Por Hernán Andrés Kruse.-

Cada día se confirma más la presunción de que la Justicia no tiene demasiado interés en investigar el atentado contra Cristina hasta las últimas consecuencias. En las últimas horas la Cámara Federal dejó bien en claro dicha postura, como bien señala Raúl Kollmann en un artículo (“Los dos golpes de la Cámara Federal contra la investigación del atentado a CFK·) publicado en Página/12 el 2/11. Escribió el autor:

“En menos de 24 horas, la Cámara Federal porteña, Sala I, la llamada Sala M (por macrista) de Comodoro Py, le pegó dos golpes a la investigación sobre la tentativa de asesinato de Cristina Kirchner. Este martes, ordenó la libertad de los integrantes de Revolución Federal que probadamente hablaban de matar a la vicepresidenta. “No se verifica de momento la existencia de elementos objetivos que nos permitan conectar ambas investigaciones” (la del intento de magnicidio y las violentas acciones de Revolución Federal) y “no hay peligro procesal” en las libertades, dictaminaron los camaristas. Así liberaron a Jonathan Morel, Leonardo Sosa, Gastón Guerra y Sabrina Basile. Ni siquiera se dignaron a poner en la resolución que hay que profundizar la investigación para determinar si hay relación entre el ataque, Revolución Federal, el financiamiento de la agrupación, el ultraderechista patovica Hernán Carrol y los sectores más duros de Juntos por el Cambio. Y esa postura de la Cámara Federal es coherente con lo que los mismos magistrados-Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Mariano Llorens-resolvieron el lunes sugerirle a la jueza María Eugenia Capuchetti que eleve cuanto antes a juicio la causa por el atentado. O sea, como si todo se circunscribiera a los tres detenidos por el ataque-Fernando Sabag Montiel, Brenda Uliarte y Gabriel Carrizo-, en lugar de esperar poder analizar todas sus vinculaciones. Con un agregado insólito de la Cámara: que debe profundizarse la investigación de la custodia, los integrantes de la Policía Federal y los jóvenes de La Cámpora que rodeaban a CFK el 1 de septiembre”.

Ello significa que para estos jueces sólo si la jueza Capuchetti investiga al kirchnerismo podrá arribarse a buen puerto en cuanto a la dilucidación del atentado a CFK. Como bien señala Kollmann, se trata de una provocación de parte de los magistrados. Lo más probable, entonces, es que finalmente la Justicia condene a los perejiles que intentaron matar a CFK (Sabag Montiel, Uliarte y Carrizo), únicos responsables de semejante gravedad institucional. Se estaría en presencia de la victoria de la doctrina Macri.

La resignación de Bolsonaro

No fue una elección cualquiera. Fue una elección que determinó el futuro de Brasil en lo inmediato y mediato. En realidad, fue más que una elección. Porque no se trató de la típica competencia entre dos candidatos que, a pesar de sus diferencias, coinciden en el respeto a los valores fundamentales consagrados por la constitución. Se trató, en realidad, de un combate entre dos modelos de país representados por Bolsonaro y Lula. Y cuando ello sucede la paz social está en peligro porque el sector que pierde no se resigna a la derrota. El domingo pasado le tocó perder a Bolsonaro, al sector del pueblo brasileño que detesta a Lula. Para ellos el triunfo de Lula significa el regreso de la demagogia, el populismo y la corrupción. Significa el regreso al poder del político que representa a los otros, a la “negrada”.

Apenas se confirmó el ajustado triunfo de Lula, transportistas adictos a Bolsonaro decidieron cortar varias rutas en señal de protesta por el mensaje de las urnas. La tensión fue en aumento, alimentada por el silencio del presidente. Finalmente, ayer (1/11) Bolsonaro se dirigió al pueblo desde el Palacio Alvorada, la residencia presidencial en Brasilia: “Voy a comenzar agradeciendo a los 50 millones de brasileños que me votaron. Los actuales movimientos populares son fruto de la indignación, del resentimiento y la injusticia de cómo ocurrió el proceso electoral”. “Las manifestaciones pacíficas siempre serán bienvenidas pero nuestros métodos no pueden perjudicar a la población con la destrucción del patrimonio e impidiendo el ir y venir”. “Nuestra robusta representación en el congreso muestra la fuerza de nuestros valores: Dios, patria, familia y libertad. Integramos distintos liderazgos en Brasil y nuestros sueños siguen más vivos que nunca”. “Fui rotulado como antidemocrático y, al contrario, siempre jugué dentro de la cancha de la constitución. Jamás hablé de controlar a los medios o las redes sociales. Como presidente de la república y ciudadano seguiré cumpliendo todos los mandatos de nuestra constitución” (fuente: Perfil, 1/1/022).

Pese a no reconocer explícitamente la victoria de Lula sus palabras dejan al descubierto su resignación y su predisposición a respetar la constitución hasta el último día de su mandato. Si Brasil fuera una democracia desarrollada Bolsonaro hubiera felicitado a Lula apenas se conoció el veredicto popular. Pero como impera la concepción de Carl Schmitt el mandatario de ultraderecha no ha logrado asimilar el golpe. Es probable que haya especulado con los efectos que podría haber ocasionado su planeado silencio luego de su derrota. Es probable que haya especulado con una protesta masiva de sus seguidores al término del acto eleccionario. Pero al comprobar que la protesta se limitó a los cortes de rutas activados por los transportistas, se percató de que lo más conveniente era aceptar la derrota. Además, mucho debe haber influido el rápido reconocimiento de Estados Unidos y de buena parte de los gobiernos europeos de la victoria de Lula. Si Bolsonaro tenía en mente no reconocer el veredicto de las urnas en cuestión de minutos se percató de que semejante aventura no iba a contar con sólidos apoyos. A partir de ahora es de esperar que la transición se lleve a cabo con normalidad. La paz social está en juego.

La soledad de Alberto Fernández

El presidente formal de la nación está cada día más solo. Sólo lo cobija un puñado de incondicionales, como Vilma Ibarra, Santiago Cafiero, Julio Vitobello, Victoria Tolosa Paz y, al menos por ahora, Aníbal Fernández y Gabriela Cerruti. La razón fundamental hay que buscarla en las encuestas. Todas son coincidentes: la imagen negativa de Alberto es altísima, al igual que el rechazo que provoca su gestión gubernamental. Pese a su esfuerzo por evitarlo, el presidente formal es un pato rengo, lo que significa un grave riesgo para la gobernabilidad.

La soledad de Alberto Fernández quedó al descubierto en los últimos días a raíz de un nuevo aumento a las Prepagas. Quien le salió al cruce con extrema dureza fue la vicepresidenta de la nación. Su embestida no sorprendió a nadie ya que se trató de un nuevo capítulo de la pésima relación existente entre las dos figuras más relevantes del quehacer político argentino. Pero lo que sí causó una gran sorpresa fue la decisión de Sergio Massa de apoyar a su histórica enemiga. En efecto, en las últimas horas el ministro de Economía criticó dicho aumento. “Comparto filosóficamente el tuit (que publicó Cristina Kirchner) pero más que quejarme me toca trabajar en la resolución”. En dicho tuit la vicepresidenta consideró que “resulta francamente inaceptable, esta vez de dos dígitos (13,8%), el aumento que el gobierno autorizó a las empresas de medicina prepaga, y que de esa manera suman el 114% anual de aumento otorgado. O sea, más de un 20% sobre la inflación anualizada”. Según Massa “el tuit desnuda un problema, que las Prepagas en la Argentina en el último año tuvieron aumentos por encima del promedio, es verdad”.

Al mismo tiempo, adelantó que está terminando de pulir una medida económica que siempre fracasó: el control de precios de alimentos e insumos de higiene. En una entrevista con Roberto Navarro, el funcionario se refirió a un plan de cuatro meses. Afirmó que el objetivo de la medida es brindar al ciudadano “ciertas certezas en productos de consumo masivo como alimentos e higiene”. Prometió que “habrá un grupo de 86% de lo que consumimos que no se moverá y el resto con un esquema de variación menor”. “Mi idea es que el ciudadano común tenga una app con Mi Argentina, que lea el código de barras y que al abrir esté el precio que corresponde al producto. Si el supermercado no cumple, habrá un botón para denunciar” (fuente: Perfil, 31/10/022).

Que Sergio Massa haya decidido acercarse a la vicepresidenta de la nación no hace más que confirmar la impotencia de un gobierno para solucionar los graves problemas que aquejan a la sociedad. Quien explica muy bien este diagnóstico es Ricardo Aronskind en un artículo publicado en el Cohete a la Luna el 18/9/022 (“Milagro y advertencia”). Escribió el autor:

“Uno de los problemas centrales que observamos de la gestión de Alberto Fernández fue su reticencia a tomar medidas que pudieran ser percibidas como “agresión” por parte de diferentes sectores del poder económico. Se procuró que nada pudiera ser interpretado como voluntad expropiatoria o confiscatoria. El problema profundo de esa actitud es que se adapta a las “percepciones” de actores que no son portadores de una estricta racionalidad económica, sino que están fuertemente ideologizados, como demostró el apoyo decidido de la elite empresaria al pésimo gobierno de Mauricio Macri, que llevó incluso a algunas empresas importantes a sufrir fuertes pérdidas. Además, la grotesca extensión del concepto de expropiación hacia cualquier voluntad reguladora u ordenadora de la economía, o limitadora de ganancias desmesuradas, llevó los derechos “adquiridos” de esos conglomerados al límite de lo antisocial. Es decir, que los deseos de esos actores de gran peso económico no pueden ser identificados como la expresión de la racionalidad económica, ni siquiera en términos de sus propios intereses. Por alguna razón que se dilucidará en el futuro, el criterio del presidente ha sido no ofenderlos, aunque eso implique renunciar a políticas públicas de gran importancia social o económica (…)”.

“Entendemos que esa actitud puede haber tenido algún beneficio político transitorio-al reducir los puntos de fricción con el poder-pero tuvo altísimos costos económicos: así se llegó al final de la gestión Guzmán, con niveles inflacionarios muy peligrosos y con una corrida cambiaria producto del descontrol regulatorio previo, asentada en la escasez de las reservas que no supo cuidar la administración hasta mediados de este año. Esa recaída en una maraña de especulación constante y acelerada fue producto de no ejercer con autoridad el rol del Estado, que en el capitalismo-no en el socialismo-tiene también la función de proveer de previsibilidad y estabilidad al ciclo económico. Al prestarse a los caprichos de las diversas fracciones empresariales, el gobierno incumple con su función en la economía, y al mismo tiempo queda expuesto ante la sociedad como el responsable de la irracionalidad que no es capaz de neutralizar”.

El diagnóstico de Aronskind es claro: el presidente jamás se atrevió a tocar los intereses de los poderosos. Nunca lo hizo por temor a provocar su enojo o, en el peor de los casos, su ira. Es probable que haya tenido siempre en mente la colérica reacción del poder agropecuario luego de que el gobierno de Cristina sancionara la resolución 125. Además, Alberto siempre fue un negociador. Siempre rehuyó al conflicto, al choque. Es un fiel exponente del establishment político o, si se prefiere, de la casta política. Se siente más a gusto exponiendo en el Coloquio de IDEA que en los acampes piqueteros. Es un típico político criollo, propenso al consenso y no al conflicto. Si para favorecer los intereses de los poderosos se ve obligado a atentar contra los intereses del pueblo, no duda en hacerlo. En el fondo, no es más que un servidor del poder real, como lo fueron Menem, De la Rúa, Duhalde y Macri.

Anexo

Redacción Popular en el recuerdo

30/5/012

Paciencia desbordada

La derecha recibió la noticia del holgado triunfo de Carlos Menem en mayo de 1989 con desconfianza y temor. La imagen del riojano le recordaba a Facundo Quiroga, el célebre caudillo que motivó a Sarmiento a escribir su clásica obra de sociología argentina. Muy pronto el metafísico de Anillaco la tranquilizó. Al enviar al Congreso las leyes de Emergencia Económica y de Reforma del Estado, e imponer en la Corte Suprema la mayoría automática, envió al orden conservador un claro mensaje: la “economía popular de mercado”· sería el eje central de su gobierno. El “salariazo” y la “revolución productiva” habían sido enarbolados durante la campaña electoral para hipnotizar a las masas, siempre tan crédulas e ignorantes. Y Menem cumplió con creces. Durante sus diez años y medio de reinado no hizo más que favorecer los intereses de los grupos económicos concentrados. Las privatizaciones fueron una cabal demostración del denominado “capitalismo de amigos”, del reparto de la torta entre el poder político y sus amigos empresarios. Fue un gigantesco y miserable saqueo del patrimonio cultural que benefició a una élite corrupta y rapaz, y que, gracias a la ilusión del 1 a 1, gozó de un amplio consenso popular. Menem no fue otra cosa que un pintoresco y excéntrico empleado del orden conservador, un payaso que creía que tenía bajo control a los dueños del país, un títere que fue presentado por el entonces presidente George Bush como un ejemplo para el mundo.

El orden conservador se aprovechó del metafísico de Anillaco. Le hizo creer que era un estadista de excepción, el Sarmiento del siglo XX. Tanta adulación y obsecuencia tuvieron su premio: con las privatizaciones la derecha hizo un negocio fabuloso, fue partícipe de un “robo para la corona” inédito en la historia. ¡Cómo no iba a estar feliz con semejante monigote en la Casa Rosada! Ello explica por qué toleró dos feroces atentados terroristas, la demolición criminal de una ciudad, el “accidente” del hijo presidencial, el desempleo galopante, la inexorable profundización de la brecha entre ricos y pobres; la feroz amoralidad menemista, en suma. El orden conservador estaba exultante con el metafísico de Anillaco. La Casa Rosada y la residencia de Olivos se habían transformado en mansiones privadas donde el presidente y sus “compinches” tejían todo tipo de negociados en perjuicio de la clase trabajadora. El poder económico concentrado encontró en Menem al presidente ideal. Es probable que jamás hubiera imaginado saborear las mieles del poder de la mano de un peronista. El nuevo contexto internacional y la presencia en la Rosada de un símbolo del pragmatismo, lo habían hecho posible.

Carlos Menem no pudo finalmente presentarse en 1999. Pese a que hizo todo lo que estuvo a su alcance para obtener la re-reelección, Eduardo Duhalde se lo impidió. El orden conservador rezaba para que el sucesor del riojano fuera tan “generoso” como él. La figura de Duhalde le despertaba poco entusiasmo. Depositó, pues, su confianza en el por entonces político mimado de los porteños, Fernando de la Rúa, a quien habían depositado en la jefatura del gobierno autónomo en 1996. De la Rúa hizo lo imposible por granjearse el respaldo y la simpatía del poder económico concentrado. Por eso tuvo como ministros de Economía a José Luis Machinea, Ricardo López Murphy y Domingo Felipe Cavallo. Por eso se desprendió también del vicepresidente Álvarez, líder del Frepaso. Muy pronto el gobierno aliancista se vio envuelto en una dura puja entre los partidarios de la devaluación y los partidarios de la dolarización- Ese duelo terminó con su gobierno en diciembre de 2001. En enero de 2002 asumió Eduardo Duhalde y lo primero que hizo fue devaluar el peso y pesificar la economía. El grupo devaluacionista había obtenido la victoria. Con la devaluación retornó la inflación, los precios se dispararon, se licuaron las deudas en dólares contraídas por los grupos económicos concentrados (el grupo Clarín, por ejemplo) y millones de argentinos ingresaron en la pobreza y la indigencia. Sin embargo, Duhalde no era Menem. El orden conservador lo veía como un dinosaurio, como un nostálgico del Perón demagogo e intervencionista. Consciente de ello, Duhalde intentó por todos los medios convencer a Carlos Reutemann para que se hiciera cargo de la presidencia. La derecha lo hubiera recibido con los brazos abiertos.

El “plan Reutemann” fracasó por la negativa del Lole a aceptar el desafío. Dispuesto a todo con tal de impedir el retorno de Menem al poder, Duhalde finalmente encontró a su delfín. No era el que tenía en mente, pero con tal de no entregarle el poder a su enemigo íntimo, consagró a Néstor Kirchner, por entonces gobernador de Santa Cruz, como “su candidato”. Pese a que durante los noventa, Kirchner y Cristina habían hablado maravillas de Menem y de la convertibilidad, la presencia del patagónico en la Rosada inquietaba bastante al orden conservador. La pregunta que el poder económico concentrado se formulaba era la siguiente: ¿Kirchner seguiría el ejemplo de Menem? Como la derecha tenía más dudas que certezas, utilizó la pluma de Claudio Escribano para hacerle saber lo que pretendía de él: que fuera una continuación del menemismo. Al fin y al cabo, se había acostumbrado a que el presidente de turno le rindiera pleitesía y no había motivo alguno para que esa “tradición” se modificara.

Néstor Kirchner puso en evidencia su deseo de modificar, precisamente, “esa tradición”. Apenas se sentó en el sillón de Rivadavia demostró que no iba a estar dispuesto a gobernar para el orden conservador. Semejante osadía jamás fue tolerada por el poder económico concentrado. Su animadversión por el presidente y por el movimiento político que iba gestando-el kirchnerismo-fue creciendo sin prisa pero sin pausa. Si no hizo eclosión durante su presidencia se debió, quizás, a que el pueblo no hubiera soportado otro 2001. En consecuencia, la derecha tragó saliva y aguantó como pudo al patagónico en el poder. Pero no soportó su decisión de consagrar a su esposa como candidata presidencial del oficialismo. La presencia de Cristina en la Casa Rosada fue imposible de digerir para el orden conservador. Ello explica por qué a partir de su asunción el 10 de diciembre de 2007 hasta la fecha, le ha hecho la vida imposible. Toleró el desafío de Kirchner, pero no iba a hacer lo mismo con Cristina. Le resultaba inadmisible que desde la Casa Rosada no se respetara el “orden natural de las cosas”. El gobernante debe estar al servicio de los “mercados”, o lo que es lo mismo, de los intereses del poder económico concentrado. Ello explica por qué cada decisión de Cristina fue duramente combatida por la derecha. Su intolerancia fue creciendo a pasos agigantados y, finalmente, se produjo el hecho que terminó por colmarle la paciencia: la histórica goleada de octubre. Ese 54% que obtuvo Cristina fue la gota que rebalsó el vaso. ¡Ocho años de kirchnerismo eran demasiados! ¡Cómo van a tolerarse otros cuatro años más de esta degradación populista!

La paciencia del orden conservador ha sido desbordada. No soporta más al kirchnerismo, a Cristina, a La Cámpora y a 6.7.8. No soporta más a una presidenta que realmente ejerce el poder, que no se deja manipular, que no se arrodilla para decir “amén”. La derecha está verdaderamente crispada. Le resulta muy difícil controlar su ira. Si las fuerzas armadas fueran las de los años sesenta o setenta, Cristina estaría en prisión. Pero como el contexto nacional e internacional es otro, no puede valerse del poder militar para terminar con lo que considera es una “patología política”. No puede sorprender, entonces, lo que está padeciendo la presidenta de todos los argentinos. El orden conservador no le cuestiona su decisión de expropiar el 61% del paquete accionario de Repsol o la de quitarle a TBA la concesión de las líneas Sarmiento y Mitre del ferrocarril. Lo que le cuestiona es su permanencia en la Casa Rosada.

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