Por Hernán Andrés Kruse.-

“Junto a la idea de la primacía del gobierno de la ley corre paralelamente, aunque con menor fortuna, la idea de la primacía del gobierno de los hombres. Pero a diferencia de la primera —cuya historia se ha narrado a menudo—, la segunda no ha sido nunca objeto —que yo sepa— de un atento estudio y de un análisis pormenorizado. Sin embargo, presenta una fenomenología tan amplia y rica como para ofrecer un abundante material para una tipología (de la que propongo, en las páginas siguientes, un primer esbozo). Me apresuro a decir que no conviene confundir la doctrina de la primacía del gobierno de los hombres con el elogio de la monarquía como forma de gobierno, tan frecuente en los clásicos del pensamiento político, como Bodin, Hobbes, Montesquieu y Hegel. El gobierno monárquico, en cuanto se contrapone al tiránico, su forma corrompida, es siempre un gobierno sub lege. La máxima de Ulpiano, princeps legibus solutus est, enunciada para el principado romano, es interpretada por los juristas medievales en el sentido de que el soberano queda dispensado de las leyes positivas que él mismo produce y de las costumbres que valen hasta tanto son toleradas, pero no de las leyes divinas y naturales, que obligan también al monarca —el cual, antes que rey, es un hombre como todos los demás—, si bien sólo en conciencia, en virtud de una vis directiva, como explica, por ejemplo, santo Tomás, y no coactiva. La contrafigura del rey es el tirano, cuyo poder es extra legem, tanto en el sentido de que no tiene título válido para gobernar, como en el sentido de que gobierna ilegalmente. También en el ámbito de los escritores que consideran la monarquía como la mejor forma de gobierno, el gobierno típico del hombre que es el gobierno tiránico, constituye siempre una forma negativa. La excelencia de la monarquía no radica en que se trata del gobierno del hombre contrapuesto al gobierno de las leyes, sino más bien en su opuesto, o sea, en la necesidad en que se encuentra el monarca de respetar las leyes universalmente humanas más que una asamblea de notables o, peor, popular.

Hasta tanto se identifique el gobierno de los hombres con el gobierno tiránico, no hay razón alguna para echar por tierra la antigua doctrina de la primacía del gobierno de las leyes. Más aún, la existencia de gobiernos tiránicos es una prueba a contrario de la excelencia del gobierno de las leyes. Desde la célebre descripción platónica del advenimiento del tirano a causa de la disolución de la polis provocada por la democracia «licenciosa» (el epíteto es de Maquiavelo), la tiranía como forma de gobierno corrompida ha estado ligada mucho más a la democracia que a la monarquía. Pero sólo a comienzos del siglo pasado, tras la Revolución francesa y el dominio napoleónico, en los escritores políticos conservadores encontró un lugar notable, junto a las tradicionales formas de gobierno, y con una connotación generalmente negativa, el llamado «cesarismo», que se convierte con Napoleón III, especialmente por efecto de Marx, en «bonapartismo». Pues bien, todos los escritores que hicieron del cesarismo una forma autónoma de gobierno, lo definieron como «tiranía (o despotismo) popular»: es evidente la reminiscencia platónica, transmitida a través de los siglos con el desprecio hacia los demagogos. En otras palabras: el cesarismo (o bonapartismo) es esa forma de gobierno de un hombre que nace como efecto del desconcierto hacia el que marcha ineluctablemente el gobierno popular: el jacobismo engendra a Napoleón el Grande; la revolución de 1848 genera a Napoleón el pequeño, del mismo modo que el tirano clásico nació en las ciudades griegas tan pronto como se impuso el demos, o bien el señor en las tumultuosas comunas italianas.

Para Tocqueville, una nueva especie de opresión amenaza a los pueblos democráticos, por lo cual resulta difícil valerse de las palabras antiguas, «porque la cosa es nueva». Pero no tan nueva como para no poderse describir como una forma de despotismo: “Imaginemos bajo qué aspectos nuevos podría producirse en el mundo el despotismo: veo una innumerable multitud de hombres semejantes e iguales que no hacen más que girar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que saciar su espíritu… Por encima de éstos se yergue un poder inmenso y tutelar, que se encarga por sí solo de asegurarse el goce de los bienes y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, sistemático, previsor y bondadoso”. Hacia finales del siglo pasado, en dos de los tres grandes tratados de política, el de Treitschke y el de Roscher, se dedica un amplio espacio al análisis histórico y doctrinal del cesarismo. El primero, antifrancés hasta el tuétano, considera que Napoleón satisfizo la necesidad de los franceses de ser esclavos, y llama «despotismo democrático» al régimen salido de la Revolución. El segundo, retomando el topos clásico de la anarquía que provoca el deseo de orden, porque siempre es mejor un león que diez lobos o cien chacales, explica que del gobierno del pueblo nace el tirano, el cual gobierna con el favor de aquellos mismos a los que trata como esclavos. Como se ve, el nexo entre gobierno popular y gobierno tiránico es un tema caro a todos los escritores antidemocráticos, cuyo jefe de estirpe es Platón. En la crítica a la democracia griega, ya Hamilton escribió, en la primera carta del Federalist: «La mayoría de aquellos que han subvertido la libertad de las Repúblicas, iniciaron su carrera tributando al pueblo un obsequio cortesano: empezaron como demagogos y acabaron como tiranos.»

El gobierno de los hombres, como alternativa positiva al gobierno de las leyes, se presenta, en su forma más rudimentaria, a través de la figura del soberano-padre o del soberano-amo, o bien en la concepción paternalista o patriarcalista, dentro del límite, aún despótico, del poder, en aquellas doctrinas en que el Estado es considerado como una familia en grande, o paterna, o patriarcal, o señorial, según los autores, y el poder del soberano es asimilado al del padre, o del patriarca, o del amo o señor. La familia, grande o pequeña, señorial o sólo paterna, siempre ha sido eleveda a modelo, por lo menos hasta Locke, del grupo monocrático, en el cual el sumo poder está concentrado en manos de uno solo, y los súbditos son, en el sentido jurídico de la palabra, «incapaces», temporalmente, hasta la mayoría de edad, los hijos, o permanentemente, los esclavos. Lo mismo que el padre (o el patriarca o el señor), el rey, concebido como el cabeza de una familia en grande, ejerce el poder no en base a normas preestablecidas, sino según su prudencia y sabiduría y mediante disposiciones dadas de vez en cuando, según las necesidades, de las cuales, sólo él es el intérprete autorizado. Los vínculos que unen al padre o al amo con los miembros del grupo familiar no son jurídicos, sino éticos o, en el extremo opuesto, se basan en la mera fuerza. Como sociedad de desiguales —la esposa (o las esposas, en la familia poligámica) respecto al marido, los hijos respecto al padre, los esclavos respecto al amo—, la sociedad familiar, y con ella el Estado, cuando sea concebido como una familia, no subyacen a la fuerza igualadora de la ley, sino que se rigen más por la justicia, caso por caso, que por la justicia legal. La equidad, en cuanto justicia del caso concreto, puede ser redefinida como la justicia del hombre, en contraste con la justicia de la ley.

Si bien en una posición lateral, no preeminente, el ideal del gobierno paterno llega, con Filmer, confutado por Locke, hasta los umbrales mismos de la Edad Moderna. Cuando Leibniz enumera los deberes del soberano, para distinguir el gobierno del mal gobierno, vuelve a tomar en realidad los deberes del buen padre de familia. Son deberes que se refieren casi exclusivamente a la buena educación y al bienestar de los súbditos, como el adiestramiento para la moderación, la prudencia, la salud física, el ejercicio de todas las virtudes del alma y del cuerpo. Entre éstos, el deber de actuar de forma que los súbditos «amen y honren a sus gobernantes» (lo cual recuerda el mandamiento «Honrar al padre y a la madre»). No sin razón, la crítica definitiva de la concepción paternalista del poder proviene de un pensador como Kant, al que debemos una de las más completas y coherentes teorías del Estado de derecho: para Kant, «un gobierno fundado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como el gobierno de un padre hacia sus hijos, o sea, un gobierno paternalista (imperium paternale) […], es el peor despotismo que imaginarse pueda». Ya desde los antiguos, empezando por Aristóteles, el cual, también en este caso, determina una tradición secular, el gobierno del soberano-amo, el despotismo, a diferencia de la tiranía, es un gobierno legítimo, porque allí donde los pueblos son por naturaleza esclavos (y tales son los bárbaros orientales), la única forma de gobierno posible es la del amo de esclavos. En la historia del pensamiento político europeo, pocas ideas han sido tan tenazmente sostenidas y monótonamente repetidas como ésta, que llega, en efecto, a través de Montesquieu, hasta Hegel, para el cual, en el mundo oriental, «uno solo es libre», mientras que en la sociedad europea de su tiempo, que se inicia con las monarquías germánicas, «todos son libres».

La figura clásica de la superioridad, y, en cierto sentido, de la necesidad, del gobierno del hombre sabio respecto al de las buenas leyes, viene representada por el gran legislador. Es necesaria esta figura porque se inserta en el punto débil de la tesis favorable al gobierno de las leyes, la cual, en efecto, debe responder también a la pregunta: «¿De dónde derivan las leyes?» La pregunta es tan imperiosa, que “Las leyes”, de Platón, empiezan con estas palabras. El Ateniense se dirige a Climas y le pregunta: “Entre vosotros, huésped, ¿un dios o un hombre es considerado como el autor de las leyes? Y Clinias responde: —Un dios, huésped, un dios”. Si se respondiese que las leyes tienen un origen en otras leyes, nos precipitaríamos en un regreso al infinito. Por tanto, es preciso detenerse en cierto punto. Entonces, o las leyes tienen origen divino, o bien sus orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Pero también se ha de tener en cuenta la circunstancia de que, de cuando en cuando, los dioses inspiran a hombres extraordinarios, que, estableciendo nuevas leyes, dan un orden duradero y justo a las ciudades: Minos en Creta, Licurgo en Esparta y Solón en Atenas. De este modo, el principio del buen gobierno queda completamente subvertido respecto al gobierno de las leyes: no es la buena ley la que hace al buen gobernante, sino el sabio legislador que desempeña el buen gobierno introduciendo buenas leyes. Los hombres son antes que las leyes: el gobierno de las leyes, para ser un buen gobierno (y no puede ser un buen gobierno si no son buenas las leyes a las que debe conformar su propia acción), presupone al hombre justo que es capaz de interpretar las necesidades de su ciudad.

Para probar cuál ha sido la fuerza de sugestión que el ideal del buen legislador ha ejercido a través de los siglos, basta el atributo de conditor legis pretendido por los soberanos como uno de los máximos títulos de gloria. Ideal típicamente iluminista, de una Edad en la que uno de los cometidos de los príncipes reformadores parece ser el de renovar los fastos del emperador Justiniano, dando impulso a la obra de la reforma de las leyes a través de la redacción de nuevos códigos, el gran legislador es exaltado por Rousseau, admirador del gobierno de Esparta, en uno de los capítulos más sorprendentes y controvertidos de “El contrato social”: «Se necesitarían dioses para dar leyes a los hombres», exclama, repitiendo la lección de los antiguos. Con una clara referencia al hombre regio de Platón, se pregunta: «Si es cierto que un gran príncipe es una persona rara, ¿cuánto más no lo será un gran legislador?» La respuesta no puede dejar dudas: «El primero debe limitarse a seguir un modelo, pero el otro debe proponerlo.» Desde todos los puntos de vista, el legislador es «un hombre extraordinario», cuya misión histórica es nada menos que la de «transformar a todo individuo, que en sí mismo es un todo perfecto y aislado, en una parte del todo».

El mito del gran legislador inspira a los gobiernos revolucionarios. Florece la «ciencia de la legislación», de la cual representa un modelo insuperable, rápidamente difundido en toda la Europa civilizada, la monumental obra de Gaetano Filangieri. Su último representante —antes de que deje huella la crítica de los «legistas» hecha por Saint-Simon— es Jeremy Bentham, infatigable y desafortunado autor de proyectos legislativos que deberían instaurar el reino de la felicidad en la Tierra. Análoga a la figura del gran legislador es la del fundador de Estados. En esta cualidad destaca en la tradición antigua —fuente inagotable de personajes paradigmáticos― Teseo, del que Plutarco (que lo asimila a Rómulo, fundador de Roma) escribió que «de un pueblo disperso hizo una ciudad». Y es análoga porque pertenece también al tema misterioso y sugestivo de los orígenes. Todo Estado, tomado en un determinado momento de su historia y en la sucesión de estos momentos, tiene una Constitución propia, o sea, un ordenamiento hecho de leyes heredadas o impuestas. Pero quien retrocediera en el tiempo, de Constitución en Constitución, ¿no llegaría fatalmente al momento en el que el orden nace del caos; el pueblo, de la multitud; la ciudad, de individuos aislados y en lucha entre sí? Si en su desarrollo histórico la ciudad puede ser conocida a través de sus leyes, su Constitución —hoy diríamos su ordenamiento jurídico—, remontándonos a sus orígenes no encontramos leyes, sino hombres, mejor dicho, según la interpretación más acreditada y aceptada, el hombre, el héroe”.

(*) Norberto Bobbio: ¿Gobierno de los hombres o gobierno de las leyes? (procedencia del texto: Cap. 7 de “El futuro de la democracia”, Ed. Plaza Janés Editores, 1985).

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