Por Alberto Buela.-

La lucha por la igualdad nació con la modernidad y parece no terminar jamás, pues todos los días aparece una nueva demanda y la búsqueda de una nueva conquista, ya sea un derecho, ya un capricho subjetivo.

El fundamento de nuevos derechos es irrecusable cuando aceptamos el dictum de Eva Perón: allí donde hay una necesidad hay un derecho. Y ciertamente que el feminismo clásico se fundó sobre él, pues el varón a lo largo de la historia se reservó la exclusividad de derechos que negó a la mujer. Lo primero en toda disputa es el triunfo en la guerra semántica. Así ocurrió con la apropiación del término hombre, cuando el mismo corresponde tanto al varón como a la mujer. Sucedió lo mismo con los hispanoamericanos, que somos tanto o más americanos que los yanquis, pero ellos se quedaron con el nombre y a nosotros nos llaman latinoamericanos, con lo que, además, logran extrañarnos por el nombre.

Volviendo al feminismo, después que las mujeres consiguieran el derecho al voto, apareció el neo feminismo a partir de mediados de los años 60 del pasado siglo. Ese nuevo movimiento deja el liberalismo sufragista originario y se vuelca a la izquierda y comienza la seguidillas de reivindicaciones que llegan hasta hoy: anticapitalista, antirracista, antibelicista, antipatriarcal, abortista, eugenista, lesbianista, homosexualista, la adopción de niños por parejas de un mismo sexo, zoofilista en Canadá y un largo etcétera.

En una palabra, el neofeminismo no tiene límites en sus reivindicaciones pues no hay nadie que se le oponga. En realidad, en nuestras sociedades, permisivas y democráticas nadie se opone políticamente. Y cuando en una sociedad las minorías avanzan sin oposición alguna se tornan cada vez más violentas, por aquello que observó el viejo Platón: el hombre que puede actuar sin límite ni sanción alguna se convierte en un déspota.

Y esto sucede con las minorías neofeministas o cualquier otra que pueda actuar sin sanción ni límites, como los grupos indigenistas en el sur argentino que ocupan tierras privadas y queman casas e iglesias impunemente.

La razón última es que, por un lado, son políticamente correctos pues se suman el proyecto de globalización contribuyendo a la disolución de las naciones históricas, y por otro, sin la existencia de enemigos, aunque sean ficticios, sus dirigentes dejarían de existir. De modo que no nos tiene que llamar la atención el ejercicio de la violencia sin límites tanto sobre las cosas como sobre las personas así como el vocabulario soez y la actitud machista de mujeres que defecan en el atrio de la Catedral de Buenos Aires, arruinan monumentos públicos o pintan iglesias y escuelas.

En concreto, observamos que nuestra sociedad actual, que no es ni homofóbica ni antifeminista, está sometida al chantaje de estos grupos en demandas regulares y sucesivas cada vez más violentas por la razón que sin tales demandas dejarían de existir. Una vez que una sociedad concede todo lo que se le exige solo cabe esperar que su final no se demore.

Terminado este artículo me llegó uno excelente de la periodista Claudia Perió titulado Feminismo vs feminismo: una luchadora antifranquista, a juicio por defender el sexo biológico donde muestra como Lidia Falcón, pionera en defensa de los derechos de la mujer, fue llevada a juicio por las neofenimistas por ideología del odio al transgénero. Y lo único que hizo Falcón fue oponerse a la manipulación de los niños adoptados por los transexuales cambiándoles el sexo inyectándoles bloqueadores de la pubertad y hormonas.

Esto muestra, afirma Peiró, que existe un choque frontal entre el feminismo radical de corte marxista y el tansfeminismo sostenedor de la teoría del queer que sostiene la autodeterminación del género.

Al mismo tiempo me llegó, algo atrasada, la revista francesa Éléments N° 184 donde el escritor Benoit Duteurtre afirma sobre el tema: J’ai du mal a voir l’enfant comme un “droit”.

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