Por Hernán Andrés Kruse.-

El presidente de la Nación comenzó su discurso de inauguración del centésimo trigésimo octavo período de sesiones ordinarias del Congreso de la siguiente manera: “En la Argentina de hoy la palabra se ha devaluado peligrosamente. Parte de nuestra política se ha valido de la ella para ocultar la verdad o tergiversarla. Muchos creyeron que el discurso es una herramienta idónea para instalar en el imaginario público una realidad que no existe. Nunca midieron el daño que con la mentira le causaban al sistema democrático. Yo me resisto a seguir transitando esa lógica. Necesito que la palabra recupere el valor que alguna vez tuvo entre nosotros. Al fin y al cabo, en una democracia el valor de la palabra adquiere una relevancia singular. Los ciudadanos votan atendiendo las conductas y los dichos de sus dirigentes. Toda simulación en los actos o en los dichos, representa una estafa al conjunto social que honestamente me repugna. He repetido una y otra vez que a mi juicio, en democracia, la mentira es la mayor perversión en la que puede caer la política. Gobernar no es mentir ni es ocultarle la verdad al pueblo. Gobernar es admitir la realidad y transmitirla tal cual es para poder transformarla en favor de una sociedad que se desarrolle en condiciones de mayor igualdad”.

El presidente toca un tema central de la filosofía política: la relación entre la verdad y la política. ¿Son incompatibles como el agua y el aceite? ¿O, por el contrario, ambas se complementan? La historia en general y la argentina en particular han demostrado que la verdad y la política siempre se localizaron en compartimentos estancos. La mentira y no la verdad ha estado todo el tiempo ligada al ejercicio del poder. Ahora bien ¿por qué ello ha sido siempre así? ¿La política implica necesariamente el engaño, el ocultamiento? Si nos atenemos a la política nuestra de cada día la respuestas es, lamentablemente, afirmativa. Han sido incontables los casos en los que el presidente de turno nos ha mentido obscenamente en la cara. Basta con recordar “síganme que no los voy a defraudar”, “el que depositó dólares recibirá dólares” y “la inflación es un problema fácil de resolver”.

A continuación transcribo algunos párrafos de un notable ensayo dado a conocer por Hannah Arendt en 1967 titulado “Verdad y política”. Su lectura es insoslayable para aquel que trata de comprender esta aparente imposible conciliación de la política con la verdad.

Hannah Arendt

Verdad y política (1967)

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1) El tema de estas reflexiones es un lugar común. Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué clase de poder tiene la verdad, si es impotente en el campo público, que más que ninguna otra esfera de la vida humana garantiza la realidad de la existencia a un ser humano que nace y muere, es decir, a seres que se saben surgidos del no-ser y que al cabo de un breve lapso desaparecerán en él otra vez? Por último, ¿la verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no presta atención a la verdad? Estas preguntas son incómodas pero nacen, por fuerza, de nuestras actuales convicciones en este tema. Lo que otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede resumir con el antiguo adagio latino Fiat iustitia, et pereat mundus, «Que se haga justicia y desaparezca el mundo». Aparte de su probable creador (Fernando I, sucesor de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo?

2) El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Immanuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial… significa, en palabras llanas: «la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia»». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas… sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas». ¿Pero no es absurda esa respuesta? ¿Acaso la preocupación por la existencia no está antes que cualquier otra cosa, antes que cualquier virtud o cualquier principio? ¿No es evidente que si el mundo -único espacio en el que pueden manifestarse- está en peligro, se convierten en simples quimeras? ¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada a reconocer, según las palabras de Spinoza, que no había «ninguna ley más alta que la seguridad de [su] propio ámbito»? Sin duda, cualquier principio trascendente a la mera existencia se puede poner en lugar de la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio -Fiat veritas, et pereat mundus-, el antiguo adagio suena más razonable. Si entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin, incluso podemos llegar a la conclusión sólo en apariencia paradójica de que la mentira puede servir a fin de establecer o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo Hobbes, cuya lógica incansable nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos hasta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio. Y las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden merecer la consideración de herramientas relativamente inocuas en el arsenal de la acción política. Si se reconsidera el antiguo dicho latino, resulta un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la supervivencia del mundo se considere más fútil que el sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos negarnos incluso a plantear la pregunta de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible hacer lo mismo con respecto a la idea de verdad, al parecer mucho menos política.

3) Aunque las verdades políticamente más importantes son las verdades de hecho, el conflicto entre verdad y política se planteó y articuló por primera vez con respecto a la verdad política. Lo opuesto de un juicio racionalmente verdadero es el error y la ignorancia, como pasa en las ciencias, o la ilusión y la opinión, como ocurre en la filosofía. La falsedad deliberada, la mentira llana, desempeña su papel sólo en el campo de los juicios objetivos, y se diría significativo, o más bien extraño, que en el largo debate sobre el antagonismo entre verdad y política, desde Platón hasta Hobbes, nadie al parecer jamás creyera que la mentira organizada, tal como la conocemos hoy en día, podría ser un arma adecuada contra la verdad. En Platón, el que dice la verdad pone su vida en peligro, y en Hobbes, que ya lo ha convertido en autor, recibe la amenaza de quemar sus libros; la pura mendacidad no es una salida. El sofista y el ignorante, más que el mentiroso, ocupan el pensamiento de Platón, y cuando establece la distinción entre error y mentira -es decir, entre «yeãdos involuntario y voluntario»-, resulta sintomático que sea mucho más duro con las personas que «se revuelcan en la ignorancia bestial» que con los mentirosos. ¿Sería porque la mentira organizada, que domina el campo público, a diferencia de la mentira privada que prueba suerte en su propio dominio, aún no se conocía? También podemos preguntarnos si tiene alguna relación con el hecho asombroso de que, exceptuado el zoroastrismo, ninguna de las grandes religiones incluyera la mentira como tal, distinta de «dar falso testimonio», en su catálogo de pecados graves. Sólo con el surgimiento de la moral puritana, que coincidió con el nacimiento de la ciencia organizada, cuyo progreso debía asegurarse en el terreno firme de la veracidad y credibilidad absolutas de cada científico, las mentiras pasaron a considerarse faltas graves. Sea como sea, en términos históricos, el conflicto entre verdad y política surgió de dos modos de vida diametralmente opuestos: la vida del filósofo, como la entendieron primero Parménides y después Platón, y la vida de los ciudadanos. A las siempre cambiantes opiniones ciudadanas acerca de los asuntos humanos, que a su vez estaban en un estado de flujo constante, el filósofo opuso la verdad acerca de las cosas que, por su propia naturaleza, eran permanentes, y de las que por tanto se podían derivar los principios adecuados para estabilizar los asuntos humanos.

4) En consecuencia, la antítesis de la verdad era la simple opinión, que se igualaba con la ilusión, y esta mengua de la opinión fue lo que dio al conflicto su intensidad política, porque la opinión y no la verdad está entre los prerrequisitos indispensables de todo poder. «Todos los gobiernos descansan en la opinión», decía James Madison, y ni siquiera el gobernante más autocrático o tirano podría llegar jamás al poder, y menos aún conservarlo, sin el apoyo de quienes tuvieran una mentalidad semejante. Por la misma causa, cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos. Este antagonismo entre verdad y opinión se ve mejor elaborado en Platón (sobre todo en Gorgias) como el antagonismo entre la comunicación bajo la forma de «diálogo», que es el discurso adecuado para la verdad filosófica, y bajo la forma de «retórica», por la que el demagogo -como diríamos hoy- persuade a la multitud. En las primeras etapas de la Edad Moderna todavía se pueden encontrar huellas de este conflicto original, pero muy pocas en el mundo en que vivimos. Por ejemplo, en Hobbes todavía hallamos una contraposición de dos «facultades opuestas»: un «razonar sólido» y una «poderosa elocuencia»; el primero está basado «sobre principios de verdad, la otra sobre opiniones… y sobre las pasiones e intereses de hombres que son diferentes y mutables». Más de cien años después, en el Siglo de las Luces, esas huellas no habían desaparecido totalmente y, donde el antiguo antagonismo sobrevive aún, el énfasis se ha desplazado. En términos de filosofía premoderna, la magnífica frase de Lessing «Deja que cada hombre diga lo que cree que es verdad y deja que la verdad misma quede encomendada a Dios» habría significado llanamente: el hombre no es capaz de la verdad, todas sus verdades, ay, son doxai, meras opiniones; por el contrario, para Lessing significaba: demos gracias a Dios por no conocer la verdad. Incluso cuando está ausente la nota de júbilo -el criterio de que para los hombres, al vivir en compañía, la riqueza inagotable del discurso humano es infinitamente más significativa y de mayor alcance que cualquier Verdad única-, la certeza de la fragilidad de la razón humana prevaleció desde el siglo XVIII sin dar lugar a quejas ni lamentaciones.

5) Lo podemos comprobar en la grandiosa Crítica de la razón pura de Kant, donde la razón se ve llevada a reconocer sus propias limitaciones, como también lo oímos en las palabras de Madison, que más de una vez subrayó que «la razón del hombre, como el hombre mismo, es tímida y cautelosa cuando obra por sí sola, y adquiere firmeza y confianza en proporción al número con que está asociada». Las consideraciones de este tipo, mucho más que nociones acerca del derecho individual a la expresión propia, jugaron un papel decisivo en la lucha, al fin más o menos victoriosa, para obtener libertad de pensamiento para la palabra hablada e impresa. Spinoza, que aún creía en la infalibilidad de la razón humana y que a menudo recibe equivocadamente el título de campeón de la libertad de palabra y de pensamiento, sostenía que «cada hombre es, por irrevocable derecho natural, dueño de sus propios pensamientos», que «el entendimiento de cada hombre es suyo y las mentes son distintas como los paladares», de lo que concluía que «es mejor garantizar lo que no se puede anular» y que las leyes que prohíben el libre pensamiento sólo pueden desembocar en la existencia de «hombres que piensen una cosa y digan otra» y, por consiguiente, en «la corrupción de la buena fe» y en «el fomento de… la perfidia». Sin embargo, Spinoza nunca exige libertad de palabra, y el argumento de que la razón humana necesita comunicarse con los demás y, por tanto, ser pública en bien de su propia integridad brilla por su ausencia. Incluso clasifica la necesidad de comunicación del hombre, su incapacidad para ocultar sus pensamientos y callar, entre los «errores comunes» que el filósofo no comparte. Por el contrario, Kant afirmaba que «el poder externo que priva al hombre de la libertad para comunicar sus pensamientos en público lo priva a la vez de su libertad para pensar» (la cursiva es mía), y que la única garantía para «la corrección» de nuestro pensamiento está en que «pensamos, por así decirlo, en comunidad con otros a los que comunicamos nuestros pensamientos así como ellos nos comunican los suyos». La razón humana, por ser falible, sólo puede funcionar si el hombre puede hacer «uso público» de ella, y esto también es verdad en el caso de quienes, aun en un estado de «tutelaje», son incapaces de usar sus mentes «sin la guía de alguien más», y para el «estudioso», que necesita de «todo el público lector» para examinar y controlar sus resultados (…).

6) Ya se sabe que siempre existieron los secretos de Estado; todos los gobiernos deben clasificar cierta información, no transmitirla al público, y el que revelaba secretos siempre fue tratado como un traidor. Este tema no tiene que ver con mi exposición. Los hechos que tengo en mente son de público conocimiento, y no obstante la misma gente que los conoce puede situar en un terreno tabú su discusión pública y, con éxito y a menudo con espontaneidad, convertirlos en lo que no son, en secretos. Que después se pruebe que su aseveración se considera tan peligrosa como, por ejemplo, se consideró la prédica del ateísmo o alguna otra herejía, parece ser un fenómeno curioso, y su significado se ahonda cuando lo encontramos también en países que soportan el dominio tiránico de un gobierno ideológico. (Incluso en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin era más peligroso hablar de campos de concentración y de exterminio, cuya existencia no era un secreto, que sostener y aplicar puntos de vista «heréticos» sobre antisemitismo, racismo y comunismo.) Se diría que es aún más inquietante el de que, en la medida en que las verdades factuales incómodas se toleran en los países libres, a menudo, en forma consciente o inconsciente se las transforma en opiniones, como si el apoyo que tuvo Hitler, la caída de Francia ante el ejército alemán en 1940 o la política del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial no fueran hechos históricos sino una cuestión de opiniones. En vista de que esas verdades de hecho se refieren a asuntos de importancia política inmediata, lo que aquí está en juego es algo más que la quizá inevitable tensión entre dos formas de vida dentro del marco de una realidad común y comúnmente reconocida. Lo que aquí se juega es la propia realidad común y objetiva y éste es un problema político de primer orden, sin duda. En vista de que la verdad de hecho, aunque mucho menos abierta a la discusión que la verdad filosófica, y con entera evidencia al alcance de todos, a menudo parece estar sujeta a un destino similar cuando se expone en la calle – es decir, a que se la combata no con mentiras ni falsedades deliberadas, sino con opiniones-, podría ser útil mientras tanto reabrir el antiguo y al parecer obsoleto tema de verdad frente a opinión (…).

7) La veracidad jamás se incluyó entre las virtudes políticas, porque poco contribuye a ese cambio del mundo y de las circunstancias que está entre las actividades políticas más legítimas. Sólo cuando una comunidad se embarca en la mentira organizada por principio y no únicamente con respecto a los particulares, la veracidad como tal, sin el sostén de las fuerzas distorsionantes del poder y el interés, puede convertirse en un factor político de primer orden. Cuando todos mienten acerca de todo lo importante, el hombre veraz, lo sepa o no lo sepa, ha empezado a actuar; también él se compromete en los asuntos políticos porque, en el caso poco probable de que sobreviva, habrá dado un paso hacia la tarea de cambiar el mundo. Sin embargo, en esta situación pronto se encontrará en incómoda desventaja. Hablé antes del carácter contingente de los hechos, que siempre podrían haber sido distintos, y que por tanto no tienen por sí mismos ningún rasgo evidente o verosímil para la mente humana. Como el falsario tiene libertad para modelar sus «hechos» de tal modo que concuerden con el provecho y el placer, o aun las simples expectativas, de su audiencia, lo más posible es que resulte más persuasivo que el hombre veraz. Es muy cierto que por lo común tendrá la verosimilitud de su lado; su exposición será más lógica, por decirlo así, porque el elemento inesperado -uno de los rasgos sobresalientes de todos los hechos- ha desaparecido misericordiosamente. No sólo la verdad de razón, según la frase de Hegel, reivindica para sí el sentido común; la realidad, con mucha frecuencia, infringe la entereza raciocinante del sentido común tanto como infringe el provecho y el placer. Ahora debemos volver nuestra atención al fenómeno relativamente reciente de la manipulación masiva de hechos y opiniones, como se hizo evidente en la tarea de volver a escribir la historia, en la elaboración de la imagen y en la política gubernamental concreta. La tradicional mentira política, tan prominente en la historia de la diplomacia y en el arte de gobernar, en general se refería a verdaderos secretos -datos que jamás se hacían públicos- o bien a intenciones, que de todos modos no tienen el mismo grado de fiabilidad que los hechos consumados; como todo lo que ocurre dentro de cada persona, las intenciones son simples potencialidades, y lo que se pensó como una mentira siempre puede terminar siendo verdad.

8) Por el contrario, las mentiras políticas modernas se ocupan con eficacia de cosas que de ninguna manera son secretas sino conocidas de casi todos. Esto es obvio en el caso de volver a escribir la historia contemporánea ante los ojos de quienes son testigos de ella, pero también es verdad cuando se pretende crear una imagen, caso en que, una vez más, todo hecho conocido y probado se puede negar o desdeñar si daña la imagen, porque a diferencia de un retrato antiguo, se supone que la imagen no mejora la realidad sino que la sustituye de manera total. Gracias a las técnicas modernas y a los medios masivos, ese sustituto es mucho más público que su original. Finalmente nos enfrentamos con hombres de Estado respetables que, como De Gaulle y Adenauer, fueron capaces de construir sus políticas básicas en tan obvios «no-hechos» como el de que Francia fuera uno de los vencedores de la última guerra y, por tanto, una de las grandes potencias, y «que la barbarie del nacionalsocialismo había afectado sólo a un porcentaje relativamente pequeño del país». Todas estas mentiras, lo supieran o no sus autores, contienen un elemento de violencia; la mentira organizada siempre tiende a destruir lo que se haya decidido anular, aunque sólo los gobiernos totalitarios de manera consciente hayan adoptado la mentira como paso previo al asesinato. Cuando Trotski supo que nunca había desempeñado un papel en la Revolución Rusa, tuvo que haber comprendido que se había firmado su sentencia de muerte. Es obvio que resulta más fácil eliminar a una figura pública del registro histórico si es posible eliminarla del mundo de los vivos. En otras palabras, la diferencia entre la mentira tradicional y la mentira moderna en la mayoría de los casos se iguala con la diferencia entre el ocultamiento y la destrucción. Además, la mentira tradicional sólo se refería a ciudadanos particulares y nunca tenía la intención de engañar literalmente a todos, pues se dirigía al enemigo y sólo a él pretendía engañar. Estas dos limitaciones restringían el daño infligido a la verdad hasta un punto que, visto en perspectiva, nos puede parecer casi inofensivo. Como los hechos siempre ocurren dentro de un contexto, una mentira limitada -es decir, una falsedad que no intenta cambiar el contexto en su totalidad- desgarra, por así decirlo, la tela de lo factual.

9) Aun en el mundo libre, donde el gobierno no ha monopolizado el poder de decidir y decretar cuáles son los elementos factuales que son y los que no son, las organizaciones con gigantescos intereses han generalizado una especie de marco mental de raison d’étát, que antes se restringía al manejo de los asuntos exteriores y, en sus peores excesos, a las situaciones de obvio e inminente peligro. Y la propaganda nacional de los gobiernos ya tiene aprendidas más que unas pocas triquiñuelas de los métodos de las prácticas empresariales. Las imágenes elaboradas para el consumo interno, distintas de las mentiras que se destinan al adversario extranjero, pueden convertirse en realidad para todos y, en primer lugar, para sus propios fabricantes, que mientras aún se encuentran en la tarea de preparar sus «productos», se ven abrumados por la mera idea del posible número de víctimas. Sin duda, los que originaron la imagen falsa que «inspira» a los disuasores ocultos todavía saben que quieren engañar a un enemigo en el campo social o en el nacional, pero el resultado es que todo un grupo de personas, e incluso de naciones enteras, puede orientarse en una red de engaños con la que los líderes quieran someter a sus opositores. Lo que pasa después es casi automático. El grupo engañado y los engañadores mismos suelen esforzarse, sobre todo, por mantener intacta la imagen de la propaganda, y esta imagen se ve menos amenazada por el enemigo y por reales intereses hostiles que por los que, dentro del propio grupo, han conseguido escapar de su encanto e insisten en hablar de hechos o acontecimientos no acordes con esa imagen. La historia contemporánea está llena de ejemplos en los que quienes dicen la verdad factual se consideraban más peligrosos e incluso más hostiles que los opositores mismos. Estos argumentos contra el autoengaño no se deben confundir con las protestas de los «idealistas», sea cual sea su mérito, contra la mentira como algo en principio malo y contra el antiguo arte de engañar al enemigo.

10) Políticamente, lo primordial es que el arte moderno del autoengaño es capaz de transformar un tema exterior en un asunto interno, así como un conflicto internacional o intergrupal revierte sobre el escenario de la política interna. Los autoengaños practicados por ambas partes en la época de la guerra fría son demasiados como para enumerarlos, pero es obvio que constituyen un ejemplo apropiado. Los críticos conservadores de la democracia de masas con frecuencia dibujaron los peligros que esta forma de gobierno acarrea a los asuntos internacionales, sin mencionar, no obstante, los peligros peculiares de las monarquías o de las oligarquías. La fuerza de sus argumentos está en el hecho innegable de que, en condiciones plenamente democráticas, el engaño sin autoengaño es imposible por completo. En nuestro actual sistema de comunicación mundial, que abarca un amplio número de naciones independientes, ninguna de las potencias existentes es lo bastante grande como para disponer de una «imagen» segura. Por consiguiente, las imágenes tienen una expectativa de vida más o menos breve; pueden estallar no sólo cuando la suerte ya está echada y la realidad reaparece en público sino antes, porque los fragmentos de los hechos perturban sin cesar y arrancan de sus engranajes la guerra de propaganda entre imágenes enfrentadas. Sin embargo, ese camino no es el único, ni siquiera el más significativo por el que la realidad se venga de los que se atreven a desafiarla. La expectativa de vida de las imágenes apenas si puede aumentarse de manera categórica aun bajo un gobierno mundial o alguna otra versión moderna de la Pax Romana. La mejor ilustración de ello está en los sistemas relativamente cerrados de los gobiernos totalitarios y las dictaduras de partido único, que por supuesto son con gran diferencia las entidades más eficaces para proteger las ideologías y las imágenes del impacto de la realidad y de la verdad. (Esa corrección de las crónicas nunca es segura.

11) En resumen, traté la política como si yo también creyera que todos los asuntos públicos están gobernados por el interés y el poder, que no existiría un campo político si no estuviéramos obligados a atender las necesidades de la vida. La causa de esta deformación es que la verdad de hecho choca con la política sólo en ese nivel inferior de los asuntos humanos, tal como la verdad filosófica de Platón chocaba con la política en el mucho más alto nivel de la opinión y el acuerdo. Desde esta perspectiva, seguimos inconscientes del verdadero contenido de la vida política, de la alegría y la gratificación que nacen de estar en compañía de nuestros iguales, de actuar en conjunto y aparecer en público, de insertarnos en el mundo de palabra y obra, para adquirir y sustentar nuestra identidad personal y para empezar algo nuevo por completo. Sin embargo, lo que aquí quiero demostrar es que, a pesar de su grandeza, toda esta esfera es limitada, que no abarca la totalidad de la existencia del hombre y del mundo. Está limitada por las cosas que los hombres no pueden cambiar según su voluntad. Sólo si respeta sus propias fronteras, ese campo donde tenemos libertad para actuar y para cambiar podrá permanecer intacto, a la vez que conservará su integridad y mantendrá sus promesas. En términos conceptuales, podemos llamar verdad a lo que no logramos cambiar; en términos metafóricos, es el espacio en el que estamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas.

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