Por Pascual Albanese.-

Si existiera un Premio Nobel a la mayor inteligencia política del planeta en el último medio siglo de la historia mundial, nadie tendría mejores títulos para obtenerlo que Henry Kissinger, quien con sus flamantes cien años cumplidos sigue siendo un faro luminoso para la comprensión de los acontecimientos internacionales. Su reciente reportaje en el semanario “The Economist” exige a los especialistas atender las opiniones de alguien que sintetiza una sólida formación intelectual con una experiencia inigualable, forjada primero por como asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, luego como Secretario de Estado y en las últimas décadas como un consultor internacional de máximo nivel.

Desde su torre de observación situada en sus oficinas en el piso 33 de un edificio de Manhattan, Kissinger está muy preocupado por la escalada de la rivalidad entre Estados Unidos y China. Señala que “ambas partes se han convencido de que la otra representa un peligro estratégico”. Advierte que, a partir de esa percepción compartida, “vamos a camino a una confrontación entre grandes potencias”. Puntualiza que “estamos en la clásica situación anterior a la primera guerra mundial, en la que ninguna de las partes tiene mucho margen de concesión política y cualquier alteración del equilibrio puede tener consecuencias catastróficas”.

La peligrosidad de este nuevo escenario es potenciada por el prodigioso avance de la inteligencia artificial. Kissinger sostiene que “vivimos en un mundo de una destructividad sin precedentes”. Agrega que “si nos fijamos en la historia militar, podemos decir que nunca ha sido posible destruir a todos tus adversarios, debido a las limitaciones geográficas y de precisión. Ahora no hay limitaciones. Todo adversario es vulnerable en un 100%”.

Para Kissinger, un teórico y en su momento lúcido artífice del equilibrio global como principio rector de las relaciones internacionales, la clave de la época es el entendimiento entre las dos superpotencias. Según esa interpretación, el Jefe de Estado estadounidense tendría que reunirse con su homólogo chino para decirle: “Sr. Presidente: los dos mayores peligros para la paz en estos momentos somos nosotros dos, en el sentido de que tenemos la capacidad de destruir a la Humanidad”.

Kissinger es seguramente el occidental que mejor conoce a China por dentro. Considera que el coloso asiático es más confuciano que marxista. Advierte también que es muy peligroso malinterpretar sus ambiciones. Estima que los dirigentes chinos pretenden alcanzar en cada momento la máxima fuerza de la que su país sea capaz y ser respetados por sus logros. Se pregunta: “¿Si lograran una superioridad realmente utilizable, la llevarían hasta el punto de imponer la cultura china? No lo sé. Mi instinto es no, pero creo que está en nuestra capacidad evitar que se produzca esa situación mediante una combinación de diplomacia y fuerza”.

También tiene una opinión francamente crítica sobre la actual estrategia de la administración demócrata en relación a Rusia. En noviembre de 2016, cuando Donald Trump ganó las elecciones estadounidense, aconsejó al mandatario electo sobre la necesidad de establecer con Moscú un vínculo semejante al que él mismo ayudó a forjar con China con su viaje secreto a Beijing en 1971, que posibilitó la visita de Richard Nixon en 1972, su entrevista con Mao Zedong y el giro estratégico que permitió cambiar el curso de la guerra fría. Joe Biden hizo lo contrario y la consecuencia fue empujar a Rusia a los brazos de China.

LA POLÍTICA COMO ARQUITECTURA

En la visión de Kissinger, el orden internacional es un juego de pesos y contrapesos que genera estabilidad. Cuando ese sistema se rompe emerge la guerra. Estudioso obsesivo de la dimensión arquitectónica de la política mundial, su primer ensayo académico en la Universidad de Harvard fue sobre “El significado de la historia” y su tesis de graduación versó sobre “Un mundo restaurado: Metternich, Castlereagh y los problemas de la paz, 1812-1822”.

Kissinger está convencido de que el pasado no se repite pero enseña. Por ello suscribiría gustoso una frase de Perón: “en política es necesario aprender de la experiencia ajena porque la propia tarda mucho y llega casi siempre tarde”. En el Congreso de Viena de 1815, el príncipe de Metternich, canciller del Imperio Austrohúngaro, y su colega británico Lord Castlereagh diseñaron el sistema de equilibrio continental que, después de las guerras napoleónicas, sobrevivió durante un siglo, hasta el estallido de la primera guerra mundial. El pilar de ese equilibrio fue la comprensión de que Francia, la potencia derrotada en esa guerra, no podía quedar al margen de ese sistema de decisiones sino que tenía que ser integrada a la construcción de la paz.

Lo opuesto al Congreso de Viena fue el Tratado de Versalles de 1919, que humilló a Alemania y, pese a la oposición solitaria de la Argentina de Hipólito Yrigoyen, marginó a los vencidos en la primera guerra mundial de la naciente de la Sociedad de las Naciones y generó las condiciones para el ascenso de Hitler y el estallido de la segunda guerra. En contraposición, en la segunda postguerra, con esa lección aprendida, Alemania fue integrada al nuevo sistema global y, en virtud de la acción mancomunada de Charles De Gaulle y Konrad Adenauer, participó en la fundación del Mercado Común Europeo, punto de partida para la creación de la Unión Europea.

Con ese criterio, Kissinger cuestiona también la estrategia de Occidente ante Rusia a partir de la disolución de la Unión Soviética, cuando la paulatina expansión de la OTAN fue forjando un cerco en las fronteras de la superpotencia derrotada en la guerra fría hasta que la posibilidad de la incorporación de Ucrania a la alianza atlántica desató la invasión cuyas consecuencias están a la vista. Advierte que la guerra de Ucrania tiene que ser resuelta a partir de una negociación entre las partes en la que ninguna de ambas puede quedar satisfecha, sino igualmente insatisfechas. En ese sentido admite que a cambio de su retirada, Rusia tendrá que, como mínimo, retener el control de Crimea.

Kissinger une un realismo a toda prueba con la tenacidad estratégica. Coincide con Francisco en que “el tiempo es superior al espacio” y que, por consiguiente, la misión central del liderazgo es “desatar procesos”. En 1975, cuando impulsó los acuerdos de Helsinski, que convalidaron la inviolabilidad de las fronteras europeas y el principio de no intervención en los asuntos internos de otros estados, logró introducir una anodina cláusula de compromiso de los signatarios de respeto a los derechos humanos. Sus críticos entendieron que el tratado era una capitulación occidental ante la Unión Soviética. Sin embargo, el cumplimiento de ese compromiso fue la principal bandera de lucha de los grupos disidentes en la URSS y en todos los países de Europa Oriental y ayudó a desencadenar el proceso que culminó en 1989 con la caída del muro de Berlín

Este reconocimiento del axioma aristotélico de que “la única verdad es la realidad” y del célebre apotegma de Pericles de “todo en su medida y armoniosamente” supone que las exigencias de la lucha por la afirmación de los valores occidentales tienen que insertarse en la realidad de cada momento histórico. Esta premisa lleva a concluir que hoy es imposible construir un mundo a imagen y semejanza de Occidente. La razón es que, a diferencia de lo que plantearon muchos ensayistas tras el colapso del comunismo, la globalización no implicó la victoria cultural de Occidente sino, casi a la inversa, el reingreso de Oriente a la corriente central de la historia.

A los cien años, y más allá de su implacable realismo, Kissinger alberga esperanzas: “la dificultad también es un reto, no debería ser siempre un obstáculo”. Consigna que “se trata de un reto sin precedentes y de una gran oportunidad”. Para que nadie dude de su lucidez, añade: “no estaré aquí para verlo”.

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