Por Jorge Raventos.-

En una era en la que los fenómenos sociales parecen transparentes, en la que lo privado se convierte en espectáculo y los instrumentos informáticos permiten conocer hábitos y deseos de las personas, las empresas especializadas en demoscopia se empeñan en dar pronósticos fallidos. ¿Errores técnicos o miopía ideológica?

Un mes atrás, en vísperas del plebiscito colombiano, se señalaba en esta columna: “La gran prensa y las encuestas aseguran que Trump no puede ganar. También aseveraban meses atrás que jamás llegaría a imponerse como candidato del Partido Republicano. Los gurúes muchas veces se equivocan”. Volvieron a patinar, efectivamente, tanto en Colombia como en la elección presidencial de Estados Unidos.

La victoria de Donald Trump no era en absoluto imprevisible. Quizás hubiera alcanzado con aguzar el oído para que registrara con objetividad las voces que no reverencian el pensamiento políticamente correcto (esa papilla que consigue homogeneizar el pensamiento de electorados urbanos de Occidente y sus satélites exóticos) o leer los datos que reflejan las abolladuras del sueño americano o tomar en cuenta el creciente descontento con el establishment político, resumido en el tono despectivo con el que se habla de Washington, la capital del poder.

Trump consiguió la candidatura republicana expresando esas reacciones no atendidas. Lo hizo enfrentando al aparato de su partido. Al revés, Hillary Clinton, apoyándose en el aparato del suyo, el Demócrata, pudo sofocar la oposición interna que representó Bernie Sanders, un candidato que, desde la izquierda, también canalizaba oposición al establishment. Así, el enfrentamiento decisivo se dio entre una candidata que, más allá de la sedicente retórica progresista que seducía a sus clientelas, encarnaba a Washington y al poder político, y un hombre de negocios de modales zafios y jopo decididamente rústico que parecía ilustrar al ricachón estadounidense estereotipado por el mundo bienpensante que, pese a ello (o por ello) se transformó en el instrumento de los que están o se sienten empujados fuera del sistema, un outsider, una herramienta de cambio.

El mundo intelectual decidió, primero, ningunear a Trump. Y después, demonizarlo. Resulta irónico que quienes diez días antes se indignaban porque el candidato republicano había dejado “en suspenso” una aceptación anticipada de los resultados electorales, se lanzaron a la calle al día siguiente del comicio para rechazar al candidato electo al grito de “No es mi Presidente”. Una manifestación negacionista: rechazo al resultado electoral sin siquiera alegar excusas de fraude.

Algo de ese rechazo al cambio (una reacción evidentemente conservadora) integró la retórica de buena parte de la prensa más influyente (no solo la estadounidense) y, obvio, nubló la vista e insensibilizó a los investigadores de opinión pública que pronosticaron tan insistente como pifiadamente la derrota del “magnate” (término demodée de tono progre que emplean los medios conservadores para referirse a Trump).

Así como esos vaticinadores anunciaron resultados que se invirtieron, probablemente haya que al menos poner en el congelador las calamidades globales que algunos anticipan como fruto de la victoria del candidato republicano. Estados Unidos es un sistema de pesos y contrapesos, poderes y contrapoderes que, aún en tiempos de cambios profundos, busca el equilibrio.

Sabiendo que los encuestadores pueden meter la pata (y últimamente tienden a hacerlo asiduamente) es menester preguntarse por qué motivo la canciller Malcorra, el embajador en Washington Martín Lousteau y hasta el presidente Mauricio Macri decidieron desafiar la tradición diplomática argentina que aconseja no meterse en problemas internos de otras naciones y pronunciarse a favor de la señora de Clinton antes de la elección. ¿Estuvo ese paso de política exterior guiado por un interés doméstico (la certeza de que la opinión pública local simpatizaba con la señora de Clinton)? El paso fue un resbalón, agravado por el hecho de que Clinton perdió. Sería además una pena que la motivación fuera doméstica. El kirchnerismo colonizó la política exterior argentina en el altar de las cuestiones internas. Se trataría, así, de un revival que choca contra la idea del cambio que auspicia la formación oficialista.

Al fin de cuentas, Macri y el Pro (una fuerza que creció como cuestionamiento a la política tradicional alrededor de un empresario outsider) tienen señas de identidad en sus orígenes que le permitirían entender mejor el fenómeno Trump. El presidente electo de Estados Unidos.

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