Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 6/11, el economista progresista Guillermo Wierzba publicó un artículo en El Cohete a la Luna titulado “Neoliberalismo o democracia”. Escribió el autor:

“En “Nacimiento de la Biopolítica”, Michel Foucault señala que en el nacimiento del capitalismo existieron “dos concepciones absolutamente heterogéneas de la libertad, una concebida a partir de los derechos del hombre y otra percibida sobre la base de la independencia de los gobernados…En relación con el problema actual de lo que se denomina derechos humanos, bastaría ver dónde, en qué país, de qué manera, en qué forma se los reivindica para advertir que, de vez en cuando, se trata en efecto de la cuestión jurídica de los derechos del hombre, y en otros momentos se trata de esa otra cosa que, con referencia a la gubernamentalidad, es la afirmación de la independencia de los gobernados…Son dos caminos para constituir en el derecho la regulación del poder público, dos concepciones de la ley, dos concepciones de la libertad”. Foucault se expide respecto a cuál predominó y “fue fuerte” siendo “el que consistía en procurar la limitación jurídica del poder público en términos de la gubernamentalidad de la sociedad (…)”.

“La heterogeneidad planteada por Foucault entre los derechos humanos y la independencia de los gobernados es un verdadero antagonismo entre la democracia y el liberalismo. El predominio de la segunda concepción implicó que la esfera económica fuera gobernada por el mercado y no por el gobierno. El régimen de limitación de la democracia que impuso el triunfo de la lógica liberal fue metamorfoseado y radicalizado por el neoliberalismo que no significa sólo una profundización y/o reinstalación del primero, sino su transformación en otro que se propone el vaciamiento de la democracia mediante la construcción de una institucionalidad que se plantea un objetivo diferente. Para este liberalismo neo, el problema planteado no es “para nada saber-como en el liberalismo del tipo Adam Smith-cómo podía recortarse, disponerse dentro de una sociedad política dada, un espacio libre que sería el del mercado. El problema del neoliberalismo, al contrario, pasa por saber cómo se puede ajustar el ejercicio global del poder político a los principios de una economía de mercado. En consecuencia no se trata de liberar un lugar vacío sino de remitir, referir, proyectar en un arte general de gobernar los principios formales de una economía de mercado”.

“Así, el neoliberalismo instituye una economía de mercado “sin laissez faire, es decir una política activa sin dirigismo…sino bajo el signo de una vigilancia, una actividad, una intervención permanente”, o sea que el problema no es la cantidad de intervenciones sino la naturaleza de las mismas. Los neoliberales se proponen una intervención y el desarrollo de un dispositivo legal que promuevan la expansión de una sociedad de mercado”.

Para el profesor Wierzba el liberalismo y la democracia van por carriles separados. Una cosa es la lógica liberal y la otra es la lógica democrática. Se trata, me parece, de una falsa disyuntiva. En efecto, el profesor Wierzba reduce el liberalismo a su aspecto económico o, si se prefiere, a la economía de mercado. El mercado, entonces, ejerce el mando, impone las condiciones. Quedaría configurada una especie de fascismo de mercado o, para utilizar una expresión de Paul Samuelson, “un mercado sin corazón”.

Ahora bien, el liberalismo, conviene remarcarlo todas las veces que sean necesarias, es más, mucho más, que la economía de mercado. El liberalismo es una filosofía de vida basada en la libertad, la, justicia, el respeto, el pluralismo y la virtud republicana. En consecuencia la economía de mercado y la democracia o, si se prefiere, el liberalismo económico y el liberalismo político, se complementan. La democracia, en definitiva, no es antagónica del liberalismo.

Aquí es cuando conviene leer el hermoso libro de Germán Bidart Campos “La re-creación del liberalismo”. Escribió el autor:

“Y acá está lo nuevo y lo rico del liberalismo re-creado. La libertad ya no se concibe solamente como una situación del hombre exento “de” intrusiones del estado. Se concibe, además, como una situación de real y efectiva capacidad de ejercer “para” muchas cosas que se captan como derechos: para tener acceso a la vivienda, al trabajo, al descanso, a la propiedad, a la educación, a la seguridad social. En tres palabras o en cuatro: para ser hombre, o para vivir como hombre. El liberalismo es el humanismo de hoy, es la justicia de hoy, es la democracia de hoy. No hay otra ideología sustitutiva. No hay sucedáneos. No hay margen de reemplazo. Por eso, urge re-crear al liberalismo para que la libertad asuma y realice nuevos contenidos, para que sea liberación, para que sea desarrollo, para que sea bienestar. Una libertad siempre a la conquista de los campos donde el hombre sufre, soporta carencias, padece sumergimientos y alienaciones aberrantes, siente la estrechez penosa que lo estorba. Tantas impaciencias contemporáneas, tantas emancipaciones reclamadas a nombre de la libertad, hallan cabida en el liberalismo y tienen que ser resueltas por el liberalismo.

Hace muchos años, nos impresionó una afirmación de Julián Marías transcribiendo a Ortega. Seguramente, la habíamos leído antes y la compartíamos, pero esa vez nos sonó como una clarinada. Y ahora retomamos la cita porque es muy ajustada a lo que veníamos proponiendo: “…el liberalismo, antes que una cuestión de más o de menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino”. Esto da mucho que pensar. “Debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino”. O sea, debe vivir con cierta holgura, con un margen de libertad apto para henchir su destino personal (…) Muy bien, si el liberalismo consiste en dejarle a cada cual la holgura que precisa para hallarse franco en la posibilidad de henchir su destino, podríamos suponer que allí donde la gente está cómoda con una pequeñísima-o casi nula-franja de libertad, hay liberalismo, porque cada cual puede henchir su destino hasta un exiguo límite más allá del cual no apetece nada (…) ¿Y realmente será liberal esa sociedad? ¿La libertad que hace falta para ser liberal dependerá nada más que de las imágenes sociales, de las sensaciones sociales, de lo que una sociedad cree y siente como normal? El “plus” que objetivamente nosotros creemos que necesita esa sociedad para alcanzar el umbral del liberalismo, ¿será simplemente una representación mental nuestra? Y es acá donde necesitamos completar la idea. Es cierto que la dosis de libertad que un sistema requiere para calzar en el molde del liberalismo depende parcialmente de las ideas, las presiones y las vigencias sociales tempoespaciales de cada sociedad. Pero en tanto en cuanto el margen para henchir la vida personal, en tanto en cuanto lo de quedar franco para ello, se remita a una confrontación objetiva con un esquema también objetivo de libertad justa. La libertad y la justicia se realizan históricamente, se vivencian históricamente de acuerdo a la sensibilidad social de cada grupo humano. Pero desde que con un juicio crítico casi nadie deja de señalar como intolerables ciertos estrechamientos de la libertad, ciertas compresiones y depresiones de la libertad, es porque hay un mínimo de libertad objetivamente indispensable-más allá de lo que la gente padezca o no como privación y como injusticia-que todo sistema debe acoger si aspira a entrar en la categoría del liberalismo (…).

La libertad depende de las pretensiones colectivas, de la ideología o cosmovisión social predominante, de la figura que una sociedad se forja prospectivamente de lo que ella debe ser. Pero, es claro, otra vez volvemos a repetir que hay un problema de cuantificación de la libertad, o de densidad de la libertad. Por más que una sociedad se crea libre, por especiales que sean sus pretensiones, su proyecto, su autofigura, si objetivamente no deja el margen suficiente de holgura vital, de individuación o personalización para que quienes viven en ella desarrollen y expandan su personalidad, esa sociedad no será liberal (…) Las sociedades no liberales aprietan, aprisionan (…) Las sociedades no liberales anestesian, y por eso, no siempre permiten que las presiones molestas provoquen percusión en sus víctimas (…).

Toda democracia, cualquier democracia, “la” democracia, si por esencia no es un régimen de libertad, no es ninguna democracia. La de ayer, la de hoy, la de mañana, ha sido, es y tendrá que ser esencialmente un régimen de libertad, pero no de una libertad invariable, siempre la misma, o tal vez inmovilizada, sino de una libertad que es la de cada tiempo, la de cada sociedad, la de cada complejo cultural. Así comprendida la cuestión, democracia y libertad son una misma cosa”.

Liberalismo y democracia lejos están por ende, de ser términos antagónicos. Una sociedad es liberal cuando sus gobernantes son elegidos por el pueblo. Pero este requisito es insuficiente, Es fundamental que esos gobernantes ejerzan el poder acorde con los postulados fundamentales del liberalismo: respeto por los derechos y garantías individuales, por el pluralismo ideológico, por la propiedad privada, por la libre iniciativa, por la división de poderes; por el respeto al hombre como persona, en suma.

Sin democracia no hay liberalismo. Sin liberalismo no hay democracia.

Anexo

El Informador Público en el recuerdo

Vargas Llosa y el peronismo

17/03/2016

En su edición del jueves 10 de marzo, La Nación publicó la entrevista que el periodista Martín Rodríguez Yebra le hizo en Madrid a Mario Vargas Llosa, quien, una vez más, opinó sobre el peronismo. Dijo el laureado escritor: “Yo creo que la Argentina se jodió con el peronismo. El peronismo fue fatal para la Argentina. Introdujo una especie de nacionalismo que cerró a la Argentina y frenó el extraordinario progreso que había traído la política de fronteras abiertas. Era un país del primer mundo a comienzos del siglo XX y fíjese en lo que se convirtió la Argentina. Yo creo que eso tiene un nombre y es el peronismo. El país fue empobrecido, pero no hubo ninguna catástrofe natural ni ninguna guerra. Yo tengo la impresión de que el país es tan próspero que con una buena política puede resarcirse y volver a crecer. Para América Latina sería formidable. Brasil se está hundiendo por la corrupción y la demagogia. Vamos a necesitar un país que sea líder regional”.

El peronismo cambió para siempre a la Argentina. Constituye un fenómeno tan  nuestro, tan argentino, que quienes lo analizan desde el exterior, Estados Unidos, por ejemplo, se esmeran por encontrarle su significado. ¿Cómo fue posible, se ha preguntado Vargas Llosa desde siempre, que en un país que era tan próspero y pujante haya surgido el peronismo? Veamos. Entre 1880 y 1916, es decir entre la federalización de la ciudad de Buenos Aires y las elecciones presidenciales que consagraron a Hipólito Yrigoyen, la Argentina fue, efectivamente, un país pujante, una potencia que nada tenía que envidiar ni a los Estados Unidos ni a Europa. Conducida por la generación del Ochenta, la Argentina pasó a ser “el granero del mundo”. Sin embargo, el modelo de país enarbolado por el orden conservador lejos estaba de ser perfecto. Desarrollado económicamente, el sistema político del régimen conservador no hizo más que dinamitar el futuro de la Argentina. En efecto, en aquella época no estaba vigente la democracia tal como la entendemos en la actualidad. Era una democracia restringida, elitista. Era una democracia reservada exclusivamente para la élite que gobernaba el país. Las elecciones presidenciales quedaban reducidas a una puja entre candidatos de la oligarquía. Los sectores medios, a pesar de su crecimiento económico, estaban  marginados. Ni qué hablar de la clase trabajadora, invisible para el régimen conservador. Resultaba por demás evidente que un régimen de estas características no podía perdurar indefinidamente. Era una olla a presión que en algún momento iba a estallar. Los primero síntomas de disconformismo con el statu quo surgieron de una fuerza política que había sido creada en 1890 y que deseaba participar en política en representación de los sectores medios. Entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX el radicalismo protagonizó acciones revolucionarias que atemorizaron al régimen conservador. El escenario había cambiado y fue Roque Sáenz Peña el encargado de abrir las compuertas del régimen a los sectores medios. El objetivo del régimen conservador era claro: “democratizar” el sistema político para enervar los deseos de cambio revolucionario de quienes se sentían excluidos. La ley Sáenz Peña tuvo como objetivo precisamente eso: descomprimir la situación política que imperaba en el país a comienzos del siglo XX. A raíz de ello, Hipólito Yrigoyen, candidato radical, se presentó en 1916 a las elecciones presidenciales. Su principal rival era Lisandro de la Torre. Es probable que Sáenz Peña y los suyos jamás hubieran creído que Yrigoyen iba a ser el triunfador. Pero la vida a veces da sorpresas. La elección presidencial de 1916 fue una de esas sorpresas. ¡Y qué sorpresa! Por primera vez en la historia llegaba a la presidencia un político que no era un emblema del régimen conservador.

Pese a ser radical, Yrigoyen en ningún momento atentó contra los intereses de la oligarquía. Jamás pretendió ser un presidente “anti sistema”. Sin embargo, la oligarquía no lo toleraba por una sencilla y contundente razón: el “peludo” no era uno de ellos, era el representante de la “chusma” radical. Para el régimen conservador Yrigoyen era un cuerpo extraño que necesariamente debía ser eliminado para evitar que la sociedad argentina se enfermara. En 1922 asumió como presidente Marcelo T. de Alvear y ahí sí la oligarquía volvió a dormir tranquila. Pese a ser radical, Alvear era uno de los “suyos”. Seis años más tarde volvió la pesadilla. Yrigoyen fue plebiscitado en las elecciones presidenciales de 1928 ante el estupor de la oligarquía. La “chusma” había retornado al gobierno. Otros seis años de Yrigoyen en el poder eran inimaginables para los dueños de la Argentina. Si bien el golpe de estado cívico-militar del 6 de septiembre de 1930 obedeció a una serie de causas, no cabe duda alguna que el hartazgo y el temor de la oligarquía por un nuevo período presidencial del “peludo” mucho tuvo que ver. Además, ese derrocamiento desnudó la impotencia del orden conservador de crear una fuerza política de derecha capaz de ganar en elecciones libres y cristalinas. Entre 1930 y 1943 gobernó la oligarquía, como lo había hecho entre 1880 y 1916. Pero en esta oportunidad el radicalismo estaba proscripto y cuando fue autorizado a participar en procesos electorales el fraude impuso sus condiciones. Para el régimen conservador todo lo que ayudara a evitar el regreso del radicalismo al poder era válido y legítimo. Las elecciones presidenciales de 1937 fueron, como no podía ser de otro modo, escandalosamente fraudulentas. El nuevo presidente, Roberto Ortiz, fue consciente desde un principio de su carencia de legitimidad de origen. Por eso trató de hacer todo lo que estuviera a su alcance para democratizar el sistema político. Lamentablemente su salud no era la mejor y en 1940 se alejó de la presidencia siendo sustituido por el vicepresidente Ramón Castillo, un conservador de pura cepa. En aquel entonces el mundo estaba siendo sacudido por la segunda gran guerra protagonizada por los aliados y el eje. Si bien las fuerzas políticas eran aliadófilas, había sectores de las fuerzas armadas que simpatizaban con el Eje, como el denominado Grupo de Oficiales Unidos (GOU) que tuvo activa participación en la denominada “Revolución de 1943” que no fue más que otro derrocamiento cívico-militar contra la figura de Castillo. Fue entonces cuando irrumpió en la escena política nacional el coronel Juan Domingo Perón. En los dos años siguientes Perón acaparó una cuota impresionante de poder al adueñarse de la Secretaría de Trabajo, del ministerio de Guerra y de la vicepresidencia de la Nación. Y fue precisamente desde aquella Secretaría donde Perón edificó su estrategia política que le permitiría llegar a ser presidente elegido democráticamente en 1946. Hábil e inteligente, Perón vio lo que los demás no veían o se negaban a ver: la importancia de la clase obrera como actor político. Ni lerdo ni perezoso, hizo del movimiento obrero y de las fuerzas armadas las columnas centrales de la comunidad organizada, la piedra basal de su doctrina. La inmensa mayoría de las fuerzas armadas y las fuerzas políticas tradicionales quedaron perplejas ante el meteórico ascenso político de Perón. Finalmente el coronel fue encarcelado y a los pocos días una multitud reunida en la Plaza de Mayo clamó por su liberación. El 17 de octubre de 1945 fue la fecha de nacimiento del peronismo. Con Perón en libertad el presidente Farrell decidió convocar a elecciones presidenciales. A esa altura de los hechos, ya estaba instalada la antinomia peronismo-antiperonismo, antinomia que fue alimentada por la prepotencia y petulancia del embajador norteamericano Spruille Braden, quien no tuvo mejor idea que inmiscuirse en los asuntos internos del país militando abiertamente por la Unión Democrática. Perón encontró en Braden al enemigo perfecto. “Braden o Perón” fue su slogan de campaña. El 24 de febrero de 1946 Perón ganó por un estrecho margen a una coalición de todas las fuerzas políticas que existían hasta el momento, a los grandes medios de comunicación, al establishment y a la embajada de Estados Unidos que lo consideraba un simpatizante de Hitler. Ese día la Argentina dejó de ser la misma, para bien o para mal según la postura ideológica de cada uno.

El Nobel de Literatura jamás tuvo en cuenta, al referirse a la irrupción del peronismo, algo fundamental: Perón fue posible porque el orden conservador le entregó el país en bandeja. Su elitismo, su petulancia, su desconfianza por los sectores populares y, por qué negarlo, su racismo le allanaron el camino a un demagogo sin igual, a un experto en el arte de manipular a las masas y de conservar el poder a cualquier precio.

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