Por Hernán Andrés Kruse.-

El miércoles 9 no fue un día como cualquier otro. Ese día la delincuencia cruzó un límite que se consideraba infranqueable. Cerca de las 7 y media de la mañana Morena Domínguez, de once años, caminaba rumbo a la escuela Almafuerte número 60, situada en el partido de Lanús. En un abrir y cerrar de ojos fue abordada por dos delincuentes que la golpearon con salvajismo para robarle el celular y la mochila. Apenas consumado el ataque se solicitó al 911 la presencia de una ambulancia que tardó 40 minutos en arribar al lugar. En ese lapso Morena fue trasladada a la escuela donde la madre de un alumno, que es enfermera, le practicó maniobras tratando de que su corazón y pulmones reaccionaran favorablemente. Minutos más tarde arribó el SAME. Los médicos le colocaron el desfibrilador y la intubaron pero Morena permaneció inconsciente. Ante semejante escenario los médicos decidieron trasladarla al Hospital Evita de Lanús. A las 9.20 Morena falleció. Horas más tarde la autopsia reveló que la nena falleció a causa de una hemorragia interna provocada por un desgarro en el hígado causado por un golpe profundo propinado por uno de los delincuentes.

Cerca de las once los principales portales de noticias comenzaron a informar sobre lo acontecido. Al mediodía, familiares, alumnos y vecinos de la zona se acercaron a la puerta del colegio para reclamar justicia. A las 14 decidieron dirigirse rumbo a la Comisaría 5 de Lanús para intentar dialogar con las autoridades policiales. Fue entonces cuando se armó una fenomenal batahola. Hubo piedrazos e insultos. Mientras tanto la Justicia confirmaba la detención de los dos sospechosos de haber cometido el crimen. Se tata de dos hermanos, Darío y Miguel Ángel Madariaga (25 y 28 años, respectivamente), ambos con un frondoso prontuario. Pasadas las 16 todos los candidatos tomaron la decisión de suspender los cierres de campaña (fuente: Florencia Illbele. “Cronología del crimen de Morena: punto por punto, qué se sabe de la trágica muerte de la nena de Lanús”, Infobae, 10/8/023).

¿Por qué la delincuencia cruzó un límite? Porque en esta oportunidad estos forajidos no dudaron en golpear con saña y alevosía a una nena de once años para robarle la mochila y el celular. No dudaron en sacrificar a un ser angelical para conseguir el celular que les permitiera intercambiarlo por droga. El hecho, como era previsible, conmocionó a la opinión pública. En realidad, la indignó. Y con justa razón. La gente está harta de la inseguridad y de la actitud pasiva de la clase política en esta cuestión. Está harta de que los delincuentes atrapados por la policía recuperen la libertad casi de inmediato. Está harta de aquellos jueces que lo permiten. Está harta de la corrupción policial, causa fundamental de la impunidad con la que actúa la delincuencia.

La tragedia del pasado 9 de agosto no hizo más que reavivar las críticas que desde hace mucho tiempo, y especialmente desde algunos medios de comunicación, se hacen al garantismo como doctrina jurídica en general y al que consideran emblema de dicha doctrina en Argentina, el doctor Zaffaroni, en particular. “¡Estos actos oprobiosos y repugnantes son la consecuencia lógica de la nefasta influencia que viene ejerciendo desde hace décadas en la sociedad en general y en las facultades de derecho del país en particular, el doctor Zaffaroni, quien obviamente está del lado de los delincuentes!”, comenzaron a vociferar ese mismo miércoles desde algunos canales de televisión apenas se conoció la infausta noticia.

Nadie discute la impunidad de la delincuencia. Nadie discute la imperiosa necesidad de que quien comete actos aberrantes como el que terminó con la vida de Morena debe ser severamente condenado. Todos estamos de acuerdo en la imperiosa necesidad de terminar de una vez por todas con la impunidad y la corrupción imperantes en los niveles político, judicial y policial. Ahora bien, la pregunta que creo debemos formularnos en este delicado momento es la siguiente: ¿es realmente el garantismo judicial el responsable ideológico de que la delincuencia se mueva a sus anchas?

Para responder a tal interrogante nada mejor que consultar a uno de los más preclaros exponentes de esta corriente de pensamiento, Luigi Ferrajoli. A continuación paso a transcribir partes de un ensayo de su autoría titulado “¿Qué es el garantismo?” Que el lector saque sus propias conclusiones.

SOBRE LA NOCIÓN DE GARANTISMO

“Dedicaré esta ponencia al significado del garantismo, es decir a la estructura del paradigma teórico del constitucionalismo garantista y de la democracia constitucional. “Garantismo” es un término del léxico jurídico y político relativamente nuevo. En el viejo léxico jurídico, se entendía por “garantías”, sobre todo, una clase de institutos del derecho privado provenientes del derecho romano, dirigidos a asegurar el cumplimiento de las obligaciones y la tutela de los correspondientes derechos patrimoniales: las garantías reales como la prenda y la hipoteca y las garantías personales como la fianza y el aval. Actualmente, por “garantías” se entiende también, y diría sobre todo, el conjunto de los límites y vínculos impuestos a los poderes públicos en garantía de los derechos fundamentales. Más en general, las garantías pueden ser redefinidas, en sede de teoría del derecho, como las obligaciones y prohibiciones correlativas a derechos subjetivos, sean ellos fundamentales o patrimoniales. Por “garantismo” se entiende, por consiguiente, un modelo de derecho dirigido a la garantía de los derechos subjetivos.

Según los distintos tipos de derechos en sostén de los cuales se prevén las “garantías”, es decir las técnicas idóneas para asegurar su efectiva tutela o satisfacción, distinguiremos diversos tipos de garantismo. Hablaremos, por lo tanto, de garantismo propietario para diseñar el sistema de garantías colocadas en protección del derecho de propiedad y de los demás derechos patrimoniales; de garantismo liberal, y específicamente penal, para designar las técnicas dispuestas en defensa de los derechos de libertad, primero entre todos la libertad personal, contra las intervenciones punitivas arbitrarias de tipo policial o judicial; de garantismo social para designar el conjunto de las garantías encaminadas a satisfacer los derechos sociales, como los derechos a la salud, a la educación, al trabajo y similares; de garantismo civil para designar las garantías puestas en tutela de los derechos civiles de autonomía negocial, pero también los límites impuestos al ejercicio de tales derechos en tutela de los derechos de los trabajadores o de los consumidores, o bien en protección del ambiente y de la competencia; y, por último, de garantismo internacional para designar el conjunto de las garantías, lamentablemente ausentes casi por completo, previstas en tutela de la paz y de los derechos fundamentales establecidos en las diversas cartas, declaraciones, pactos y convenciones de derecho internacional. En todos estos significados, el “garantismo” se configura como la otra cara del constitucionalismo, así como las garantías son la otra cara de los derechos constitucionalmente establecidos, a los cuales aseguran el máximo grado de efectividad. De hecho, todos los derechos fundamentales requieren leyes de actuación, es decir, la introducción de garantías eficaces y de adecuadas funciones e instituciones de garantía, en ausencia de las cuales aquéllos están destinados a permanecer en gran parte inefectivos.

El sector del derecho con referencia al cual la teoría del garantismo ha sido originalmente elaborada es el derecho penal. En efecto, fue sobre el terreno penal que nació el garantismo, en la cultura jurídica italiana progresista de los años setenta y ochenta, como réplica a la legislación y a la jurisdicción de la emergencia que en aquellos años redujeron el ya entonces débil sistema de las garantías del debido proceso. En este sentido, el garantismo se conecta con la tradición clásica del pensamiento penal liberal. Y expresa la instancia, que fue propia del iluminismo jurídico, de la minimización de aquel “poder terrible” –tal como lo llamó Montesquieu– que es el poder punitivo, a través de su rígida sujeción al derecho: precisamente, a través de la sujeción a la ley del poder penal judicial y a través de la sujeción a normas constitucionales del poder penal legislativo. Por ello, esta instancia se ha venido identificando con el proyecto de un derecho penal mínimo. “Garantismo penal” y “derecho penal mínimo” son, en efecto, términos sinónimos, que designan un modelo teórico y normativo de derecho penal en condiciones de racionalizar y minimizar la violencia de la intervención punitiva, vinculándola –tanto en la previsión legal de los delitos como en su comprobación judicial– a límites rígidos impuestos en tutela de los derechos de la persona.

En lo que respecta al delito, estos límites no son otra cosa que las garantías penales sustanciales: desde el principio de estricta legalidad o taxatividad de los hechos punibles a los principios de lesividad, materialidad y culpabilidad. En lo que respecta al proceso, los límites corresponden a las garantías procesales y del ordenamiento: el contradictorio, la paridad entre acusación y defensa, la separación entre juez y acusador, la presunción de inocencia, la carga acusatoria de la prueba, la oralidad y la publicidad del juicio, la independencia interna y externa de la magistratura y el principio del juez natural. Mientras que las garantías penales están dirigidas a la minimización de los delitos, es decir a la máxima reducción de aquello que se le permite prohibir al poder legislativo, las garantías procesales están encaminadas a la minimización del poder judicial, es decir a la máxima reducción de sus márgenes de arbitrio. Adicionalmente, existe un nexo no sólo entre derecho penal mínimo y garantismo, sino también entre derecho penal mínimo, efectividad y legitimación del sistema penal. Sólo un derecho penal que tiene por fin únicamente la tutela de bienes primarios y de derechos fundamentales se halla en condiciones de asegurar, junto a la certeza y a las otras garantías penales, también la eficiencia de la jurisdicción contra las formas de la criminalidad organizada, cada vez más potentes y amenazantes. Y solamente un derecho procesal garantista, basado en la paridad entre la acusación y la defensa y en la reducción de la prisión preventiva, puede ofrecer un fundamento creíble a la independencia de la magistratura y a su rol de control de las ilegalidades de los poderes públicos, más allá de la legitimación, siempre impropia y precaria, del consenso de la opinión pública.

Defensa social y garantismo, protección de bienes primarios y garantía de los derechos de los imputados y condenados, se configuran, por ello, como los dos fines no sólo esenciales sino entre ellos conectados, que legitiman la potestad punitiva. El derecho penal mínimo resulta así caracterizado como la ley del más débil, que en el momento del delito es la parte ofendida, en el del proceso es el imputado y en el de la pena es el condenado”.

UNA NOCIÓN AMPLIADA DE GARANTISMO

“A mi parecer, una concepción semejante del garantismo se presta para ser ampliada –como paradigma de la teoría general del derecho– a todo el campo de los derechos de la persona. De hecho, todos los derechos fundamentales –desde los derechos de libertad hasta los derechos sociales, de los derechos de los trabajadores a los derechos de las minorías– pueden ser concebidos como leyes del más débil, en alternativa a la ley del más fuerte, la cual prevalecería en su ausencia. De este modo, por “garantismo” se entenderá, en esta concepción más amplia, un modelo de derecho fundado en la rígida subordinación a la ley de todos los poderes y en los vínculos impuestos a ellos en garantía de los derechos, primeros entre todos los derechos fundamentales establecidos en las constituciones. En este sentido, el garantismo es sinónimo de “Estado constitucional de derecho”, es decir, de un sistema que reproduce el paradigma clásico del Estado liberal, ampliándolo en dos direcciones: por un lado, a todos los poderes, no sólo al judicial sino también a los poderes legislativo y de gobierno, no sólo a los poderes públicos sino también a los económicos privados y no sólo a los poderes estatales sino también a los poderes supraestatales; por el otro lado, a todos los derechos, no sólo a los de libertad, sino también a los sociales, y no sólo a los derechos sino también a bienes estipulados como vitales, con consiguientes obligaciones de satisfacción y protección, además de prohibiciones de lesión, a cargo de la esfera pública.

Por lo demás, también históricamente el primer modelo del Estado de derecho fue elaborado sobre el terreno penal, como sistema de límites al poder punitivo, ampliados luego, en el Estado constitucional de derecho, a todos los poderes y en garantía de todos los derechos. No está de más añadir que hoy, en Italia, la opción entre uso restringido y uso ampliado de “garantismo” no es políticamente neutral. La apelación al garantismo como sistema de límites impuestos sólo a la jurisdicción penal se ha conjugado, en la propaganda de las fuerzas políticas que hacen un uso restringido del término, con la ausencia de todo límite y control jurídico –y en particular de tipo judicial– al poder político y al poder económico. La “democracia”, según la imagen que está detrás de este uso restringido de “garantismo”, no sería otra cosa que la omnipotencia de la mayoría, legitimada por el voto popular, que serviría para permitirle cualquier abuso, incluido el conflicto entre intereses públicos e intereses privados; así como el “liberalismo” equivaldría, por su parte, a la ausencia de reglas y límites a la libertad de empresa. La expresión “liberaldemocracia” terminó así por designar –con estos usos restringidos de garantismo y ampliados de liberalismo y de democracia– dos formas convergentes de absolutismo, ambas contrarias al sistema de vínculos y contrapesos en el que consiste el garantismo como categoría general: el absolutismo de la mayoría y el absolutismo del mercado, de los poderes políticos y de los económicos, cada vez más amenazantemente confundidos entre ellos.

Está claro que, en este sentido, “garantismo” significa exactamente lo contrario a aquello que significa como paradigma teórico general: que quiere decir sujeción al derecho de cualquier poder, ya sea público o privado, a través de vínculos jurídicos y controles jurisdiccionales idóneos para impedir su ejercicio arbitrario e ilegal, en garantía de los derechos de todos. En esta noción ampliada, el garantismo designa el conjunto de los límites y de los vínculos impuestos al sistema de los poderes e idóneos para asegurar la máxima efectividad a las promesas constitucionales. Él designa, precisamente, en oposición a las concepciones a-constitucionales y formales de la democracia como omnipotencia de la mayoría, la dimensión constitucional y sustancial que vincula a la democracia no sólo en cuanto a la forma, es decir al quién y al cómo de las decisiones, sino también en cuanto a la sustancia, es decir al qué cosa no está permitido decidir o no decidir. Esta esfera de lo no decidible –de lo no decidible que y de lo no decidible que no– no es otra cosa que aquello que en esos contratos sociales de forma escrita que son las constituciones, se convino en sustraer a la voluntad de la mayoría: los derechos fundamentales de todos –la vida y la libertad personal, la dignidad de la persona y sus mínimos vitales–, que conforman las precondiciones del vivir civil y la razón de ser del pacto de convivencia y que no pueden ser sacrificados ante ninguna voluntad mayoritaria, ni ante ningún interés general o bien común.

Precisamente, las garantías de los derechos de libertad y de inmunidad, al consistir en las correspondientes prohibiciones de lesión por parte del Estado, definen la esfera de lo que ninguna mayoría puede decidir: ninguna mayoría, ni siquiera la unanimidad, puede decidir que un hombre sea privado de su libertad personal sin un proceso o que sean limitadas sus libertadas fundamentales. Contrariamente, las garantías de los derechos sociales, al consistir en las correspondientes obligaciones de prestación en cabeza de la esfera pública, definen la esfera de lo que ninguna mayoría puede no decidir: como no proveer a cada uno asistencia sanitaria, educación básica, asistencia previsional y de supervivencia. Indudablemente, en tanto prohibiciones y obligaciones, las garantías de los derechos fundamentales establecidos en las constituciones limitan la democracia política. Aun así, sirven también para integrarla y, por decirlo de algún modo, reforzarla, junto a la noción, que está detrás suyo, de “soberanía popular”. Todos los derechos fundamentales –no sólo los derechos políticos, sino también los derechos civiles, los derechos de libertad y los derechos sociales–, al ser conferidos de modo igual a todos en tanto personas o ciudadanos, aluden al “pueblo” entero, refiriéndose a poderes y a expectativas de todos, aún más que el mismo principio de la mayoría.

La soberanía popular, comúnmente expresada en las constituciones democráticas por el principio de que “la soberanía pertenece al pueblo”, resulta redefinida en el único sentido en el cual es compatible con el Estado constitucional de derecho, que no admite poderes legibus soluti: por un lado, como garantía negativa, en virtud de la cual ella pertenece al pueblo y a nadie más; y nadie, ni asamblea representativa, ni mayoría parlamentaria ni presidente elegido por el pueblo, puede apropiarse de ella y usurparla o de algún modo invocarla como fuente de una pretendida omnipotencia; por el otro lado, como garantía positiva, en el sentido de que, al no ser el pueblo un macro-sujeto sino el conjunto de todos los asociados, la soberanía pertenece a todos y a cada uno, identificándose con la suma de esos fragmentos de soberanía, es decir de esos poderes y contrapoderes que son los derechos fundamentales de los que todos y cada uno son titulares.

En pocas palabras, la soberanía es de todos y (por ello) de ninguno. De allí el carácter “democrático” de las garantías de los derechos fundamentales en cuanto derechos de todos, que insertan una dimensión “sustancial” en la democracia política, sometiéndola, junto al respeto de las “formas” mayoritarias de las decisiones, también a los límites y a los vínculos de “sustancia” relativos a sus contenidos. De lo dicho también se desprende el carácter no consensual ni representativo –porque, contrariamente, es antimayoritario– de las funciones y de las instituciones de garantía: de las funciones y de las instituciones de garantía primaria, como por ejemplo la escuela y la salud pública, destinadas a la tutela y satisfacción directa de los derechos fundamentales; y de las funciones y de las instituciones de garantía secundaria o jurisdiccionales, destinadas a sancionar o a anular las violaciones de las garantías primarias. Justamente porque los derechos fundamentales, según una feliz expresión de Ronald Dworkin, son derechos “contra la mayoría”, también sus garantías y las relativas funciones e instituciones llamadas a aplicarlas deben ser virtualmente “contra la mayoría”. Por esto, el carácter electivo de los magistrados o la dependencia del ejecutivo del ministerio público estarían en contradicción con la fuente de legitimación política de la jurisdicción. El sentido de la célebre frase “aún habrá un juez en Berlín” es que debe haber un juez que esté en condiciones de absolver o de condenar contra la voluntad de todos cuando falten o cuando existan las pruebas de su culpabilidad.

El garantismo, en fin, no es sólo un modelo de derecho caracterizado por la presencia de garantías dirigidas a asegurar el máximo grado de efectividad al catálogo de los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos. Aquél es, antes bien, una filosofía política sobre los fines y fundamentos que justifican el derecho y, a la vez, una teoría jurídica de las garantías de aquellos principios de justicia que están formulados en las constituciones de los ordenamientos democráticos. Como filosofía política, el garantismo es una doctrina normativa sobre el deber ser del derecho desde un punto de vista axiológico externo. De aquí su dimensión proyectiva, además de normativa. La doctrina filosófica del garantismo, de hecho, elabora y proyecta los modelos normativos que en los diversos sectores del ordenamiento –no sólo en el penal– sirven para justificar el derecho como ley del más débil. Y sirve además para proveer los criterios de crítica y de deslegitimación externa de los perfiles de injusticia del derecho en concreto, o de sus normas particulares o institutos, en tanto contrarios o incluso sólo inadecuados a aquel rol justificante.

Como teoría jurídica, el garantismo es, en cambio, una teoría empírica y a la vez normativa, sobre el deber ser del derecho desde el punto de vista jurídico interno de los principios de justicia incorporados como normas positivas en las constituciones de los ordenamientos democráticos. En este sentido, el garantismo se confunde en gran parte con el constitucionalismo, es decir con aquella extraordinaria innovación del derecho moderno que consiste en la proyección, también sustancial, del derecho por parte del derecho mismo. Y se configura, también ella, por un lado como teoría proyectiva, destinada a colmar o a integrar las eventuales lagunas de las garantías requeridas por los derechos constitucionalmente establecidos; y por el otro lado como teoría crítica, destinada a identificar los perfiles de invalidez y de incoherencia de la legislación vigente y de la práctica judicial, respecto del modelo constitucional”.

Después de leer estas reflexiones de Ferrajoli ¿se puede afirmar, sin lesionar severamente la honestidad intelectual, que el garantismo abona el terreno con las semillas de la impunidad y la corrupción política, judicial y policial?

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