Por Hernán Andrés Kruse.-

El martes 6 de febrero el gobierno nacional recibió un duro golpe legislativo. Al tomar conciencia de la inexorable derrota que sufriría en la votación artículo por artículo de la Ley Ómnibus, el presidente Milei ordenó desde Israel el retiro de la norma. Semejante decisión dio lugar a un sonoro festejo de las bancadas de Unión por la Patria y la Izquierda. Lamentablemente, la reacción del gobierno nacional estuvo reñida con las más elementales normas de convivencia democrática. A través de la cuenta X de la Oficina del Presidente, el oficialismo sostuvo que “el pueblo jamás olvidará los nombres de aquellos que, pudiendo facilitar las reformas que fueron elegidas por el 56% de los argentinos, decidieron seguir haciéndole el juego a la casta”. Y a continuación, dio a conocer la lista de aquellos legisladores “dialoguistas” que votaron en contra de la Ley Ómnibus. Entre los legisladores excomulgados figura Carolina Píparo, quien fuera candidata por La libertad Avanza en las elecciones a gobernador en la provincia de Buenos Aires. Dolida por la reacción intempestiva del oficialismo, Píparo sostuvo que “es muy triste ver prácticas fascistas por parte de un espacio que llegó al gobierno como liberal” (fuente: Perfil, 7/2/024).

Pero los legisladores escrachados lejos estuvieron de ser los únicos juzgados y sentenciados por el presidente de la nación. Quienes también quedaron en la mira presidencial son varios gobernadores, a quienes Milei pretende hacer escarmentar para que tomen conciencia del precio que se paga por desafiar su autoridad. Horas después del fracaso legislativo el presidente decidió eliminar el Fondo Compensador del Interior por el que se subsidia a las empresas de colectivos urbanos. Ello significa que, a partir de ahora, dichas empresas no tendrán más remedio que incrementar fuertemente el precio del boleto, lo que implicará un fuerte golpe al maltrecho bolsillo de los trabajadores. En Rosario, por ejemplo, no sería extraño que el boleto pase a tener un valor de 1000$. Si un trabajador utiliza el colectivo dos veces por día, ello significa que en un mes el colectivo le significará un gasto de 60.000$. Qué duda cabe que se trata de una venganza de Milei.

La reacción de los gobernadores afectados no se hizo esperar. Maximiliano Pullaro, gobernador de Santa Fe, destacó que la Bota siempre sufrió discriminación de parte del gobierno central y agregó: “Como siempre, la provincia de Santa Fe sola le puso el pecho a los problemas. Nunca creímos que se iban a cortar los subsidios”. “Otra vez nos dejan solos. Hay una discriminación sobre el interior de la Argentina en materia de subsidios”. Por su parte, Alfredo Cornejo, gobernador de Mendoza, expresó: “La eliminación de subsidios de transporte para el interior del país, sosteniendo los del AMBA, incumple el Pacto fiscal de 2017. Se mantienen fuertes asimetrías entre el conurbano bonaerense y el resto del país. Bienvenido el orden fiscal, pero debe ser equitativo”. Mientras que los intendentes de las principales ciudades del país emitieron un comunicado en el que marcan su “extrema preocupación” y destacan que la medida “no es contra los intendentes, es contra los millones de estudiantes, enfermeros y trabajadores que diariamente utilizan el transporte público para movilizarse en sus respectivas ciudades” (fuente: Joaquín Múgica Díaz, “Los gobernadores rechazaron la quita de subsidios al transporte en el interior y aumenta la tensión con el gobierno”, Infobae, 8/2/024). La frutilla del postre fue la publicación de un dibujo de Nik donde se lo ve a Milei emulando a Terminator, quien exclama “Casta la vista baby”. En los filmes esa frase de Terminator era una sentencia de muerte para su víctima. Lo más grave es que el dibujo de Nik fue avalado por el presidente de la nación. ¿Significa entonces que si las circunstancias así lo exigieran Milei no dudaría en ordenar el fusilamiento de quienes osan desafiar su autoridad?

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Matías Saidel (Universidad Católica de Santa Fe., Conicet) titulado “¿Se puede hablar de un momento fascista del neoliberalismo?” (Revista Argentina de Ciencia Política, Vol. 1, Núm. 24, 2020). Lo que está aconteciendo en la Argentina demuestra que sí se puede. Escribió el autor:

EL NEOLIBERALISMO, ENTRE GUBERNAMENTALIDAD Y GUERRA

“El curso de Foucault de 1979 sobre el neoliberalismo ha sido fundamental no solo para conocer las diferencias doctrinales al interior de ese universo sino también para captar las claves constitutivas de la racionalidad gubernamental neoliberal: la empresa como institución central de la nueva sociedad y como forma subjetiva, la competencia como lógica que debe ser extendida a todos los ámbitos de la existencia y que el Estado debe garantizar permanentemente, la producción de un homo economicus competencial que debe concebirse a sí mismo como un empresario que administra su propio capital humano y lo pone en juego en cada decisión, y la extensión de dicha grilla de análisis a cualquier conducta humana (Foucault, 2008).

No eran preocupaciones de Foucault por aquel entonces cuestiones que surgirán al calor de la efectiva implementación de las políticas neoliberales: las transformaciones del capitalismo hacia la financiarización y la economía de la deuda, los movimientos políticos que darían forma a sociedades y subjetividades neoliberales, etc. Por si fuera poco, la hipótesis del poder gubernamental como conducción de conductas, que Foucault desarrolla en “Seguridad, Territorio, Población”, daría pie a interpretaciones edulcoradas de la gubernamentalidad, donde el poder ya no tendría que ver con la lucha entre fuerzas y la guerra en la filigrana de la paz, puesta a prueba en sus textos y cursos previos. Sin embargo, ya en ese entonces se estaban librando guerras muy materiales que tendrían como objetivo transformar radicalmente a la sociedad en un sentido neoliberal a partir del combate a un enemigo interno. En los años ‘70 esto se verificaría en el Cono Sur con el desembarco de los “Chicago Boys” para hacerse cargo de la economía chilena durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), y en Argentina con planes de ajuste que inician un ciclo de recesión, endeudamiento, desempleo y pobreza que pesan como una condena sobre un país que hace medio siglo tenía los mejores indicadores socioeconómicos de la región.

Sin recurrir al terrorismo de Estado ni a la dictadura militar, este neoliberalismo combativo también fue el de Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1981-1989), quienes destruyeron el poder de la clase obrera organizada, redujeron impuestos a los ricos y el salario a los trabajadores, y privatizaron bienes y servicios públicos (Harvey, 2007). Dicho proceso se consolida con la caída de la URSS y el auge de una globalización neoliberal acompañada por una apertura multiculturalista promovida por gobiernos que, como el de Tony Blair (1997-2007), Bill Clinton (1993-2001), Gerhard Schröder (1998-2005) y otros, habían llegado al poder proponiendo una “tercera vía” que reuniera socialdemocracia y liberalismo, pero llevaron la política de privatizaciones, mercantilización y la cultura del individualismo narcisista y meritocrático a sus últimas consecuencias, al punto que Thatcher reconocería al nuevo laborismo como su mayor logro.

Sin embargo, en los últimos años, especialmente tras la crisis del 2008, hemos asistido a nivel global a un crecimiento acelerado de fuerzas políticas que reivindican abiertamente elementos autoritarios, reaccionarios y xenófobos, tanto en lo político como en lo sociocultural. En ese sentido, si la mercantilización de todo parecía ir de la mano de una nueva forma de pluralismo de supermercado (Vattimo, 2004) donde todo lo sólido y sustancial se desvanecía en las gélidas aguas de la competencia y los húmedos sueños del consumismo de masas, hoy asistimos al renacimiento de identidades fuertemente excluyentes y a una consolidación de distintas formas de guerra tanto por sus medios (guerras militares, psicológicas, financieras, comerciales, legales, mediáticas) como por sus blancos declarados o implícitos (guerras al inmigrante, a las mujeres, a las disidencias sexuales, a los pobres, a los precarios, al narcotráfico, a los campesinos, al terrorismo, al musulmán, al indio) (Alliez y Lazzarato, 2016).

Esta situación muestra los límites de aquellas visiones del neoliberalismo para las cuales la nueva gubernamentalidad se caracterizaba por la reflexividad de los sujetos y la ausencia de negatividad. En efecto, parece al menos discutible que para interpretar las relaciones de poder contemporáneas se nos hable de una sociedad del rendimiento como lógica única y última del capitalismo neoliberal, signada por un exceso de positividad, en la cual la gente se explota a sí misma y donde la violencia es puramente neuronal (Han, 2016). Con ello no queremos desconocer que muchas de las patologías que afectan a los sujetos contemporáneos se deban a la impotencia generada por un discurso donde todo parece posible y a una ideología felicista (Berardi, 2003) que produce nuevos padecimientos psíquicos.

Sin embargo, además de preguntarnos por los dispositivos de poder que dan lugar a este tipo de subjetividades, también creemos necesario considerar las racionalidades estratégicas que organizan y producen esta sociedad de la competencia y de la autoempresarialidad, teniendo en cuenta los modos violentos de acumulación que han sido una constante en las periferias del capitalismo desde su nacimiento hasta la actualidad (Sacchi & Saidel, 2018). Esto último queda evidenciado por la perspectiva de Alliez y Lazzarato, quienes sostienen que no se puede separar la gubernamentalidad de la lógica bélica del biopoder, que existe una continuidad cada vez más marcada entre guerra, política y economía (con un rol hegemónico de las finanzas) y que el liberalismo ha sido desde sus comienzos una filosofía de guerra total. En este sentido, lejos de una excepcionalidad histórica hoy asistimos a una conjunción específica de biopolítica y gubernamentalidad, relaciones de fuerzas, enfrentamiento de estrategias y conducción de conductas (Saidel, 2018; Lazzarato, 2019)”.

DEL NEOLIBERALISMO COMBATIVO AL PUNITIVO

“En un ensayo de 2016, William Davies establece una periodización del neoliberalismo que, si bien se centra en la experiencia anglosajona, marca hitos relevantes para comprender las transformaciones del neoliberalismo a nivel global: el ya mencionado neoliberalismo combativo (1979-1989), el normativo (1989-2008) y el punitivo, iniciado en 2008, en el que “los sistemas y las rutinas de poder sobreviven, pero sin autoridad normativa o democrática”.

La periodización de Davies no tiene tanto que ver con las medidas de regulación concretas sino con las orientaciones éticas y filosóficas que les dieron sustento. Al mismo tiempo, Davies nunca deja de tener en cuenta cuáles son los objetivos estratégicos del neoliberalismo, señalando que, desde su mismo nacimiento, este buscó neutralizar la posibilidad del socialismo y que dicho objetivo se alcanzó durante la etapa del neoliberalismo combativo con la legislación contra los trabajadores, la represión a los sindicatos y las políticas monetaristas antiinflacionarias con altas tasas de interés que dieron lugar a un aumento estrepitoso del desempleo. Si bien desde el punto de vista económico-social, las políticas neoliberales de los ’80 no dieron los frutos que prometían, desde el punto de vista estratégico de destruir al movimiento obrero como fuerza política y al socialismo como horizonte de expectativas fueron altamente exitosas. En ese sentido, Davies recupera la siguiente observación de David Graeber: “Cuando hay que elegir entre una opción que hace que el capitalismo parezca el único sistema económico posible y otra que podría convertir de hecho al capitalismo en un sistema económico más viable, el neoliberalismo siempre opta por la primera”. Este temprano triunfo facilitó la aparición en los años ‘90 de un “neoliberalismo normativo”: un tipo de gobernanza que busca establecer una norma de justicia basada en la mensurabilidad de todo. Las lógicas del capital humano, de la empresa, de la maximización económica y de la competencia, ya comentadas por Foucault, van a permitir distinguir como algo pretendidamente justo que algunos ganen y otros pierdan. Dicha legitimidad se construyó en base a los sistemas de medición y evaluación que se volvieron transversales a todos los ámbitos de la experiencia humana.

Sin embargo, según Davies, ella entró en crisis cuando quedó en evidencia que las agencias de calificación que evalúan la situación financiera de los países respondían a intereses económico-financieros bien precisos y las desigualdades generadas por esta sociedad empezaron a ser cuestionadas. En ambas etapas se asistió a un incremento exponencial de la deuda, primero pública y luego privada, que estalló con la crisis del 2008. Es en ese marco, posterior al rescate estatal a la banca privada que había originado la crisis, que surge el actual neoliberalismo punitivo. Lo que distingue el espíritu del castigo es su lógica post jure, es decir, la sensación de que el momento del juicio ya ha pasado y que las cuestiones de valor o culpa ya no están abiertas a deliberación. Por eso mismo es poscrítico. En el neoliberalismo punitivo, la dependencia económica y el fracaso moral se enredan en forma de deuda, produciendo una afección melancólica en la que gobiernos y sociedades liberan el odio y la violencia sobre miembros de su propia población (Davies, 2016). Davies señala como específico de esta etapa que la irracionalidad de muchas de las medidas que se toman sólo puede explicarse por un deseo de venganza, pues las mismas atentan contra quienes han padecido los efectos negativos de las políticas neoliberales. En contraste con la ofensiva contra el socialismo, los “enemigos” contra los que ahora se dirige están en gran medida desprovistos de poder y se hallan dentro del propio sistema neoliberal.

En algunos casos, como los de aquellos traumatizados por la pobreza, la deuda y el hundimiento de las redes de seguridad social, ya han sido en gran medida destruidos como fuerza política autónoma. Pero de algún modo esto aumenta el impulso de castigarlos más aún (Davies, 2016). Lo llamativo de esta etapa “poshegemónica” es que ya no parece necesario dar ninguna justificación racional de las medidas que se toman. Un ejemplo palmario es el de las políticas de austeridad recomendadas universalmente por los organismos multilaterales de crédito. A pesar de que hace cuatro décadas que dichas medidas producen efectos contrarios a los que se declara desear (promover el crecimiento, permitir disminuir las deudas, reducir el déficit público, etc.) se siguen aplicando con mayor insistencia. Al respecto, tanto Lazzarato (2013) como Dardot y Laval (2019) señalan que dichas medidas perpetúan la crisis en tanto forma de gobierno. En el mismo sentido, Davies señala: “En el pasado, el neoliberalismo ha sido criticado por situar los juicios económicos de la “eficiencia” o la “competitividad” por encima de los juicios morales de la justicia social. Pero parece cada vez más, al menos en el plano del discurso público, que los gobiernos operan completamente fuera de las normas del juicio. El mejor ejemplo de esto es la austeridad en sí. La historia ofrece escasos ejemplos de programas procíclicos de contracción presupuestaria que hayan logrado evitar el estancamiento macroeconómico. (…) Pero ninguna prueba empírica sobre las deficiencias de la austeridad parece adecuada para hacer descarrilar a quienes defienden que es necesaria”.

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