Por Hernán Andrés Kruse.-

Alberto Benegas Lynch (h) es el máximo exponente del liberalismo libertario en la Argentina. Es, también, el mentor de Javier Milei, quien dentro de pocos días asumirá como presidente de la nación. En anteriores notas que El Informador Público tuvo la gentileza de publicar, me referí a algunos de los temas que el autor trata al comienzo de su libro “Hacia el autogobierno” (Emecé Editores, Buenos Aires, 1993). Es importante reflexionar sobre su contenido ya que no cabe duda alguna que ejerció influencia sobre el economista que hoy está en boca de todos.

En el capítulo tercero Benegas Lynch (h) afirma que los gobiernos de fuerza son inaceptables. Todos asociamos los gobiernos de fuerza con los gobiernos surgidos de un golpe de estado, con los gobiernos surgidos al margen de la voluntad popular. Se trata de gobiernos impuestos por una minoría al pueblo. La Argentina está en condiciones de brindar numerosos ejemplos de gobiernos de esta índole. Pero para el autor los gobiernos de fuerza lejos están de circunscribirse a los gobiernos impuestos por las fuerzas armadas. El gobierno elegido por el pueblo es también un gobierno de fuerza, sentencia Benegas Lynch (h). Mientras que el gobierno surgido por un golpe militar es impuesto por una minoría, el gobierno elegido por el pueblo es impuesto por una mayoría (la mayoría que le dio el triunfo en las urnas). Para el autor “también el gobierno electo puede imponerse por una minoría: la primera minoría”. ¿De qué manera? En su respuesta Benegas Lynch (h) pone sobre la mesa una idea fundamental del liberalismo libertario: la naturaleza autoritaria del impuesto. Dice el autor: “El impuesto no es un procedimiento voluntario. Se impone por la fuerza. Para que sea voluntario se requiere el apoyo unánime, en cuyo caso el gobierno no presentaría las características inherentes a lo que tradicionalmente se entiende por una estructura política gubernamental, es decir, al monopolio de la fuerza”. Todo gobierno, para ser tal, debe sí o sí ejercer el monopolio de la fuerza. Si es incapaz de ejercerlo comienza a desfallecer, deja de ser lo que es. Deja de ser un gobierno de fuerza, un gobierno capaz de ejercer el poder. Fuerza y ejercicio del poder son, por ende, sinónimos.

Según Benegas Lynch (h) el gobierno (por más democrático que sea) debe inexorablemente imponer su autoridad, lo que en la práctica implica necesariamente la lesión de derechos. Es aquí donde surge, enfatiza el autor, una inconsistencia muy difícil de salvar incluso si se recurre a todo tipo de construcciones y modelos imaginarios. Para llevar claridad al tema el autor se apoya en el libro de James Buchanan “Libertad en el contrato social (Freedom in Constitucional Contract, Texas University Press, 1977). Dice el afamado economista norteamericano: “Muchas veces me he definido como un anarquista filosófico. En mi concepto de sociedad ideal, los individuos con derechos bien definidos y mutuamente respetados coexisten y cooperan sin necesidad de una estructura política formal. Sin embargo, mi sociedad práctica se mueve un escalón abajo del ideal y está basada en la presunción de que los individuos no podrían lograr aquellos niveles de comportamiento que se requieren para que la anarquía funcione aceptablemente”. Buchanan es consciente de que el anarquismo filosófico es una utopía, una empresa inalcanzable por una simple y contundente razón: los hombres, por sus lógicas imperfecciones, son incapaces de organizarse social y políticamente en base a la cooperación y confianza mutuas. Al ser consciente de sus miserias humanas reconoce que su anarquismo filosófico sólo es factible en el reino de los ángeles.

Como bien señala Benegas Lynch (h), Buchanan reconoce el carácter utópico de su anarquismo filosófico porque comparte con Thomas Hobbes su concepción del ser humano. En su libro “El Leviatán” Hobbes afirma que la convivencia social es una guerra de todos contra todos porque el hombre no es más que el lobo del hombre. El Estado surgió por voluntad de los hombres para evitar su autodestrucción. Buchanan reconoce que Hobbes estaba en lo cierto. El monopolio de la fuerza es la lógica consecuencia de la incapacidad de los hombres de vivir de manera armoniosa y civilizada sin necesidad de obedecer a una autoridad política. A pesar de que Buchanan está en las antípodas de la concepción política de Hobbes (el Leviatán) coincide con el filósofo inglés en su postura pesimista respecto a la condición humana.

La historia ha demostrado que los hombres no han hecho más que legitimar el estado de naturaleza de Hobbes. En su obra citada escribe: “Resulta manifiesto que durante el tiempo que los hombres viven sin un poder común que los mantenga a todos temerosos, estarán en la condición que se llama de guerra y dicha guerra es de todos contra todos (…) donde cada hombre es el enemigo del resto (…) En esta situación no hay lugar para la industria debido a que sus frutos resultan inciertos: y consecuentemente no habrá cultivo de la tierra, no habrá uso justo para los bienes importados vía marítima, no habrá edificación espaciosa, no habrá instrumentos para mover y remover lo cual requiere de mucha energía, no habrá conocimiento sobre la tierra, no habrá cálculo del tiempo, no habrá arte, no se mantendrá correspondencia, no habrá sociedad y, lo que es peor de todo, existirá miedo permanente y peligro de muerte violenta, y la vida del hombre será solitaria, pobre, desagradable, embrutecedora y corta”. Hobbes pinta un escenario desolador que obliga al hombre a someterse a una autoridad política que le garantice la paz social que no puede alcanzar en el estado de naturaleza.

Al igual que Hobbes, Buchanan tiene una visión negativa del hombre. Considera que las miserias morales propias de la condición humana tornan imposible una convivencia social basada en arreglos libres y espontáneos. Benegas Lynch (h) discrepa con Buchanan. Cree posible una convivencia social basada en la autonomía de los individuos y la mano invisible consagrada por Adam Smith. Cree posible “indagar sobre los incentivos que tienen los seres humanos para descubrir, promulgar y mantener normas justas de conducta de modo que se maximice la seguridad en base al respeto recíproco”. El autor confía en la condición humana. Cree que todo hombre es portador de fuerzas morales que orientan su conducta cuando se promulgan normas justas y con posterioridad para garantizar su vigencia. Cree que ningún hombre sería capaz de traicionar a sus semejantes luego de establecer dichas normas. Buchanan descree de esa visión idílica de los hombres: “Me corro del primer escalón donde las personas son seres imaginarios al segundo escalón donde las personas son reales (…) en otros términos, los intentos hacia el orden idealizado en el primer escalón podrían requerir algunas modificaciones en el carácter del ser humano, un objetivo que parece contrario a los juicios de valor del individualismo a los cuales adhiero explícitamente. Por otra parte, los intentos dirigidos a moverse en dirección a un ideal ubicado en un segundo escalón requiere solamente que las instituciones se modifiquen, un objetivo que parece moral y éticamente aceptable”.

Benegas Lynch (h) centra su atención en el carácter del ser humano del que habla Buchanan. El libertario se pregunta cuáles serían los motivos que tendrían los hombres para actuar como seres autónomos en las áreas de bienes y servicios (economía) y como lobos sedientos de carne humana en las áreas de seguridad y justicia. ¿Por qué el incentivo de la competencia es válido para el área de los bienes y servicios y, en cambio, es nocivo para el área de la seguridad y justicia? Es necesario, por ende, “explicitar con mayor detenimiento las razones por las cuales debe suponerse que el incentivo de la competencia y el ingenio humano no cuentan para proveerse de los servicios más importantes, es decir, seguridad y justicia. No parece consistente con la protección de las autonomías individuales, no parece ético, ni eficiente, que para proteger derechos se los deba conculcar estableciendo un régimen monopólico de la fuerza”. Benegas Lynch (h) no tiene en cuenta la fuerza espiritual fundamental que guía el accionar de los hombres: el ansia ilimitada de poder. Para que la convivencia social soñada por el libertario pueda plasmarse en la realidad, los hombres deberían carecer de semejante ansia, lo cual es absolutamente imposible, como lo ha demostrado hasta el cansancio la historia universal.

Buchanan y Benegas Lynch (h) coinciden en la imprescindible presencia de normas que garanticen los derechos de cada uno. Pero el asunto estriba, enfatiza el libertario, en encontrar el orden social capaz de producir las mejores normas. Ambos, por ende, se diferencian del anarquismo libertario. Buchanan afirma que “entre el anarquista libertario, quien no ve razón para ninguna ley y confía en que los límites estarán establecidos por el respeto de cada individuo a los otros, y el colectivista-socialista quien ve caos en todas las actividades humanas que no están controladas por la política, el constitucionalismo-contractualista se ubica en la mitad de camino. Su mundo ideal está entre la anarquía y el Leviatán donde ambos extremos se evitan”. Ni anarquía ni estado policíaco: constitucionalismo-contractualista, enfatiza Buchanan. Para el profesor estadounidense el constitucionalismo-contractualista es el orden social que mejor garantiza la producción de mejores normas. Benegas Lynch (h) comparte con Buchanan su rechazo por el socialismo colectivista y el anarquismo libertario. Pero para Benegas Lynch (h) el liberalismo libertario es más eficiente que el constitucionalismo-contractualista para establecer las normas que mejor garanticen el respeto de los derechos y libertades individuales.

¿Cuál es, en definitiva, la mejor manera de preservar las autonomías individuales? El debate sigue abierto y todo parece indicar que seguirá estándolo por mucho tiempo. Han florecido a lo largo de la historia numerosas corrientes de pensamiento que han tratado esta relevante cuestión y que han ejercido una profunda influencia sobre la opinión pública. Lo relevante, destaca Benegas Lynch (h), es que mientras se piense, como lo hace Buchanan desde su postura constitucionalista-contractualista, en la imperiosa necesidad de contar con una autoridad que monopolice el uso coercitivo de la fuerza, dicha autoridad continuará vivita y coleando.

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