que el gobierno de Trudeau debería apoyar el pedido de Sudáfrica de considerar como genocidio la ofensiva militar en Gaza, mientras que el 19% de los canadienses apoya al primer ministro de su país (fuente: Infobae, 12/2/024).

En las últimas horas Israel Katz, ministro de Relaciones Exteriores israelí, convocó al embajador brasileño en el país, Frederico Meyer, luego de que el presidente Lula acusara a Israel de estar emulando al mismísimo Hitler al cometer un genocidio en Gaza. En la celebración de la trigésima séptima Cumbre Ordinaria de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Africana, en Adís Abeba, Lula dijo a la prensa que “lo que está ocurriendo en la Franja de Gaza no es una guerra, es un genocidio”. Algo similar a “una guerra entre un ejército muy preparado y mujeres y niños” sólo tuvo lugar “cuando Hitler decidió matar a los judíos”, sentenció el presidente brasileño. A raíz de estos dichos, el ministro de Exteriores de Israel aseguró en X que “los comentarios del presidente brasileño son vergonzosos y severos”. Por su parte, el propio Netanyahu calificó las expresiones de Lula de “vergonzosas y graves” y afirmó que lo que busca el presidente brasileño es “trivializar el Holocausto” y “el derecho de Israel a defenderse”. “Comparar a Israel con el Holocausto nazi y con Hitler es cruzar una línea roja. Israel lucha por su defensa y por asegurar su futuro hacia la victoria total y lo hace respetando el derecho internacional” (fuente: Infobae, 18/2/024).

El lunes 19 de febrero Israel tomó una drástica decisión: declaró “persona no grata” al presidente de Brasil por haber calificado la ofensiva israelí en Gaza como un genocidio similar al Holocausto. Por su parte, las dos mayores entidades israelitas en Brasil apoyaron la decisión del gobierno de Israel de salir con los tapones de punta contra Lula. La CONIB (Confederación Israelita de Brasil) afirmó en una nota que “El gobierno brasileño está adoptando una postura extrema y desequilibrada en relación al trágico conflicto en Medio Oriente, y abandonando la tradición de equilibrio y búsqueda de diálogo de la política exterior brasileña”. Asimismo, aseguró que Lula distorsiona la realidad y “ofende la memoria de las víctimas del Holocausto y sus descendientes”. Por su parte, la Federación Israelita del Estado de San Pablo, señaló que “comparar la legítima defensa del Estado de Israel contra un grupo terrorista que no mide esfuerzos para asesinar israelíes y judíos con la industria de la muerte de Hitler es de una maldad infinita” (fuente: Infobae, 19/2/024).

A continuación paso a transcribir la parte del ensayo de Luciana Manfredi, Maximiliano Uller y Pamela Bezchinsky “El conflicto árabe-israelí: Historia y perspectivas de resolución” (Centro Cultural de la cooperación Floreal Gorini, Bs. As., 2007) referida a la segunda guerra del Golfo Pérsico.

LA SEGUNDA GUERRA DEL GOLFO PÉRSICO COMO PUNTO DE INFLEXIÓN

“La segunda Guerra del Golfo constituye un punto de inflexión. En un momento en el cual Estados Unidos comienza a intervenir militarmente en la región sin competidores, hecho que sintetiza la configuración de un nuevo orden internacional. Su afirmación como única potencia capaz de garantizar la seguridad mundial, la defensa de los recursos y la aplicación de la justicia internacional en nombre del «derecho global» y los «valores democráticos», parece ser esclarecedora al respecto y llevará implícito el carácter de esta nueva aventura imperialista. El 2 de agosto de 1990 se produjo la invasión iraquí a Kuwait, la cual posteriormente sería anexada por Saddam Husein, iniciándose de esta forma la segunda Guerra del Golfo Pérsico. Este hecho histórico resulta relevante no sólo por los motivos que llevaron a la intervención de Estados Unidos, sino por la forma en que lo hizo, siendo ésta la primera vez que intervenía directamente en la región para reafirmar sus intereses hegemónicos.

Los motivos que llevaron a Saddam Husein a invadir Kuwait radicaban en que la región del Golfo Pérsico tenía, para los intereses estratégicos de Irak, dos ventajas fundamentales: por un lado, su ubicación geográfica, que le permitía una salida al mar, fundamental para su economía si se considera que sólo posee unos pocos kilómetros de costa. Y, por otro, el control de una zona que contiene grandes recursos energéticos, de los cuales dependen varias de las economías desarrolladas del mundo, entre ellas, Estados Unidos. Como factor adicional, Irak se encontraba en una situación económica difícil, producto de la guerra con Irán, que había significado una gran cantidad de pérdidas materiales y humanas y un enorme endeudamiento económico. Por lo tanto, la anexión de Kuwait significaba la recuperación de territorios perdidos y la posibilidad de consolidarse como poder hegemónico de la región, frente a la supremacía del modelo saudí y la influencia iraní, a esta altura severamente cuestionada por el desgaste producido por el conflicto con Irak y la represión ante el descontento de las masas empobrecidas.

De la intervención occidental en Irak, aparece como relevante el desempeño político de Estados Unidos, que resultó determinante en la resolución del conflicto. En un primer momento, Estados Unidos, conociendo la crisis que se estaba gestando, no tomó ninguna postura oficial. Posteriormente se produjo un cambio en la argumentación: el rechazo mundial a la acción iraquí fue unánime, exigiéndose la retirada inmediata de los territorios ocupados. El cambio de postura de Washington, que en un primer momento pareció no tener demasiado interés por evitar la crisis, fue decisivo para el desarrollo posterior de los acontecimientos. Estados Unidos había apoyado a Irak en la guerra contra Irán, intentando sofocar los efectos de la revolución iraní, que se había vuelto su principal enemigo en la región desde la abdicación del Sha en 1979.

De esta forma, Estados Unidos concretó su presencia militar física en la región. Esta puede explicarse por diversas causas. En principio, no tenía intención de que se rompiera el empate hegemónico y la estabilidad de la región, ya que esto atentaría contra sus intereses, principalmente, económicos. Dado que el control del petróleo implica la consolidación del liderazgo en el plano internacional, y que es un recurso no renovable, resulta sumamente importante para una economía capitalista como Estados Unidos ejercer un férreo dominio sobre el mismo. Así, Estados Unidos podía «mostrarse como único garante real de la seguridad energética del mundo más desarrollado e industrial tecnológicamente». Además, el nuevo orden mundial constituido a fines de la década de 1980 dejó a Estados Unidos como única potencia en el globo, capaz de hacer un uso más directo y eficaz de su maquinaria militar, ya que no encontraba contención de ninguna potencia luego del desmembramiento de la URSS. Esto hizo que Estados Unidos reforzara su omnipresencia militar, comenzara a intervenir en forma directa en la región subrayando su papel de superpotencia militar y se reposicionara en el nuevo orden político mundial post Guerra Fría. Las justificaciones entonces utilizadas por el gobierno norteamericano sugerían que no podía tolerarse la invasión de un país a otro, que era necesario poner fin a la tiranía de Saddam Hussein (logrado en 2003), visto como aquel enemigo capaz de «devorarse al mundo» (factor importante en la demonización del enemigo). Se argumentaba también que resultaba indispensable la defensa de los recursos (léase petróleo), y la preservación de la monarquía kuwaití.

De la misma forma que en 1990 en la Guerra del Golfo, en 2001, luego de los atentados del 11 de Septiembre, el gobierno norteamericano cambió el eje de su política exterior. Estableciendo un paralelo entre ambos hechos, podríamos señalar que ambas administraciones norteamericanas, al momento de iniciarse los conflictos, estaban más ocupadas en asuntos de política interna. Un ejemplo de esto es que antes de la intervención militar en el Golfo, Washington no había tomado parte por el tema de la represión kurda en Irak y Turquía, interviniendo sólo cuando sus intereses en la región se vieron afectados. De la misma manera, no se prestó demasiada atención a la represión del régimen talibán en Afganistán, pasando por alto el tema del respeto por los derechos humanos, hasta que Estados Unidos fue golpeado por los atentados al World Trade Center en 2001. Una vez que los intereses norteamericanos se vieron afectados, el gobierno tomó una postura efectiva frente al conflicto y decidió intervenir formando una coalición de «naciones amigas», «urgiendo a los gobernantes de la región para que elijan bando» en la lucha contra un enemigo demonizado, que resultaba funcional a la política de la Casa Blanca.

Irak resultó ser en esta ocasión el protagonista decisivo del escenario mundial como opositor directo de Washington y sus aliados, justificando la invasión militar con claras ambiciones imperiales, oculta bajo el ropaje de las armas nucleares y el mantenimiento de la paz mundial. Tal como manifestara el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, el 01 de junio de 2002 en West Point, Nueva York: “La razón de nuestra Nación siempre ha sido más larga que su justificación. Luchamos, como siempre luchamos, por una paz justa, una paz que favorezca la libertad, defenderemos la paz contra las amenazas de los terroristas y los tiranos. Preservaremos la paz construyendo buenas relaciones entre los grandes poderes y extenderemos la paz alentando a las sociedades libres y abiertas de cualquier continente”. Este cambio en la política exterior norteamericana se produjo con el fin de la Guerra Fría, ya que no se podía justificar cualquier intervención militar como una medida contra la amenaza soviética. Aparece la necesidad de buscar un pretexto ideológico para justificar su accionar. Tal cual sucedió durante la primera Guerra del Golfo y la reciente invasión a Irak, la magnificación y mistificación del poderío de Saddam Husein, como el de los talibanes y del ejército de veinte mil hombres de Bin Laden, sirvieron para obtener legitimidad y consenso para lanzar la ofensiva militar.

Sin embargo, en ambos conflictos se presenció la incapacidad de estos demonios de enfrentarse a la primera potencia del mundo, lo que demuestra la importancia de la supremacía militar en las relaciones internacionales actuales. Como sostiene Borón, “(…) irresistible ascensión de los Estados Unidos a la condición de única superpotencia global. Preocupado por asegurar la estabilidad a largo plazo de la fase imperialista abierta tras el derrumbe de la URSS, Brzezinski identifica los tres grandes principios orientadores de la estrategia geopolítica norteamericana: primero, impedir la colusión entre- y preservar la dependencia de- los vasallos más poderosos en cuestiones de seguridad (Europa occidental y Japón); segundo, mantener la sumisión y obediencia de las naciones tributarias, como las de América latina y el tercer mundo en general; y tercero, prevenir la unificación, el desborde y un eventual ataque de los bárbaros, denominación esta que abarca desde China hasta Rusia, pasando por las naciones islámicas de Asia Central y Medio Oriente”.

El 11 de septiembre de 2001 marcó otro punto de inflexión en la política exterior norteamericana. A partir de ese momento, la mirada del gobierno de George W. Bush dejó de estar puesta en la política interna, para concentrarse en la política exterior. El objetivo del gobierno de Bush es entonces, «terminar con las tiranías y democratizar el mundo y dar paso a la libertad de los pueblos oprimidos». Este resultó ser el argumento y la justificación norteamericana para la intervención en Afganistán y la invasión a Irak, dado que la expansión del imperio necesita estar sustentada en sólidas convicciones que generen un mínimo de consenso entre las naciones alineadas con su política exterior. En el actual escenario internacional, Estados Unidos ocupa un papel fundamental como Estado rector del orden internacional, haciendo gala de una fastuosa maquinaria militar y amparada por las instituciones internacionales que, en última instancia, se transforman en representantes supranacionales de facto de los intereses del imperio, respaldado por la complicidad de las otras grandes potencias, como el G7.

Hay que recordar que los Estados Unidos ya no son más la principal potencia económica del mundo. Hay tres bloques que están más o menos a la par. Uno está formado por todos los países de América del Norte, otro es Europa y otro es el Nordeste Asiático, que, claro, es el más dinámico y el que pronto podría convertirse en el centro económico del mundo. Estados Unidos hoy sólo domina en una dimensión, la del poderío militar. Al mismo tiempo, en la reorganización mundial del sistema capitalista, aquellos estados subordinados políticamente por su fragilidad intrínseca son radicalmente debilitados y sus economías periféricas, cada vez más sometidas y obligadas a aplicar programas perjudicialmente devastadores como los recomendados por el Consenso de Washington. El resultado natural es que se socavan las soberanías nacionales, algo que se presenta como un proceso natural y no como parte de la lógica imperialista, con el convencimiento de que la expansión del modelo de la democracia liberal es lo mejor, no sólo para Estados Unidos, sino también para el resto del mundo. De esta forma, se hace un llamado a realizar una «revolución democrática global», al tiempo que se compromete a promover la democracia y la libertad en Medio Oriente en las próximas décadas. En el próximo capítulo explicaremos qué modelo de democracia propone Estados Unidos cuando manifiesta su voluntad de democratizar Medio Oriente. Como expresa Patrick Seale, «claro que los árabes quieren libertad, pero la principal libertad que buscan es ser libres de los Estados Unidos».

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