Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 17 de enero el doctor Rodolfo Carlos Barra publicó un artículo en Infobae titulado “Crisis, constitución y liderazgo”. Afirma el abogado del Estado que “las constituciones, por más perfectas que sean, no siempre pueden sobrellevar y superar las situaciones de caos económico con sus volcánicas derivaciones sociales y políticas. Se trata, simplemente, de un dato de la experiencia. Por ello, las constituciones más modernas contienen mecanismos de salvaguarda para su propia supervivencia”.

A continuación, rememora la dura situación económica, política y social que azotaba a los argentinos en los años 1988 y 1989, aunque, reconoce, no tan dramática como la actual. En el trascendente caso “Peralta” la Corte Suprema afirmó que “la Constitución debe ser interpretada de manera de no hacer impotente e inoperante y sí preservar y hacer efectiva la voluntad soberana de la Nación”. En aquel momento el Poder Ejecutivo se valió de un decreto de necesidad y urgencia para resolver el problema. Sin embargo, su constitucionalidad fue puesta en duda de inmediato. Al respecto, la Corte Suprema señaló (Fallos 313: 1513): “Parece evidente que (…) la eficacia de la medida adoptada (…) depende en forma fundamental de la celeridad con que se adopte y ponga en vigencia y, en este aspecto, la prudencia y el recto juicio del poder administrador no deben ser subestimados en el juzgamiento de esos motivos o razones, que se relacionan con hechos que, como los económicos, afectan gravemente la existencia misma del Estado y se vinculan con el bien común”. Y agregó: “La confrontación de intereses que dilatan-y normalmente con razón dentro del sistema-la toma de decisiones, las presiones sectoriales que gravitan sobre ellas, lo que es también normal, en tanto en su seno están representados los estados provinciales y el pueblo-que no es una entidad homogénea, sino que los individuos y grupos que en él están integrados están animados por intereses muchas veces divergentes-coadyuvan a que el Presidente, cuyas funciones le impone el concreto aseguramiento de la paz y el orden social, seriamente amenazados en el caso, deba adoptar la decisión de elegir las medidas que indispensablemente aquella realidad reclama con urgencia impostergable”. Más adelante el doctor Barra se sincera: “Claro que el contenido del DNU 70/2023 podría haber sido incorporado a una ley del Congreso. Pero ¿para estar vigente cuándo?” Y agrega: “Así está previsto, a partir de 1994, en el Art. 99.3 de la Constitución: “(…) cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes (…) el Presidente podrá sustituir al Congreso y dictar una norma jurídica equivalente a una ley, de vigencia inmediata hasta que el Congreso la anule, derogue o modifique”.

Luego de leer el artículo del doctor Barra me vino a la memoria un tema fundamental de la ciencia política de todos los tiempos: la distinción entre el gobierno de las leyes y el gobierno de los hombres. En el gobierno de las leyes está vigente el estado de derecho, es decir, el imperio de la constitución. En el gobierno de los hombres está vigente el imperio de la voluntad del gobernante. En el gobierno de las leyes el gobernante se subordina a la constitución. En el gobierno de los hombres la constitución se subordina a la voluntad del gobernante. Javier Milei es un claro ejemplo de gobierno de los hombres ya que pretende imponer un DNU y una Ley Ómnibus que colisionan con los principios pétreos de la Constitución de Alberdi.

Mucho se ha escrito sobre esta cuestión tan relevante para la preservación de las libertades y derechos individuales. Pero hay un texto que, en mi opinión, es sublime. Me refiero al ensayo titulado “¿Gobierno de los hombres o gobierno de las leyes?” del insigne filósofo político italiano Norberto Bobbio. Dicho ensayo es el contenido del capítulo 7 de su libro “El futuro de la democracia” (Ed. Plaza Janés Editores, 1985). Invito al lector a que se sumerja en estas páginas. No saldrá defraudado.

“A lo largo de toda la historia del pensamiento político se encuentra insistentemente la pregunta: «¿Qué gobierno es el mejor, el de las leyes o el de los hombres? Las respuestas alternas a esta pregunta constituyen uno de los capítulos más significativos y fascinantes de la filosofía política. Para empezar, bueno será darse cuenta de que esta pregunta no debe ser confundida con aquella otra, no menos tradicional, relativa a cuál es la mejor forma de gobierno. Desde la famosa disputa de los tres príncipes persas, narrada por Heródoto y referente a si es mejor el gobierno de uno, de pocos o de muchos, la discusión sobre la mejor forma de gobierno siempre se ha enderezado hacia la contraposición, respectivamente, de las virtudes y defectos de la monarquía, de la aristocracia y de la democracia y, eventualmente, a la superación del contraste a través del bosquejo de una forma de gobierno que tenga en cuenta las tres, o sea, el llamado gobierno mixto. Esta disputa asume como criterio de juicio y de elección el número de gobernantes. Pero cada una de las tres formas tiene su reverso de la medalla en una forma mala: la monarquía, en la tiranía; la aristocracia, en la oligarquía, y la democracia, en la oclocracia, o gobierno de la plebe. Ello implica que para formular un juicio sobre la mejor forma de gobierno se ha de tener en cuenta no sólo cuáles y cuántos son los gobernantes, sino también su modo de gobernar. La alternativa: ¿gobierno de las leyes o gobierno de los hombres?, se refiere a este segundo problema. No a la forma de gobierno, sino al modo de gobernar. En otras palabras: abre un tema distinto de discusión y procede bajo la divisa de otra distinción: la que existe entre buen gobierno y mal gobierno. En efecto, puede ser formulada de nuevo de esta otra forma: «Un buen gobierno, ¿es aquel en el que los gobernantes son buenos porque gobiernan respetando las leyes, o bien aquel en el que son buenas las leyes porque los gobernantes son sabios?»

En favor de la primacía del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres encontramos, en la Edad clásica, dos textos autorizados: uno, de Platón, y otro de Aristóteles. El primero: “he llamado aquí servidores de las leyes a aquellos que generalmente se llaman gobernantes, no porque sea amante de nuevas denominaciones, sino porque considero que de esta cualidad depende sobre todo la salvación o la ruina de la ciudad. En efecto, allá donde la ley está sometida a los gobernantes y carece de autoridad, veo pronto la ruina de la ciudad; y donde, por el contrario, la ley es señora de los gobernantes y los gobernantes son sus esclavos, veo la salvación de la ciudad y la acumulación sobre ella de todos los bienes que los dioses suelen prodigar a las ciudades” (Leyes) El segundo: “¿es más útil ser gobernados por el mejor de los hombres o por las mejores leyes? Aquellos que sostienen el poder real afirman que las leyes pueden dar sólo prescripciones generales, pero no prevén los casos que se presentan sucesivamente, por lo que, en cualquier arte, sería ingenuo guiarse según normas escritas… Sin embargo, también a los gobernantes les es necesaria la ley que da prescripciones universales, porque es mejor el elemento al que no es posible quedar sometido por las pasiones, que aquel para el que las pasiones son connaturales. Ahora bien, la ley no tiene pasiones, que, por el contrario, se encuentran necesariamente en toda alma humana”. (Política)

En la crítica que en este pasaje dirige Aristóteles a los partidarios del poder real, vemos cuál es el argumento principal en favor de la tesis contraria a la de la superioridad del gobierno de los hombres sobre el gobierno de las leyes. La crítica se dirige manifiestamente contra la tesis sostenida por Platón en “El Político”. Este diálogo platónico se propone establecer la naturaleza de la «ciencia regia», o bien el de aquella forma de saber científico que permite gobernar bien a quien la posee. Tras haber afirmado que forma parte de la ciencia regia la ciencia legislativa, el Forastero tiene esta salida: “—Pero lo mejor de todo, parece, no es que cuenten las leyes, sino que cuente más bien el hombre que tiene entendimiento, el hombre regio. Y el interlocutor responde a Sócrates, quien pregunta por qué razón: —Porque la ley no podrá prescribir jamás lo que es lo mejor y lo más justo con precisión para todos, incluyendo lo más conveniente. Inmediatamente después sostiene con mayor fuerza que la ley, la cual pretende valer para todos los casos y para todos los tiempos, «es semejante a un hombre soberbio e ignorante que no deja hacer nada a nadie tranquilamente sin una prescripción suya». Como de costumbre, sigue el ejemplo clarificador: “Del mismo modo que el timonel, que permanece siempre de guardia para utilidad de la nave y de los navegantes, sin necesidad de leer escritos, sino teniendo sólo el arte por norma, salva a los compañeros de nave, así, de este preciso modo, aquellos que tienen una tal aptitud para gobernar, ¿no podrían crear una recta forma de gobierno, merced a la fuerza del arte, que es superior a la de las leyes?”.

Como se ve, quien sostiene la tesis de la superioridad del gobierno de los hombres, derriba por completo la tesis del adversario; lo que constituye para este último el elemento positivo de la ley, su «generalidad», se convierte para el primero en el elemento negativo, por cuanto que, precisamente por su generalidad, la ley no puede comprender todos los casos posibles y, en consecuencia, requiere la intervención del sabio gobernante, a fin de que se dé a cada uno lo suyo. Sin embargo, el otro puede a su vez defenderse aduciendo el segundo carácter de la ley: el hecho de «no tener pasiones». Con esta expresión, Aristóteles quiere hacer comprender que allá donde el gobernante respeta la ley, no puede hacer valer las propias preferencias personales. En otras palabras: el respeto de la ley impide al gobernante ejercer su propio poder parcialmente, en defensa de intereses privados, de la misma forma que las reglas del arte médico, bien aplicadas, impiden a los médicos tratar de manera distinta a sus enfermos, según sean amigos o enemigos. Mientras que la primacía de la ley protege al ciudadano de la arbitrariedad del mal gobernante, la primacía del hombre lo protege de la aplicación indiscriminada de la norma general, por supuesto, siempre que el gobernante sea justo. La primera solución sustrae al individuo a la singularidad de la decisión; la segunda, a la generalidad de la prescripción. Sin embargo, de la misma forma que la segunda presupone al buen gobernante, la primera presupone la buena ley. Las dos soluciones son colocadas la una frente a la otra como si se tratase de una elección en sentido absoluto: aut aut.

En realidad, ambas presuponen una condición que acaba por hacerlas, al cambiar la condición, intercambiables. La primacía de la ley se basa en el pre- supuesto de que los gobernantes son en su mayoría malos, en el sentido de que tienden a usar del poder para sus propios fines. A la inversa, la primacía del hombre se funda en el presupuesto del buen gobernante, cuyo ideal es, para los antiguos, el gran legislador. En efecto, si el gobernante es sabio, ¿qué necesidad hay de constreñirlo en la red de las leyes generales, que le impiden sopesar los méritos y deméritos de cada uno? Por supuesto; pero si el gobernante es malo, ¿no es mejor someterlo al imperio de normas generales, que impiden a quien ocupa el poder erigir su arbitrariedad como criterio de juicio de lo justo y de lo injusto? Planteada la alternativa en estos términos, y aclarado en términos su significado real, es preciso reconocer que, así como la respuesta ampliamente predominante en el curso de los siglos ha estado en favor de la superioridad del gobierno de las leyes, generalmente ha sido negativo el juicio sobre aquellos a los que la suerte o la virtud, o una combinación de ambas (por emplear las conocidas categorías de Maquiavelo), han puesto en condiciones de regir los destinos de un Estado. Los criterios con los que el buen gobierno se ha distinguido del mal gobierno son, sobre todo, dos: el gobierno para el bien común, distinguido del gobierno para el bien propio; el gobierno según leyes establecidas —ya se trate de leyes naturales o divinas—, o bien las normas de la costumbre o las leyes positivas promulgadas por los predecesores y que se han convertido en consuetudinarias del país, distinguido del gobierno arbitrario, cuyas decisiones son tomadas cada vez fuera de toda regla preconstituida. De ello derivan dos figuras distintas, pero no desemejantes, de gobernante odioso: el tirano que usa el poder para satisfacer sus propios deseos ilícitos, de los que habla Platón en el libro IX de la República; el señor que se da leyes a sí mismo, o bien el autócrata en el sentido etimológico de la palabra.

El tema de la superioridad del gobierno de las leyes recorre, sin solución de continuidad, toda la historia del pensamiento occidental (pero, no con menor fortuna, también la del pensamiento político de la antigua China). Una de las formas más antiguas para expresar la idea del buen gobierno es el término griego eunomía, usado por Solón, el gran legislador de Atenas, en oposición a disnomía. Separada del contexto, de difícil e incierta interpretación, la expresión más célebre, entre los antiguos —y, por tanto, tomada infinidad de veces por los modernos—, del señorío de la ley, se halla en el fragmento de Píndaro, transmitido con el título de Nómos Basileús, el cual se inicia diciendo que la ley es reina de todas las cosas, tanto de las mortales como de las inmortales. Entre los pasajes canónicos que la Edad clásica transmitió a las Edades sucesivas, es digno de recordar el texto de Cicerón según el cual, “omnes legum serví sumus uti liberi esse possumus”. Todo el pensamiento político del Medievo está dominado por la idea de que el buen gobernante es aquel que gobierna observando las leyes de las que no puede disponer libremente porque lo trascienden, como son las promulgadas por Dios, o inscritas en el orden natural de las cosas, o establecidas como fundamento de la Constitución del Estado (precisamente las leyes «fundamentales»). En el “De legibus et consuetudinibus Angliae”, Henri Bracton enuncia una máxima destinada a convertirse en el principio del Estado de derecho: “Ipse autem rex non debet esse sub homine sed sub deo et sub lege quia lex facit regem. No se podía enunciar con mayor fuerza la idea de la primacía de la ley: no es el rey el que hace la ley, sino la ley la que hace al rey. En la concepción dinámica del ordenamiento jurídico de los modernos («dinámica» en el sentido de la teoría normativa de Kelsen), se puede traducir la máxima de Bracton en la afirmación de que el soberano hace la ley sólo si ejerce el poder en base a una norma del ordenamiento y, en consecuencia, es soberano legítimo; y ejerce el poder de hacer las leyes (o bien las normas válidas y vinculantes para toda la colectividad) dentro de los límites formales y materiales establecidos por las normas constitucionales y, por tanto, no es tirano (en el sentido de la tiranía ex parte exercitii)”.

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