Por Alberto Medina Méndez.-

Un típico gesto hipócrita de este tiempo es transitar esa senda que jamás consigue alinear discurso y acción. Todos recitan que prefieren la verdad al engaño, sin embargo frente a lo irremediable e inocultable, optan sin dudar por la más confortable posibilidad de escaparse de la realidad y dejarse seducir por los encantos de las fantasías y las eternas falacias.

Se trata, indudablemente, de una actitud enfermiza, de un fenómeno sociológico totalmente irracional y hasta patológico, que se ha vuelto crónico, sin que aparezca con claridad el modo de interrumpir su inercia.

Nadie, en su sano juicio, se animaría a confesar que prefiere que le mientan que precisa ser engañado para vivir en un mundo de ficción, porque teme enfrentarse a la realidad y asumir sus abrumadoras consecuencias.

Cierta tendencia natural de los ciudadanos los invita a buscar culpables por fuera. Es la forma más burda de quitarse responsabilidades respecto de lo que sucede. Es por eso que la política resulta tan funcional a la sociedad.

Después de todo, esos pérfidos personajes que deambulan en esa actividad son un blanco fácil para esa misión. Muchos de ellos son corruptos, abundan allí detestables individuos que no merecen respeto alguno. Sus ambiciones desmedidas y sus hábitos más que reprochables los convierten en una casta que no genera ningún tipo de admiración.

Por eso cabe revisar el presente minuciosamente. No se trata de que los políticos mienten, sino de entender porqué sucede eso. No parecen tener, esos dirigentes, incentivo alguno para decir la verdad. Muy por el contrario, los que tienen el coraje de plantear los problemas con franqueza, describiendo las dificultades y explicando los sacrificios imprescindibles para prosperar no logran adhesión electoral y sólo consiguen el desprecio cívico.

En cambio, los demagogos de siempre, esos que prometen lo imposible, lo absolutamente irrealizable, cuentan con un aval categórico e incondicional que les permite obtener los votos suficientes para triunfar y acceder al poder. Los políticos intentan agradar a los votantes aplicando una lógica irrefutable. Solo dicen lo que la gente quiere escuchar.

La sociedad debe replantearse su rol y su evidente falta de compromiso. La tragedia se inicia cuando se decide expresamente rechazar la idea del esmero como requisito para superar los inconvenientes. Eso explica porque se aplaude sin inmutarse a los políticos que garantizan que lo que viene será mejor y proponen un porvenir absurdamente optimista. Cuando se espera que todo sea simple, con una realidad diseñada a la medida de los deseos, como en un cuento de hadas, nada resulta y todo es frustración.

Los dilemas se superan, en cualquier escenario coyuntural, cuando son afrontados con determinación e inteligencia. No se los resuelve de cualquier modo, y mucho menos, con improvisaciones y posturas displicentes.

Los asuntos de la comunidad deben ser analizados con paciencia y detenimiento para ser abordados luego con criterio y sensatez. Nada es gratis. Y lo que realmente vale, siempre cuesta. Pretender que esto sea diferente es definitivamente ingenuo y hasta demasiado infantil. Por eso la sociedad tiene en esto una gigante e indelegable cuota de responsabilidad.

Los políticos tramposos son hijos de esta sociedad enferma que prefiere la mentira a la verdad, que premia a los embusteros con su voto y castiga a los que muestran con crudeza que solo el esfuerzo permite el progreso.

A no quejarse entonces y, en todo caso, a generar los cambios que se anhelan. Las ambigüedades de los discursos políticos son solo un derivado esperable que se ajusta a las retorcidas demandas de una sociedad mediocre que no sólo vota a esos políticos, sino que ni siquiera tiene la honestidad intelectual de reconocer su propia y objetable conducta cívica.

Una sociedad que aplaude apasionadamente a una clase política repleta de farsantes, se debe a sí misma, una enorme autocrítica. La simplificación que lleva a culpar a los que se dejan utilizar, a los que venden su voto, a los «clientes» de la política, solo muestra un gran cinismo ciudadano.

El cambio empieza por cada uno y ahora. No existe magia ni alquimia que resuelva este presente. No se debe esperar que los demás empiecen a modificar su patética actitud. Es probable que sea el momento de dar el ejemplo y asumir ese liderazgo social que movilice a la comunidad invitándola a hacer lo preciso, a actuar con enérgica corrección. Se debe evitar caer en la cándida postura de buscar causantes alrededor. Solo basta con mirarse al espejo y repasar las acciones personales del pasado reciente.

Cuando la gente deje de votar a los embaucadores y empiece a darle respaldo concreto a los que proponen el máximo esfuerzo, a los más serios y preparados, a esos que hablan del futuro con sin eufóricos discursos, porque creen que con sacrificio se superaran las dificultades, para que luego todo pueda estar solo un poco mejor, recién en ese instante, se abrirá la puerta para que la sociedad pueda sentirse orgullosa de sí misma.

Para que eso ocurra no se debe esperar nada. No depende de las circunstancias económicas actuales, ni tampoco del contexto político, ni mucho menos de las agrupaciones partidarias. Solo es necesario tomar la decisión adecuada y abandonar esta práctica aberrante de comprar ilusiones y continuar con esta impronta de seguir entusiasmados con las mentiras.

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