Por Pascual Albanese.-
Tanto el Frente de Todos, como Juntos por el Cambio, afrontan hoy sendas graves crisis políticas que cuestionan su propia supervivencia y aumentan la imprevisibilidad del escenario político. En esas situaciones de incertidumbre, lo primero es identificar las certezas, porque ese ejercicio permite determinar la naturaleza de las incógnitas y delimitar los parámetros del campo de lo posible.
En la Argentina de hoy existen dos certidumbres compartidas, sea explícita implícitamente, por la totalidad de los actores relevantes del sistema de poder. La primera es que no hay ningún camino político alternativo al que intenta recorrer el Ministro de Economía, Sergio Massa, humorística pero lúcidamente autodefinido como “el plomero del Titanic”, que trazó una hoja de ruta que el futuro gobierno no tendrá otra opción que profundizar, lo que incluye- tarde o temprano- la necesidad de brindar una respuesta efectiva a los problemas estructurales derivados de la naturaleza bimonetaria del sistema económico argentino.
La abrumadora mayoría con que la Cámara de Diputados rubricó la aprobación del proyecto de presupuesto nacional para el 2023, con la contribución del bloque del radicalismo y otros sectores de la oposición, certificó la existencia de un respaldo político que contrasta con el rechazo propinado en diciembre de 2021 por esa misma cámara, y con esa misma composición, al proyecto de presupuesto elaborado por el ex ministro Martín Guzmán. La diferencia entre ambas situaciones no es de índole económica sino eminentemente política y se llama Massa.
Conviene precisar que la premisa fundamental para caracterizar una política económica es su rumbo estratégico y no los instrumentos escogidos para avanzar en esa dirección. Porque ese rumbo genera una dinámica propia que obliga necesariamente a una reformulación de los instrumentos en función de las cambiantes exigencias de las circunstancias. El objetivo de la estabilización de la economía requerirá en el cortísimo plazo, o sea antes de fin de año, una modificación de esos instrumentos y en el mediano plazo, léase a más tardar diciembre de 2023, de una replanteo integral.
Pero una política económica es, ante todo, “política”. Esto significa que todo cambio económico implica un cambio político y que, a la inversa, no hay un cambio económico sin un cambio político capaz de sustentarlo. A la corta o a la larga, el camino emprendido por Massa lleva entonces inevitablemente a una reformulación integral del sistema de poder político instaurado en la Argentina el 10 de diciembre de 2019.
Precisamente la segunda de esas dos únicas certezas que permite el actual escenario político, es una afirmación proclamada a gritos desde sectores de la oposición pero también reconocida silenciosamente dentro del peronismo: al margen de quiénes en definitiva resulten ganadores de la contienda, el oficialismo perderá las elecciones de 2023. El milimétrico triunfo de Lula en la elección brasileña corrobora un antecedente estadístico altamente sugestivo: en las últimas catorce últimas elecciones presidenciales realizadas en América Latina, en trece triunfaron candidatos de la oposición. Esa enumeración incluye las dos últimas elecciones presidenciales de la Argentina y las recientes sucesiones presidenciales en Uruguay, Bolivia, Paraguay y Chile. La única excepción a esa regla fue re-reelección de Daniel Ortega en Nicaragua, cuya cuestionada legitimidad fue desconocida por la OEA.
Esa sensación de derrota se manifiesta en el propio “kirchnerismo”, forzado a respaldar a regañadientes el “giro al centro” encarnado por Massa mientras visualiza la inexorabilidad de una derrota en 2023 y considera definitivamente fracasada su ofensiva contra el Poder Judicial para detener los juicios contra Cristina Kirchner. Esa constatación le lleva a concentrar sus energías en retener el control de la provincia de Buenos Aires. En esa estrategia cabe inscribir la concentración del 17 de octubre en Plaza de Mayo organizada conjuntamente por La Cámpora, la dirección del Partido Justicialista bonaerense (encabezada por Máximo Kirchner), la CTA y un sector minoritario de la CGT liderado por el dirigente camionero Pablo Moyano, distanciado de su padre Hugo. Mientras, para retener poder y alimentar la dispersión de la oposición., impulsa también la eliminación de las PASO.
En contraposición, el sector sindical mayoritario, nucleado en la CGT, lanzó el mismo 17 de octubre el Movimiento Nacional Sindical Peronista, una iniciativa que trasunta la decisión de recuperar protagonismo político en el peronismo. Mientras tanto, el Movimiento Evita, liderado por el Secretario de Economía Popular, Emilio Pérsico, y el Secretario de Relaciones con la Sociedad Civil de la Jefatura de Gabinete, Fernando “Chino” Navarro, ese mismo día y en otro acto celebrado en La Matanza, oficializó la creación del Partido de los Comunes, concebido como una estructura política independiente del Partido Justicialista que aspira convertirse en una expresión representativa de los movimientos sociales.
Esta nueva corriente sindical peronista y la incipiente organización política de los movimientos sociales, buscan establecer una alianza estratégica para enfrentar al “kirchnerismo”, sobre todo en la provincia de Buenos Aires. El encuentro público donde los dirigentes de ambos flamantes nucleamientos expresaron su voluntad de iniciar una acción conjunta fue acertadamente graficado por el secretario general de La Cámpora, Andrés Larroque, cuando afirmó que “los mismos que le quemaron la cabeza al presidente con la idea de armar el “albertismo”, hoy están en vías de armar el post-albertismo”.
Frente a la emergencia, los gobernadores peronistas optan por privilegiar la defensa de sus propios territorios mientras tantean algún camino político que les permita trascender al eclipse del “kirchnerismo”. Una excepción a esta actitud está corporizada por el gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, quien trata de generar una alternativa política nacional independiente tanto de Cristina Kirchner como de Mauricio Macri, para lo que ensaya un acercamiento con sectores del radicalismo, especialmente con aquéllos que postulan la candidatura presidencial de Facundo Manes, cada vez más enfrentado con el “macrismo”, mientras retoma su diálogo con Roberto Lavagna, Juan Manuel Urtubey y con distintas expresiones del peronismo encuadradas adentro y afuera del Frente de Todos.
Juntos por el Cambio experimenta un triunfalismo prematuro que exacerba sus contradicciones internas, ahondadas por una crisis de identidad originada en el ocaso del “kirchnerismo” como alternativa se poder, en el hecho de que no está en condiciones de confrontar abiertamente con el giro económico impulsado por Massa y en que las posibilidades reales de acceder al gobierno lo obligan a ciertas asumir ciertas definiciones que hasta ahora podían eludirse con la mera repetición de consignas “anti”.
Esa crisis interna de la alianza presenta dos dimensiones interrelacionadas. La primera es la creciente disputa entre el radicalismo y el PRO por el liderazgo de la coalición, patentizada en las críticas a Macri lanzadas en primer lugar públicamente por Manes y después por Morales en el acto realizado en Parque Norte para conmemorar un nuevo aniversario de la victoria electoral de Raúl Alfonsín en 1983, al que asistió también Horacio Rodríguez Larreta. La segunda de esas dimensiones es la tormenta desatada en el PRO entre “halcones” y “palomas”, exhibida en el enfrentamiento entre Patricia Bullrich y Rodríguez Larreta, cuyo acercamiento con Martín Lousteau y las extendidas sospechas sobre el posible aval a su candidatura a la Jefatura de Gobierno agrandaron su distancia política con Macri.
Las dispares actitudes asumidas ante el resultado de las elecciones brasileñas revelan también el estado de confusión reinante en el “kirchnerismo” y en sectores de la oposición. La analogía que sectores del oficialismo intentaron trazar entre Lula y Cristina Kirchner excedería el terreno del disparate si no hubiera sido usada por algunos voceros de los “halcones “de la oposición que con esa misma argumentación se negaron a felicitar al presidente electo.
Lo cierto es que apenas los acontecimientos disipen la espesa bruma de la accidentada transición política brasileña, las circunstancias volverán a poner sobre el tapete el debate pendiente sobre la situación del MERCOSUR, que afronta el desafío de un replanteo profundo que influirá decisivamente en el destino de América Latina. El vínculo estratégico entre la Argentina y Brasil es el punto nodal de esa reconfiguración geopolítica.
Para la Argentina, la asociación con Brasil es todavía más relevante que la relación con Estados Unidos y China. Porque los países no se mudan y Brasil, nuestro principal vecino y socio comercial, no es un país más entre otros. Es la duodécima potencia económica global, que por su población, su superficie y su producto bruto interno representa más de la mitad de toda América del Sur.
Alberto Methol Ferré, aquel célebre intelectual uruguayo que tanto influyó en el pensamiento político del Papa Francisco, explicaba que, por su origen, América Latina es Iberoamérica, una amalgama de España y Portugal. Pero también señalaba que está la región está configurada por dos realidades: América del Sur, cuyo eje es el vínculo entre Brasil y la Argentina, y México y Centroamérica, con una economía cada vez más integrada con Estados Unidos. En su visión, el “macizo continental” residía empero en América del Sur, punto de encuentro entre la América portuguesa y la América hispana: “América del Sur es la zona más decisiva de América Latina. Sin Brasil no habría América Latina, sólo Hispanoamérica”.
Esa es la raíz de la visión estratégica de Perón, quien a principios de la década del 50 lanzó la iniciativa del ABC (Argentina, Brasil, Chile) y en su discurso en 1953en la Escuela Superior de Guerra, enfatizó que “ni Argentina, ni Brasil ni Chile aislados pueden soñar con la unidad económica indispensable para enfrentar su destino de grandeza. Unidos forman, sin embargo, la más formidable unidad, a caballo de los dos grandes océanos de la civilización moderna”.
Con estos antecedentes, Methol Ferré exaltaba el significado histórico que tuvoen la década del 90 la puesta en marcha del MERCOSUR, concebido como como “ la vía necesaria para el estado continental nuclear de América Latina” en una etapa histórica caracterizada por la emergencia de grandes espacios continentales, básicamente Estados Unidos, China, la Unión Europea, India y Rusia.
En estas circunstancias históricas, la ineludible reformulación del bloque sudamericano, fundada en la visión de un “regionalismo abierto”, demanda incorporar tres nuevas dimensiones: una visión política, que incluye la creación de un sistema integrado de defensa y seguridad, una perspectiva bioceánica, que demanda profundizar la asociación estratégica con Chile, vía de conexión con el Océano Pacífico y los mercados del continente asiático, y un perfil agroalimentario, que surge de las características de sus sistemas productivos, que pueden transformarlo en el principal proveedor mundial de proteínas. En ese contexto, corresponde incluir la materialización de la incorporación de la Argentina al BRICS, ese bloque económico integrado por Brasil, Rusia, China, India y Sudáfrica, y la reapertura de la discusión sobre la posibilidad de una moneda común.
En línea con esa estrategia del ”regionalismo abierto”, la convergencia entre el MERCOSUR y la Alianza del Pacífico, que nuclea a México, Colombia, Perú y Chile, que son las economías más dinámicas y abiertas de la región, constituye el único camino posible para la integración latinoamericana. Esa confluencia permitiría que México, sin mengua de sus vínculos estructurales con Estados Unidos, asuma un mayor protagonismo en la construcción política de la región, para erigirla en un centro de decisión autónomo en un escenario mundial cuyo eje ordenador gira en torno a una bipolaridad expresada en el complejo vínculo de competencia y cooperación entre Estados Unidos y China.
La realidad de América del Sur exige articular una sólida asociación comercial con China con una intensa cooperación con Estados Unidos en materia de seguridad hemisférica y de inversiones y relación con la comunidad financiera internacional. Por su parte, México y América Central tienden a compatibilizar el creciente intercambio comercial con China con su integración en la economía norteamericana. Brasil, México y la Argentina ya forman parte delG-20, que es hoy la principal plataforma de gobernabilidad mundial.
El gobierno de Lula comienza en un escenario de extrema fragilidad, signado por la extraordinaria elección realizada por Bolsonaro, y por el hecho de que la oposición gobernará los tres principales estados de Brasil (San Pablo, Minas Geraes y Río de Janeiro) y el oficialismo estará en minoría en el Parlamento, lo que lo obligará a un continuo esfuerzo de negociación.
En este contexto, no es difícil prever que el ”Brasil permanente”, esa compleja estructura de poder que incluye a los sectores empresarios, en particular la dinámica franja de los agro-negocios, el poderoso movimiento evangélico y las Fuerzas Armadas, garantizará ese ”giro al centro” impulsado por Lula durante su campaña proselitista, expresado en la nominación como compañero de fórmula de una figura conservadora como Gerardo Alckmin, en la integración de un equipo económico de perfil “ortodoxo” y en su acuerdo con el ex presidente Fernando Henrique Cardoso.
Por aquellas obscuras armonías de la historia, ese “giro centrista” de Lula, signado por la búsqueda obligada de una concertación permanente con los sectores de la oposición de derecha y los factores de poder, coincide con las perspectivas de fondo de la política argentina después del agotamiento del ciclo histórico del “kirchnerismo”, un punto de inflexión que exige forjar un nuevo consenso estratégico, cuyas líneas fundamentales están ya sobre la mesa, que esté situado más allá de la “grieta” y basado en la construcción de una verdadera “Autopista de Centro”, un gran espacio de “centro nacional” en el que los únicos ausentes sean los dos extremos antitéticos y autoexcluidos.
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