Por Hernán Andrés Kruse.-

Antes de que se confirmara la continuidad de Daniel Scioli en la relevante y estratégica embajada argentina en Brasil, el presidente Alberto Fernández, en una entrevista concedida a María O’Donnell, afirmó que, desde un punto de vista objetivo, era imposible que un funcionario de su gobierno acepte trabajar para el gobierno de Javier Milei. Y ello por una simple y contundente razón: porque no se trata de dos gobiernos diferentes sino de dos Argentinas distintas. Con una simple frase Alberto Fernández expuso con meridiana claridad el drama irresuelto del país: la forzada convivencia en un mismo territorio de dos Argentinas que no se soportan, que se desprecian, que se aborrecen.

Al leer semejante afirmación presidencial me vino a la memoria la distinción que hace José Luis Romero en su libro “Las ideas políticas en Argentina” entre la democracia doctrinaria o liberal y la democracia inorgánica o caudillista. En su libro “Dogma Socialista de la Asociación de Mayo. Palabras Simbólicas”, Esteban Echeverría expone las ideas medulares de la democracia liberal. Escribió el ilustre miembro de la Generación de 1837: “La voluntad de un pueblo o de una mayoría no puede establecer un derecho atentatorio del derecho individual porque no hay sobre la tierra autoridad alguna absoluta, porque ninguna es órgano infalible de la justicia suprema, y porque más arriba de las leyes humanas está la ley de la conciencia y de la razón. Ninguna autoridad legítima impera sino en nombre del derecho, de la justicia y de la verdad. A la voluntad nacional, verdadera conciencia pública, toca interpretar y decidir soberanamente sobre lo justo, lo verdadero y lo obligatorio: he aquí el dominio de la ley positiva. Pero más allá de esa ley, y en otra esfera más alta, existen los derechos del hombre, que siendo la base y la condición esencial del orden social se sobreponen a ella y la dominan. Ninguna mayoría, ningún partido o asamblea, tiene derecho para establecer una ley que ataque las leyes naturales y los principios conservadores de la sociedad, y que ponga a merced del capricho de un hombre la seguridad, la libertad y la vida de todos. El pueblo que comete este atentado es insensato, o al menos estúpido, porque usa de un derecho que no le pertenece, porque vende lo que no es suyo, la libertad de los demás; porque se vende a sí mismo no pudiendo hacerlo, y se constituye esclavo, siendo libre por la ley de Dios y de su naturaleza. La voluntad de un pueblo jamás podrá sancionar como justo lo que es esencialmente injusto.

Alegar razones de Estado para cohonestar la violación de estos derechos es introducir el maquiavelismo y sujetar de hecho a los hombres al desastroso imperio de la fuerza y la arbitrariedad. La salud del pueblo no estriba en otra cosa sino en el religioso e inviolable respeto de los derechos de todos y cada uno de los miembros que lo componen. Para ejercer derechos sobre sus miembros, la sociedad debe a todos justicia, protección igual y leyes que aseguren su persona, sus bienes y su libertad. Ella se obliga a ponerlos a cubierto de toda injusticia o violencia: a tener a raya, para que no se dañen, sus pasiones recíprocas; a proporcionarles medios de trabajar sin estorbo alguno, a poner a cada uno bajo la salvaguardia de todos para que pueda gozar pacíficamente de lo que posee o ha adquirido con su trabajo, su industria o sus talentos. La potestad social que no hace esto; que en vez de fraternizar divide; que siembra la desconfianza y el encono; que atiza el espíritu de partido y las venganzas; que fomenta la perfidia, el espionaje y la delación, y tiende a convertir a la sociedad en un enjambre de delatores, de verdugos y de víctimas, es una potestad inicua, inmoral y abominable. La institución del gobierno no es útil, moral y necesaria, sino en cuanto propende a asegurar a cada ciudadano sus imprescriptibles derechos y principalmente su libertad.

La perfección de la asociación está en razón de la libertad de todos y de cada uno. Para conseguirla es preciso predicar fraternidad, desprendimiento, sacrificio mutuo entre los miembros de una misma familia. Es necesario trabajar para que todas las fuerzas individuales, lejos de asilarse y reconcentrarse en su egoísmo, concurran simultánea y colectivamente a un fin único: al progreso y engrandecimiento de la nación. El predominio de la individualidad nos ha perdido. Las pasiones egoístas han sembrado la anarquía en el suelo de la libertad y esterilizado sus frutos; de aquí resulta el relajamiento de los vínculos sociales; que el egoísmo está entrañando en todos los corazones y muestra en todas partes su aspecto deforme y ominoso; que los corazones no palpitan al son de las mismas palabras ya la vista de los mismos símbolos; que las inteligencias no están unidas por una creencia común en la patria, en la igualdad, en la fraternidad y la libertad. ¿Cómo reanimar esta sociedad en disolución? ¿Cómo hacer predominar el elemento sociable del corazón humano y salvar la patria y la civilización? El remedio sólo existe en el espíritu de asociación. Asociación, progreso, libertad, igualdad, fraternidad, términos correlativos de la gran síntesis social y humanitaria; símbolos divinos del venturoso porvenir de los pueblos y de la humanidad. La libertad no puede realizarse sino por medio de la igualdad; y la igualdad, sin el auxilio de la asociación o del concurso de todas las fuerzas individuales encaminadas a un objeto único, indefinido, el progreso continuo (…) El camino para llegar a la libertad es la igualdad; la igualdad y la libertad son los principios engendradores de la democracia. La democracia es por consiguiente el régimen que nos conviene y el único realizable entre nosotros”.

En la vereda de enfrente está la democracia caudillista. En su libro citado José Luis Romero la caracteriza de la siguiente manera: “Los caudillos fueron los conductores de las masas populares de las provincias. Ajenos, en general, a todas las sutilezas que suponía el ejercicio del poder dentro de la concepción de los grupos ilustrados, poseían algunos caracteres que evidenciaban su inequívoca aptitud para polarizar las simpatías y excitar la admiración. Por eso fueron jefes populares, que si llegaban al poder por la violencia y no poseían título jurídico para ejercerlo, tenían en cambio una tácita adhesión de ciertos núcleos que los respaldaban y los sostenían. El secreto de esa adhesión residía en la afinidad entre el caudillo y las masas populares. El caudillo pertenecía casi siempre a esa misma capa social; participaba del mismo tipo de vida, y rechazaba con la misma aversión las formas evolucionadas de convivencia que se le quisieron imponer; y en el seno de esa masa se individualizaba, generalmente, por cierta excelencia en el ejercicio de las misma s virtudes que ella admiraba: era el más valiente, el más audaz, el más diestro. Esas cualidades no valían por sí, sino agregadas a ciertas dotes naturales de mando. El caudillo no recibía su consagración como jefe por ningún acto expreso de carácter jurídico, o mejor dicho, poseía la autoridad de tal, al margen de los actos jurídicos que pudiera apelar para legitimar su autoridad de hecho: las elecciones o plebiscitos. Lo fundamental era la obediencia que habías conquistado por sí, la que le prestaban por el reconocimiento de su innata calidad de jefe.

Esa autoridad se basaba no sólo en las virtudes personales de hombre de combate y hombre de campo; se apoyaba asimismo en cuenta premeditada actitud mediante la cual las masas rurales llegaban a considerar a su caudillo como dotado de poderes insólitos. “Quiroga-cuenta el general Paz-era tenido por un hombre inspirado; tenía espíritus familiares que penetraban en todas partes y obedecían a sus mandatos; tenía un célebre caballo moro, que, a semejanza de la sierva de Sertorio, le revelaba las cosas más ocultas y le daba los más saludables consejos; tenía escuadrones de hombres que cuando se les ordenaba se convertían en fieras, y otros mil absurdos de este género”. En mayor o menor medida, casi todos los caudillos cuidaban su prestigio y se valían, acaso, de su penetración psicológica para demostrar su superioridad. De este modo, llenos de recursos y posibilidades, los caudillos afirmaban su dominio sobre las masas populares, y sólo secundariamente necesitaban la corroboración legal de sus títulos. “Hubieran ido en derechura a hacerse matar para probarle su convencimiento y su adhesión”, dice el mismo Paz refiriéndose a la fidelidad que tenían los gauchos salteños hacia Güemes. Lo que originaba esta fidelidad era la convicción, fundada o no, de que el caudillo defendía los intereses de la colectividad regional. Habían levantado la bandera de la autonomía contra el predominio de Buenos aires, y la bandera de las tradiciones vernáculas contra las ideas renovadoras de los grupos ilustrados. Pero, aun así, podría sospecharse que no  hubieran logrado la autoridad discrecional que alcanzaron si no se hubiesen conducido con extremada habilidad en la orientación de los sentimientos populares. En efecto, los caudillos se apoyaron en la masa y consiguieron su adhesión exacerbando el sentimiento de clase”.

Emerge en toda su magnitud el contraste entre la democracia liberal y la democracia caudillista. La primera se sustenta en el principio de la supremacía de una constitución garante de las notas medulares de la democracia liberal: la división de poderes, el respeto de los derechos y garantías individuales, la soberanía del pueblo, el pluralismo ideológico, la tolerancia religiosa y política, etc. La segunda se apoya en el carisma del caudillo y su relación directa con las masas. La volunta del caudillo es omnímoda. Su voluntad es la voluntad de la nación. En consecuencia, quien no la acata no hace más que traicionar a la nación. Como bien señala Romero los sostenedores de ambas concepciones de la democracia dirimieron sus diferencias en el campo de batalla, transformando el territorio argentino en un gigantesco campo de batalla. Fue el comienzo de una feroz lucha por el poder que lejos está de haber terminado. El último episodio tuvo lugar el 19 de noviembre. El contundente resultado electoral significó una clara victoria de la democracia liberal. Sin embargo, la lucha continúa. Hay que tener siempre presente que se trata de un antagonismo de larga data entre dos Argentinas irreconciliables, de una lucha sin cuartel entre dos modelos antitéticos de democracia cuyo resultado final es absolutamente incierto.

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