Por Pascual Albanese.-

No estamos sólo ante un cambio de gobierno sino frente a un cambio de época cuya radicalidad remite a una cita de la antropóloga estadounidense Margaret Mead: “cuando creía haber aprendido todas las respuestas me cambiaron todas las preguntas”. Parafraseando a Jorge Castro, corresponde subrayar que “para pensar lo nuevo es necesario pensar de nuevo” y que “es mucho más fácil aprender cosas nuevas que desaprender de cosas viejas”. Y precisamente esta última exigencia de “desaprender cosas viejas” resulta indispensable en la Argentina de hoy. No hacerlo equivale a quedar afuera de la comprensión de los acontecimientos. En su libro “Conducción Política”, Perón decía que “una verdad que nos parece hoy incontrovertible quizás dentro de algunos años resulte una cosa totalmente fuera de lugar, fuera de tiempo y fuera de circunstancias”. Y agregaba: “una doctrina hoy excelente puede resultar un anacronismo dentro de pocos años, a fuerza de no evolucionar y no adaptarse a las nuevas necesidades”. El peronismo de hoy tendrá que tomar muy en cuenta esa recomendación de Perón.

La media sanción por la Cámara de Diputados de la segunda versión de la ley “Bases”, sustancialmente menos extensa que la iniciativa enviada en febrero por el Poder Ejecutivo, y con numerosas reformas introducidas en el trámite parlamentario, y del llamado “paquete fiscal” constituyeron un punto de inflexión en la etapa iniciada el 10 de diciembre. El gobierno de Javier Milei logró un avance significativo, que fue el resultado de una trabajosa negociación con los gobernadores, los bloques legislativos “dialoguistas” y también con un pequeño grupo de diputados disidentes de Unión por la Patria. Aunque no alcanzaron para evitar el paro general del 9 de mayo, dichas negociaciones incluyeron, aunque extraoficialmente, al sindicalismo en lo relativo a la reforma laboral, que quedó reducida de sus 60 artículos originales a 16, lo que posibilitaría sortear los impedimentos derivados del fallo de segunda instancia que confirmó la declaración de inconstitucionalidad del capítulo respectivo del DNU 70.

El trámite de esta “segunda edición” arroja también una lección política significativa. Si se comparan las gruesas diferencias entre los 232 artículos del texto finalmente aprobado por la Cámara de Diputados y los 632 artículos contenidos en la voluminosa iniciativa anterior, que fue retirada por el Poder Ejecutivo ante el rechazo de varias de sus disposiciones en la votación en particular, cabría presumir que esta segunda edición hubiera podido ser aprobada en aquella oportunidad, o sea tres meses antes.

Esta aprobación parlamentaria mejora las perspectivas del tratamiento del proyecto en el Senado y reabre el espacio para la materialización del “Pacto de Mayo” propuesto el pasado 1° de marzo por el presidente Javier Milei en el discurso de inauguración del presente período legislativo. De esta forma, el gobierno estará en condiciones de irradiar ciertas señales de consenso político que los organismos financieros multilaterales y una ancha franja de la comunidad empresaria nacional e internacional consideran necesario para garantizar la viabilidad del programa económico y actuar en consecuencia.

Este inequívoco éxito gubernamental sucedió la semana posterior a la movilización en defensa de las universidades públicas del 23 de abril, cuyas gigantescas dimensiones generó un cúmulo de especulaciones periodísticas y de controversias centradas en los aspectos coyunturales del episodio que ocultaron el hecho de que, por debajo de la superficie política, emergía un nuevo fenómeno destinado a instalarse de una vez y para siempre en la agenda pública argentina.

De acuerdo con los cálculos más confiables, que resultan de una rigurosa investigación del diario “La Nación”, que estimó una concurrencia de alrededor de 430.000 personas, la movilización convocada por el Consejo Interuniversitario Nacional, constituyó la concentración popular más numerosa de la historia argentina de los últimos cuarenta años, o sea desde la restauración de la democracia.

Los únicos antecedentes numéricamente comparables se remontan a octubre de 1983 con los actos de cierre de campaña de Raúl Alfonsín e Ítalo Luder en la avenida 9 de Julio, que a su vez había sido las concentraciones más masivas ocurridas en la Argentina desde la que tuvo lugar en Ezeiza el 20 de junio de 1973 con motivo del regreso de Perón. A esto convendría agregar que esa multitud congregada en la Plaza de Mayo fue la columna vertebral pero no la única que respondió a la convocatoria, que estuvo acompañada por otras grandes movilizaciones en muchas ciudades del interior, lo que reforzó la dimensión nacional del acontecimiento.

Baste señalar que, después de Buenos Aires, la movilización más relevante fue en la ciudad de Córdoba, donde se reunieron unas 70.000 personas. Si se comparan los 14 millones de personas que componen la suma de la población de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense con los 1.800.000 de la capital cordobesa y sus alrededores puede decirse que, en términos proporcionales, 70.000 personas en Córdoba equivalen a 500.000 personas en Buenos Aires. También conviene recordar que Córdoba, en cierto sentido considerada “la capital del interior”, fue el asiento de la Reforma Universitaria de 1918 y del “cordobazo” de mayo de 1969, dos acontecimientos que marcaron sendos puntos de partida en la historia política argentina.

Pero a diferencia de esos actos de Alfonsín y Luder en 1983, que por su propia naturaleza estaban destinadas a tener consecuencias en el corto plazo, esta gigantesca movilización carece de efectos políticos inmediatos en un contexto en que el gobierno, a pesar de las efectos del ajuste fiscal, la recesión económica y la drástica caída del salario y el consumo, conserva un fuerte respaldo de opinión pública. En ese sentido, cabe trazar un cierto paralelismo entre la marcha del 23 de abril y el acto multitudinario convocado por la Mesa de Enlace el 15 de julio de 2008 en la avenida Libertador, frente al Monumento a los Españoles, en vísperas de la votación en el Senado sobre la Resolución 125, definida por el “voto no positivo” del entonces vicepresidente Julio Cobos, que hasta entonces había sido la movilización callejera más numerosa realizada en Buenos Aires desde aquellas dos realizadas frente al Obelisco.

En aquellas circunstancias, el gobierno de Cristina Kirchner, que había sido legitimado nueva meses antes, en octubre de 2007, en la primera vuelta electoral con el 51% de los votos, sobrevivió al impacto. Sin embargo, la historia demostró que en esas notables jornadas de protesta del sector agropecuario, respaldado por un amplio sector de la clase media urbana, se incubó en la Argentina un “consenso agroindustrial” que con el tiempo tomó cada vez más envergadura, devolvió protagonismo político a las provincias y representó un factor determinante del agotamiento del ciclo “kirchnerista”, producto de la creciente conciencia colectiva sobre que ningún gobierno podía vivir enfrentado con el sector tecnológicamente más avanzado e internacionalmente más competitivo de la economía argentina.

En cuanto a la significación del sector universitario, el sociólogo Daniel Schreingart revela un hecho altamente significativo: en 1975 había en la Argentina 275. 000 estudiantes de nivel terciario, una cifra que suponía el 1,72% de la población, mientras que en 2021 esa cantidad aumentó a 3,7 millones de estudiantes, equivalente a un 8,1% de la población. En esta verdadera explosión de la matrícula cabe subrayar la gravitación que adquirió desde la década del 90 la creación de las nuevas universidades públicas en el conurbano bonaerense que ampliaron la base social de la masa estudiantil.

A este factor cuantitativo corresponde agregar un elemento cualitativo. Según una reciente encuesta de la consultora Poliarquía, la universidad pública es la institución más prestigiosa de la Argentina, con un 71% de imagen positiva, seguida por las Fuerzas Armadas con un 42%, en una extensa nómina que cierran los partidos políticos con el 6% de aprobación. Coincidentemente, y como para fundamentar esa percepción colectiva, un ranking elaborado por la consultora británica Quacquiarelli Symonds (QS) colocó a la UBA en el puesto 95° entre las cincuenta mejores instituciones universitarias del mundo.

Este posicionamiento, que no contradice las críticas a la ideologización de las universidades públicas ni la necesidad de una transformación profunda de la enseñanza universitaria ni tampoco el intento de utilización facciosa de la protesta por el “kirchnerismo” y los grupos de izquierda, reconoce el hecho de que la UBA es la única universidad latinoamericana que formó a tres premios Nobel en ciencias.

La confluencia entre la masividad de la marcha de 23 de abril, la explosión de la población universitaria y el creciente prestigio académico y social de la UBA permite visualizar la aparición de un nuevo fenómeno social, todavía incipiente, que establece un vínculo sugestivo ente este episodio con la movilización agropecuaria de 2008. Como sucedió entonces, estaríamos ahora ante la irrupción de un nuevo actor social, absolutamente transversal en términos políticos, encarnado por la población juvenil pero con un respaldo mayoritario de la opinión pública, que traduce la existencia de un “consenso educativo” semejante a ese “consenso agroindustrial” nacido en 2008 que fue el primer síntoma del agotamiento del modelo “kirchnerista”.

Esta irrupción generacional reconoce hondas raíces estructurales que se manifiestan a nivel mundial. La extinción de la “sociedad industrial” y el advenimiento de la “sociedad del conocimiento”, fundado en el incesante avance de las nuevas tecnologías de la información y potenciado hoy por las redes sociales, generó una progresiva pero profunda modificación en la estructura social. Como lúcidamente anticipara en 1980 Alvin Toffler, el visionario autor de “La Tercera Ola” y uno de los profetas de esa mutación histórica, la distribución del conocimiento pasó a constituirse en un factor decisivo para la distribución del ingreso.

Para Toffler, “durante más de un siglo, socialistas y defensores del capitalismo libraron una guerra enconada en torno de la propiedad pública y privada. Gran número de hombres y mujeres perdieron literalmente la vida en ese empeño. Lo que ninguna de las partes imaginó fue un nuevo sistema de creación de riqueza que hiciese virtualmente obsoleto todos sus argumentos. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que ha sucedido. Porque la forma más importante de la propiedad resulta ahora intangible. Es súper-simbólica. Se trata del saber. El mismo conocimiento puede ser utilizado simultáneamente por muchas personas para crear riqueza y producir todavía más conocimiento. Y, al contrario que las fábricas y los cultivos, el conocimiento es, a todos sus efectos, inagotable”. Como consecuencia, Toffler planteó que “cualquier estrategia para reducir la carencia de trabajo en una economía súper-simbólica debe depender menos de la asignación de riqueza y más de la asignación de conocimiento”.

La contracara social de este nuevo fenómeno mostrado por Toffler fue magistralmente retratada por Juan Pablo II en su encíclica “Centessimus Anus”, difundida en 1991, al cumplirse cien años de la encíclica Rerum Novarum”, literalmente “Acerca de las cosas nuevas”. Decía el Papa: “si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinarias y bienes instrumentales, hoy en día el factor decisivo es da a vez más el hombre mismo, es decir su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como de intuir y satisfacer las necesidades de los demás”.

Años antes de la irrupción de Internet, que constituyó un salto cualitativo en el avance hacia la sociedad del conocimiento, Juan Pablo II ya advertía que “De hecho, hoy muchos hombres, quizás la gran mayoría, no dispone de medios que le permiten entrar de manera efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa un lugar realmente central. No tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos que les ayuden a expresar su creatividad y desarrollar sus actividades. No consiguen entrar en la red de conocimiento y de intercomunicaciones que les permitirían ver apreciadas y utilizadas sus cualidades”. Añadía que “ellos, aunque no explotados propiamente, son marginaos ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su alcance”. Esta premonitoria descripción de la nueva marginalidad social anticipó lo que Francisco definió con el nombre de “descartables”.

En ese tránsito histórico entre el músculo y el cerebro en la actividad económica, que entre otras consecuencias catapultó la participación cada vez más preponderante de la mujer en el mundo del trabajo, la educación tiende a convertirse en la principal herramienta de la justicia social. Esta constatación actualiza el valor estratégico que tuvo en su época la epopeya educativa inspirada por Sarmiento y materializada durante la presidencia de Julio Argentino Roca con la sanción de la ley 1420 de educación laica, gratuita y obligatoria. Ayuda también a explicar la razón de que en la Argentina las universidades públicas sean el símbolo de esa función.

“Mi hijo el Dotor”, aquella obra de Florencio Sánchez que reflejaba el deseo profundo de las primeras generaciones de inmigrantes en la Argentina de fines el siglo XIX y comienzos del siglo XX, sintetiza hoy una aspiración colectiva, corporizada en los más jóvenes pero asumida por el conjunto de la sociedad, un horizonte que recrea aquel ideal de la movilidad social universalizado en 1945 por el peronismo y desdibujado en los últimos veinte años y establece un nuevo marco de referencia para el porvenir: la expectativa esperanzada de que los hijos puedan vivir mejor que sus padres.

La lógica irrefutable de este acontecimiento disruptivo tiene una base de sustentación material: las nuevas generaciones, en particular las camadas juveniles denominadas “nativo- digitales”, están mejor preparadas para las nuevas modalidades laborales y el aprovechamiento de las oportunidades abiertas por los continuos avances en las tecnologías de la información, potenciados ahora por la explosión de la inteligencia artificial.

En un sentido metafórico cabría aventurar que si en la sociedad industrial el antiguo proletariado representó el símbolo de la sociedad industrial, los jóvenes constituyen la columna vertebral de esta ascendente sociedad del conocimiento. Por primera vez en la historia, no son solamente los padres quienes enseñan a los hijos sino también los hijos quienes enseñan a los padres y los nietos a los abuelos. La educación de los adultos pasó a ser tan importante como la educación de niños.

Pero los cambios en la pirámide demográfica derivada de los adelantos científicos y su impacto en el alargamiento de las expectativas de vida de la población y en la baja de los índices de natalidad mundial hacen que este fenómeno adquiera otra característica inédita, bautizada con el neologismo de “maduresencia”, que implica una fuerte revalorización de la experiencia en la vida laboral. Ximena Díaz Alarcón, una investigadora peruana, señala que “hay una tendencia a desarrollar en las marcas y en las empresas y en las familias lo que se llama la “inteligencia intergeneracional”, que tiene que ver con esto de aprenderá convivir entre generaciones, aprender a inspirarse y mejorar intergeneracionalmente, porque estamos conviviendo más generaciones que nunca en la historia del mundo”.

En este contexto, la educación ha dejado de ser concebida como una edad de la vida para convertirse en una dimensión permanente de la existencia humana. Ese fenómeno convierte también a la actividad educativa en un puente intergeneracional que vigoriza la gestación de ese nuevo incipiente “consenso educativo” en gestación. Este acuerdo intergeneracional es una clave para la construcción del futuro de la Argentina.

Esta transformación que atraviesa la Argentina, en sintonía con lo que sucede a escala global, con este mundo de la inteligencia artificial en que personajes como Elon Musk se proponen la conquista de Marte, no es un rayo caído en medio de una noche estrellada. La desaparición de la vieja sociedad industrial y la consiguiente modificación en la estructura de las sociedades son el origen de este fenómeno de ascenso de la juventud como un nuevo actor social. Este acontecimiento ya había sido lúcidamente en 1981, ocho años antes de la caída del muro de Berlín y una década antes de la disolución de la Unión Soviética, por un intelectual marxista francés, André Gorz, quien escandalizó a sus antiguos camaradas con su libro “Adiós al proletariado”, cuyos vaticinios forman parte hoy del sentido común.

El propio Toffler, en su libro “La creación de una nueva civilización: la política de la tercera ola”, publicado en 1996, decía: “somos la generación final de una vieja civilización y la primera generación de otra nueva, gran parte de nuestra confusión, angustia y desorientación personales tienen su origen en el conflicto que dentro de nosotros y en el seno de nuestras instituciones políticas- existe entre la civilización moribunda de la segunda ola y la civilización naciente de la tercera ola, que pugna, tonante, por ocupar su puesto”.

Resulta una paradoja cargada de sentido que tanto la columna vertebral del electorado de Milei como la movilización del 23 de abril compartan una base juvenil. La sanción de la ley “Bases” en la Cámara de Diputados y la magnitud de la marcha universitaria son diferentes caras de un mismo proceso. No se trata entonces de contraponerlos mecánicamente sino de integrarlas en una perspectiva estratégica más amplia. Valga simplemente destacar que una de las movilizaciones universitarias más importantes haya sido en Córdoba, la provincia en la que Milei conserva uno de los mayores índices de imagen positiva.

A simple modo ilustrativo, y más allá de cualquier interpretación política coyuntural, corresponde consignar que los tres diputados nacionales del radicalismo que responden al vicerrector de la UBA, Emiliano Yacobitti, (Dante Tavela de la provincia de Buenos Aires y Mariela Coletta y Carla Carrizo de la ciudad de Buenos Aires), votaron a favor de la ley “Bases“ y que esa actitud condiciona la postura en el Senado de Martín Lousteau, quien es presidente del Comité Nacional del radicalismo pero a la vez integra la corriente de Yacobitti, que tiene su principal base de sustentación en el territorio porteño.

En un mundo económicamente cada vez más integrado, la competencia es de naturaleza sistémica. No se libra sólo entre las empresas sino también, y fundamentalmente, entre los países, es decir entre sistemas integrales de decisión y de organización. En esa competencia es cada vez importante más la calidad de los bienes públicos (educación, salud, justicia, seguridad). El factor educativo, que está íntimamente asociado al nivel de calificación profesional de la fuerza de trabajo, adquiere un carácter determinante para la atracción de las inversiones y la elevación del nivel de competitividad internacional del sistema productivo.

Conviene recalcar que una de las características centrales de este cambio de época que se manifiesta en el nuevo escenario mundial, especialmente en los países de Occidente y por lo tanto también en América Latina, es la creciente dicotomía entre la irrupción de la sociedad del conocimiento, conocida también como sociedad de la información, fundada sobre los formidables adelantos científicos y tecnológicos, y la subsistencia de los sistemas políticos previos a esa transformación.

Ese retraso de las estructuras institucionales en relación al cambio tecnológico y a las nuevas expectativas sociales es la causa de la crisis de representatividad de los partidos tradicionales que posibilitó el meteórico ascenso de Milei. Esto dista de ser un episodio aislado sino que es parte de una tendencia global de carácter irreversible. Con las obvias diferencias y las particularidades históricas y culturales propias de cada país, ese divorcio entre el sistema político y las expectativas de la sociedad es la raíz de los fenómenos disruptivos como los encarnados por Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Giorgia Meloni en Italia o Nayib Bukele en El Salvador.

En el caso particular de la Argentina, el carácter federal de su sistema constitucional provocó que la crisis de los partidos tradicionales y el eclipse de sus estructuras verticales, que explica el ascenso de Milei, impulsara también una fuerte revalorización del protagonismo de las provincias y de sus gobernadores, convertidos en los principales interlocutores del poder central. Ese renovado protagonismo reconoce también una causa de índole estructural: aquel “consenso agroindustrial”, incubado con el conflicto de 2008 entre el gobierno de Cristina Kirchner y el sector agropecuario, implicó la reaparición del interior, que es el corazón de la Argentina productiva, en el escenario de las decisiones nacionales.

No debería extrañar entonces que la convocatoria de Milei al “Pacto de Mayo” haya tenido como sus destinatarios principales no a los partidos políticos sino a los gobernadores. En esa misma dirección se inscribe la intención de varios gobernadores de incorporar a los diez puntos básicos propuestos por Milei un “capítulo educativo” que recoja estas nuevas exigencias de la sociedad y también, como una variante no excluyente de la anterior, la idea del gobernador de Chubut, Ignacio Torres, de acompañar la firma del “Pacto de Mayo” con un nuevo “Pacto Federal” suscripto por las provincias.

Esta traslación de poder hacia el interior hace también que el destino de la ley “Bases” se defina precisamente en el Senado y que en la discusión de la “letra chica”, en la que se juega su aprobación definitiva o su modificación parcial que obligaría a un nuevo tratamiento por parte de la Cámara de Diputados, sobresalgan el reclamo de las provincias patagónicas sobre la cifra del mínimo no imponible en el impuesto a las ganancias, que en su redacción actual involucraría a la mayoría de los trabajadores de la región, y la objeción de muchas provincias al artículo 162 del proyecto, referido al régimen de incentivo a las grandes inversiones, que constituye un capitulo fundamental de la ley, conocido como ”RIGI”, cuyo texto limita la facultad de los gobiernos locales de establecer gravámenes a las radicaciones de capital que resulten amparadas por esa norma.

Esta discusión en el Senado, que tiene como principales protagonistas a las provincias y demora la sanción del proyecto, llevó al gobierno a una nueva demostración de pragmatismo político, cuando reconoció que, a diferencia de lo anunciado por Milei en la Asamblea Legislativa del 1° de marzo, la sanción de la ley “Bases” no constituiría ya un requisito para avanzar en la firma del “Pacto de Mayo”, prevista para el próximo sábado 25 en Córdoba.

La Argentina recorre un camino inédito que, sea cual sea su curso inmediato, no tiene vuelta atrás. La estrategia de la “resistencia”, acuñada por el “kirchnerismo”, es una idea retrógrada que está destinada al fracaso. No estamos en vísperas de ninguna catástrofe ni tampoco ante el principio del fin sino, en todo caso, ante el fin del principio. Vivimos un “momento” dentro de un “proceso” que está en línea con un cambio de época a escala mundial. Como decía Perón, en estos casos la misión de la conducción política reside en “fabricar la montura propia para cabalgar la evolución, sin caernos”.

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