Por Hernán Andrés Kruse.-

El presidente formal de la nación estuvo presente en el acto de cierre de la Convención anual de la Cámara Argentina de la Construcción. Pronunció un discurso meditado, en el que expuso su opinión sobre la grave situación por la que está atravesando el país.

Dijo Alberto Fernández (fuente: Perfil, 6/9/022):

1-“Quien intentó llevar adelante un magnicidio no es un monstruo escapado de alguna tierra lejana, ni viene de otra galaxia, ni nació marcado para ser asesino. Es uno de nosotros. Un joven, un miembro de nuestra nación, nuestra comunidad, nuestro país, que un día se ubicó fuera de los márgenes de la democracia, lleno de odio, de violencia, de rencor, y rompió nuestro acuerdo de convivencia, nuestro pacto democrático. Desde hace muchos años observamos cómo el discurso del odio y las expresiones violentas fueron volviéndose moneda corriente entre nosotros”.

2-“¿Cómo fue que ocurrió que los argentinos acabamos por naturalizar tanta infamia? ¿Cómo fue que sucedió que la decrepitud de los discursos antidemocráticos acabara cooptando los espacios mediáticos y las redes sociales? ¿Cómo fue que un diputado nacional convoque al enfrentamiento de un pueblo afirmando “son ellos o nosotros”? En una sociedad no todos somos iguales. No todos expresamos los mismos intereses. Diferimos en cuestiones políticas, religiosas y en muchos otros temas. La diversidad es constitutiva de una sociedad y el respeto a la diversidad es la regla que en democracia se impone”.

3- “Necesitamos poder crecer en paz y unidos. Estos propósitos no lograremos concretarlos si no asumimos de una vez y para siempre la obligación que nos cabe de garantizar la convivencia democrática. Si es ese nuestro objetivo no les demos más espacio a los cultores del odio, a los que se valen de la libertad de opinar para difamar y desalentar al pueblo, a los que se encumbran en la democracia solo para desprestigiarla con discursos que no dejan de repudiarla, a los que siembran la violencia con el solo objeto de enfrentarnos”.

Lamentablemente, el presidente formal de la nación sigue enarbolando la bandera del antagonismo. No cabe duda alguna que el gobierno tomó la decisión de enarbolar la bandera del discurso del odio como estandarte de la campaña electoral. Para ser más preciso: el lema será “nosotros somos el amor y ellos son el odio”. Según Alberto Fernández el peronismo siempre fue víctima del odio proferido por el antiperonismo, por esa fuerza política maléfica que jamás toleró el ascenso social de la clase trabajadora. El presidente considera que ellos, los peronistas, son genuinamente democráticos mientras que los antiperonistas son visceralmente antidemocráticos y violentos.

Semejante razonamiento es fácilmente refutado por la historia. El creador del peronismo, Juan Domingo Perón, fue profundamente antidemocrático. Uno de sus libros más citados, “Conducción política”, es un canto al verticalismo, al estilo caudillista de conducción política. Para Perón la comunidad organizada, es decir, el peronismo, es la nación misma. ¿Qué entendía Perón por comunidad organizada? Para el líder de los descamisados la nación es un sistema, un conjunto interconectado de partes en cuyo vértice se sitúa el que manda. Ello significa que, por ejemplo, las fuerzas armadas, los sindicatos, las universidades, los medios de comunicación, etc. son subsistemas que responden al jefe del sistema. Ese jefe no era otro que Perón.

Semejante concepción política no admite disidencias. Quien osa cuestionar al líder se aleja de la comunidad organizada o, si se prefiere, se pone en su contra. Y al hacerlo, se pone en contra del país. Para Perón no había grises: o se estaba con él o se estaba en su contra. Como expresó recientemente López Murphy “son ellos o nosotros”. Perón lo tenía muy en claro: “al amigo todo; al enemigo ni justicia”.

Perón desconocía la existencia de instituciones que hicieran de intermediarias entre el caudillo y la masa. No creía en la democracia liberal. Para él sólo había una conexión directa entre el líder y la masa. La voluntad del líder es omnímoda, se sitúa por encima de todo, y la masa obedece ciegamente. Quien no lo hace sufre el escarmiento.

Alberto Fernández es partidario de esta concepción política. Por eso es peronista. Y por eso no debe sorprender que enarbole la bandera del discurso del odio. Su objetivo no es otro que dividir a la sociedad en dos sectores antagónicos o, si se prefiere, en “ellos” o “nosotros”. Descree de los valores filosóficos consagrados en la parte dogmática de la constitución. Acusa a los opositores de ser los responsables del clima de violencia política que reina en el país. Los acusa de haber creado las condiciones para que surjan individuos como el que acaba de intentar asesinar a Cristina Kirchner. Para el presidente formal la oposición es antisistema, enemiga del peronismo. Y si lo es del peronismo también lo es de la patria.

Quien mejor expuso la concepción política del peronismo fue Víctor Hugo Morales en su programa que se emite por C5N. Acaba de afirmar que hay en el país dos posturas ideológicas antagónicas que pueden resumirse de la siguiente manera: por un lado, están quienes enarbolan las banderas del peronismo y que fueron consagradas por la constitución de 1949; por el otro, están quienes enarbolan las banderas del antiperonismo y que fueron consagradas por la constitución de Alberdi y que celebraron alborozados el arribo al poder de la revolución fusiladora, en obvia referencia a la revolución libertadora.

Semejante maniqueísmo torna imposible cualquier intento de acercamiento de las partes en conflicto. Es una misión imposible pretender que un antiperonista se siente a conversar con alguien que lo considera su enemigo. Y viceversa. Es por ello que cuesta entender al presidente. Porque mientras remarca la necesidad de garantizar una convivencia en paz, culpa a la oposición, a los medios opositores y a un sector de la justicia por el intento de magnicidio que sufrió la vicepresidenta la semana pasada. De esa forma lo único que consigue es exasperar al antiperonismo, es darle la razón a López Murphy.

En este ambiente cargado de tensión Wado de Pedro, ministro del Interior, tiene en mente convocar a dirigentes opositores, empresarios y sindicalistas para terminar de una vez por todas con las divisiones. El primer referente opositor que salió a rechazar el convite fue el jefe del bloque radical, Mario Negri, quien afirmó que “la propuesta todavía no nos ha sido transmitida. Creo que el primer aporte que debería hacer el ministro es retractarse por este tipo de declaraciones” (fuente: Perfil, 7/9/022). Negri hacía alusión a un tuit del ministro donde expresa: “No es un loco suelto ni es un hecho aislado: son tres toneladas de editoriales en diarios, televisión y radios dándole lugar a los discursos violentos. Son los que sembraron un clima de odio y revancha, y hoy cosechamos este resultado: el intento de asesinato a Cristina Kirchner”.

El ministro parece haber olvidado que su mentor, Juan Perón, fue un maestro en el arte de pronunciar violentos discursos que atentaron contra la paz social. El 31 de agosto de 1955 Perón se asomó al balcón de la Casa Rosada para pronunciar el que quizá haya sido el discurso político más violento de la historia. Dijo el general:

“Compañeras y compañeros: He querido llegar hasta este balcón, ya para nosotros tan memorable, para dirigirles la palabra en un momento de la vida pública y de mi vida, tan trascendental y tan importante, porque quiero de viva voz llegar al corazón de cada uno de los argentinos que me escuchan. Nosotros representamos un movimiento nacional cuyos objetivos son bien claros y cuyas acciones son bien determinadas, y nadie, honestamente, podrá afirmar con fundamento que tenemos intenciones o designios inconfesables. Hace poco tiempo esta plaza de Mayo ha sido testigo de una infamia más de los enemigos del pueblo. Doscientos inocentes han pagado con su vida la situación de esa infamia. Todavía nuestra inmensa paciencia y nuestra extraordinaria tolerancia, hicieron que no solamente silenciáramos tan tremenda afrenta al pueblo y a la nacionalidad, sino que nos mordiéramos y tomáramos una actitud pacífica y tranquila frente a esa infamia. Esos doscientos cadáveres destrozados fueron un holocausto más que el pueblo ofreció a la patria. Pero esperábamos ser comprendidos, aun por los traidores, ofreciendo nuestro perdón a esa traición. Pero se ha visto que hay gente que ni aún reconoce los gestos y la grandeza de los demás. Después de producidos esos hechos hemos ofrecido a los propios victimarios nuestra mano y nuestra paz.

Hemos ofrecido una posibilidad de que esos hombres se reconcilien con su propia conciencia. ¿Cuál ha sido su respuesta? Hemos vivido dos meses en una tregua que ellos han roto con actos violentos, aunque esporádicos e inoperantes. Pero ello demuestra su voluntad criminal. Han contestado los dirigentes políticos con discursos tan superficiales como insolentes. Los instigadores, con su hipocresía de siempre, sus rumores y sus panfletos. Y los ejecutores, tiroteando a los pobres vigilantes en las calles. La contestación para nosotros es bien clara: no quieren la pacificación que le hemos ofrecido. De esto surge una conclusión bien clara: quedan solamente dos caminos: para el gobierno, una represión ajustada a los procedimientos subversivos, y para el pueblo, una acción y una lucha que condigan con la violencia a que quieren llevarlo. Por eso, yo contesto a esta presencia popular con las mismas palabras del 45: a la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor. Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente.

Y desde ya, establecemos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino. Esta conducta que ha de seguir todo peronista no solamente va dirigida contra los que ejecutan, sino también contra los que conspiren o inciten. Hemos de restablecer la tranquilidad, entre el gobierno, sus instituciones y el pueblo por la acción del gobierno, de las instituciones y del pueblo mismo. La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos! Compañeras y compañeros: hemos dado suficientes pruebas de nuestra prudencia. Daremos ahora suficientes pruebas de nuestra energía. Que cada uno sepa que donde esté un peronista estará una trinchera que defienda los derechos de un pueblo. Y que sepan, también, que hemos de defender los derechos y las conquistas del pueblo argentino, aunque tengamos que terminar con todos ellos.

Compañeros: quiero terminar estas palabras recordando a todos ustedes y a todo el pueblo argentino que el dilema es bien claro: o luchamos y vencemos para consolidar las conquistas alcanzadas, o la oligarquía las va a destrozar al final. Ellos buscarán diversos pretextos. Habrá razones de libertad de justicia, de religión, o de cualquier otra cosa, que ellos pondrán como escudo para alcanzar los objetivos que persiguen. Pero una sola cosa es lo que ellos buscan: retroceder la situación a 1943. Para que ello no suceda estaremos todos nosotros para oponer a la infamia, a la insidia y a la traición de sus voluntades nuestros pechos y nuestras voluntades. Hemos ofrecido la paz. No la han querido. Ahora, hemos de ofrecerles la lucha, y ellos saben que cuando nosotros nos decidimos a luchar, luchamos hasta el final. Que cada uno de ustedes recuerde que ahora la palabra es la lucha, se la vamos a hacer en todas partes y en todo lugar. Y también que sepan que esta lucha que iniciamos no ha de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado.

Y ahora, compañeros, he de decir, por fin, que ya he de retirar la nota que he pasado, pero he de poner al pueblo una condición: que así como antes no me cansé de reclamar prudencia y de aconsejar calma y tranquilidad, ahora les digo que cada uno se prepare de la mejor manera para luchar. Tenemos para esa lucha el arma más poderosa, que es la razón; y tenemos también para consolidar esa arma poderosa, la ley en nuestras manos. Hemos de imponer calma a cualquier precio, y para eso es que necesito la colaboración del pueblo. Lo ha dicho esta misma tarde el compañero De Pietro: nuestra nación necesita paz y tranquilidad para el trabajo, porque la economía de la Nación y el trabajo argentino imponen la necesidad de la paz y de la tranquilidad. Y eso lo hemos de conseguir persuadiendo, y si no, a palos. Compañeros: Nuestra patria, para ser lo que es, ha debido ser sometida muchas veces a un sacrificio. Nosotros, por su grandeza, hemos de imponernos en cualquier acción, y hemos de imponernos cualquier sacrificio para lograrlo. Veremos si con esta demostración nuestros adversarios y nuestros enemigos comprenden. Si no lo hacen, ¡pobres de ellos!

Pueblo y gobierno, hemos de tomar las medidas necesarias para reprimir con la mayor energía todo intento de alteración del orden. Pero yo pido al pueblo que sea él también un custodio. Si cree que lo puede hacer, que tome las medidas más violentas contra los alteradores del orden. Este es el último llamamiento y la última advertencia que hacemos a los enemigos del pueblo. Después de hoy, han de venir acciones y no palabras. Compañeros: para terminar quiero recordar a cada uno de ustedes que hoy comienza para todos nosotros una nueva vigilia en armas. Cada uno de nosotros debe considerar que la causa del pueblo está sobre nuestros hombros, y ofrecer todos los días, en todos los actos, la decisión necesaria para salvar esa causa del pueblo.

(*) Discurso de Juan Domingo Perón en la Plaza de Mayo donde dice que “cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos”, en agosto de 1955 31 de agosto de 1955 Juan Domingo Perón Fuente: Diario La Prensa, 1 de septiembre de 1955. En Liliana Garulli, Liliana Caraballo, Noemí Charlier, Mercedes Cafiero, Nomeolvides; Memoria de la Resistencia Peronista (1955-1972). Buenos Aires, Editorial Biblos, 2000.

Anexo

Murray N. Rothbard y la moneda controlada (tercera parte)

Dentro del ámbito espacial propio de cada país, únicamente podían utilizarse las monedas nacionales. Para los intercambios internacionales continuaron utilizándose los lingotes de oro y plata (sin cuño). A pesar de que con esto se profundizó el distanciamiento entre los países, la moneda “auténticamente dura” continuaba impidiendo el accionar de la inflación gubernamental. Todavía había límites para el envilecimiento monetario ejecutado por los gobiernos, y el hecho de que ellos se valieran del oro y la plata “ponía coto, de una manera bien definida, al control de cada gobierno sobre su propio territorio”.

En opinión de Rothbard, los bancos modernos y los sustitutos del dinero han permitido a los gobiernos acelerar su total control sobre la provisión de dinero, con lo cual pudieron valerse de la inflación sin control alguno. Dentro de un sistema bancario libre, existen tres barreras que frenan el intento de cualquier banco por crear inflación: “la extensión de la clientela de cada banco; la extensión de la clientela del sistema bancario entero, o sea, el punto hasta el cual la gente se vale de sustitutos de dinero, y el grado de confianza de los clientes en sus bancos”. Cuanto menor sea la clientela de cada banco, más severas serán las limitaciones al proceso inflacionario. El control gubernamental sobre los bancos les quitó efectividad. Las limitaciones se apoyan en un deber esencial: todos los bancos están moralmente obligados a hacer honor a sus obligaciones juradas cuando su cumplimiento sea exigido. El cumplimiento de todas las obligaciones contractuales hace a la esencia de todo sistema de propiedad privada.

Si el gobierno ha decidido fomentar la inflación, el medio más directo para ello es apoyar a los bancos cuando deciden rehuir el pago de sus obligaciones mientras continúan en funcionamiento. Mientras el resto de los actores económicos deben cumplir con sus obligaciones para no ir a la quiebra, el gobierno protege a los bancos avalando su decisión de no hacer frente a sus compromisos. Para Rothbard, se trata lisa y llanamente de “una licencia para robar”. En los Estados Unidos, la decisión de los bancos de suspender en masa los pagos en metálico en épocas de crisis económica se hizo costumbre y tuvo su origen durante el conflicto bélico de 1812. Como consecuencia de esa tradición, “los bancos se apercibieron de que no tenían por qué temer la quiebra después de una inflación y, por supuesto, estimuló las operaciones inflacionarias y lo que se llama “wildcat banking”, es decir, los negocios bancarios arriesgados al extremo y desprovistos de toda cautela”. Finalmente, el poder político y el sistema bancario lograron persuadir al público de la legitimidad de sus procedimientos, de la legalidad del robo que ejecutaban. En consecuencia, en épocas de crisis económicas quienes decidían retirar sus depósitos de los bancos eran acusados de enemigos de la patria y despojadores de sus vecinos, mientras que los bancos eran felicitados por haber protegido al pueblo durante la tormenta.

Esta estrategia adoptada en Estados Unidos lejos estuvo de ser aceptada en otros lugares. Además de ser demasiado tosca, no era eficaz para permitir al gobierno el control total sobre el sistema bancario. Porque, en última instancia, lo que pretenden todos los gobiernos es tener una inflación controlada y dirigida por completo por ellos mismos. Para la materialización de este objetivo fue presentado en sociedad un sistema destinado a perdurar y que fue presentado como un “símbolo de la civilización”: los Bancos Centrales. A partir de entonces, economía que no poseía un Banco Central era considerada “deficiente”, “primitiva”, “atrasada”. Si bien es frecuente que estas instituciones pertenezcan nominalmente a particulares, siempre están comandadas por funcionarios gubernamentales, con lo cual pasan a ser apéndices del gobierno central. “Un Banco Central”, sentencia Rothbard, “adquiere su posición de comando a través de su monopolio de la emisión de billetes, otorgado por el gobierno”. En este monopolio reside, precisamente, la clave de su poder dentro de la sociedad. Mientras los bancos tienen terminantemente prohibido crear dinero artificialmente, el Banco Central se transforma en el único actor del sistema económico autorizado para ello. Si en algún momento los clientes pretenden que sus depósitos se transformen en billetes, los bancos privados están obligados a recurrir al Banco Central. ¿Cuál es el resultado de todo esto? “El resultado es que los depósitos bancarios no solamente son pagaderos en oro, sino también en billetes del Banco Central y estos nuevos billetes no son simples billetes de banco, sino obligaciones del Banco Central, una institución que ha sido investida de la majestuosa aureola del gobierno mismo”. De esa forma, los bancos terminaron por transformarse en clientes del Banco Central.

A continuación, Rothbard analiza de qué manera afectan al sistema del Banco Central las limitaciones sobre la inflación de origen bancario. Lo primero que hizo el gobierno fue fomentar el uso de los billetes de banco en reemplazo de las monedas de oro. Tales monedas fueron consideradas “anticuadas” e “ineficientes”. Por el contrario, hace a la seguridad del sistema bancario que el oro permanezca en lingotes en los sistemas de seguridad del Banco Central. Influenciado por la propaganda gubernamental, el público abandonó paulatinamente el uso del oro como moneda en su vida diaria. La ley de Reserva Federal norteamericana obliga a los bancos a guardar una proporción mínima de reservas en relación con los depósitos y con posterioridad a 1917, esas reservas debían consistir pura y exclusivamente en depósitos en el Banco de la Reserva Federal. En consecuencia, el oro tuvo que ser guardado en dicho banco. El público perdió la costumbre de valerse del oro como moneda y comenzó a utilizar los billetes de banco. Lo que lo indujo a valerse del billete de banco fue la gran confianza que le tenía depositada al Banco Central. Si el Banco Central poseía todo el oro existente y contaba con el respaldo incondicional del poder político, era imposible que quebrara. No podía quebrar porque no podía permitirse que ello sucediera. Fue así como el Banco Central se ganó la confianza de la opinión pública, llegándoselo a considerar un “Gran Banco Nacional” destinado a realizar un servicio público y que se encontraba protegido por formar parte del gobierno. La confianza del público le permitió al Banco Central relacionarse con los bancos privados. Les hizo saber que precedería como “prestamista de última instancia”, lo que significaba que estaba preparado para ayudar a todo banco en dificultades, especialmente a aquellos bancos obligados a cumplir con sus obligaciones.

Rothbard concluye su crítica de la moneda controlada de la siguiente manera:

“¿Qué hemos aprendido, pues, acerca del gobierno y la moneda? Hemos visto que, a través de los siglos, el gobierno, paso a paso, ha invadido el mercado libre y se ha apoderado del control absoluto del sistema monetario. Hemos visto que cada nuevo control, en apariencia inocuo, ha conducido a la obtención de nuevos y mayores controles. Hemos visto que los gobiernos son inherentemente inflacionistas, ya que la inflación es un medio tentador para la adquisición de rentas para el gobierno y sus grupos favorecidos. El lento pero seguro apoderamiento de las riendas que maneja el sistema monetario ha sido utilizado para: a) promover la inflación en la economía al ritmo que el gobierno decide, y b) para producir la dirección socialista de la economía entera. Además, el gobierno, al inmiscuirse en lo relativo a la moneda, no sólo ha determinado una única y nunca vista tiranía en nuestro mundo, ha producido también el caos y no el orden; ha fragmentado el pacífico y productivo mercado mundial, partiéndolo en mil pedazos, con el comercio y las inversiones enredadas en una maraña de incontables restricciones, controles, tipos artificiales, desvalorizaciones de la moneda, etc.; ha ayudado a que se produzcan guerras, al transformar un mundo de pacíficas relaciones en una selva de bloques monetarios que guerrean entre sí. En resumen, descubrimos que la coerción produce conflictos y caos, y no orden”.

(*) Murray N. Rothbard: Moneda libre y controlada, Edición Fundación Bolsa de Comercio de Buenos Aires, 1979.

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