Por Hernán Andrés Kruse.-

“En ese marco, las políticas sociales destinadas a disciplinar a las poblaciones vulnerables se han vuelto igualmente increíbles (Davies, 2016). Esto tiene que ver con el paso inexorable del welfare al workfare (por no hablar aquí del debtfare). Dicho sistema supone, en el caso inglés, que un desempleado tenga que prestar su fuerza de trabajo de manera gratuita para no perder su subsidio de desempleo y las ayudas para alquileres, lo cual en la mayoría de los casos se traduce –parodiando la lectura que hace Foucault de las teorías neoliberales del capital humano– en el tránsito de una actividad no rentable a otra no rentable. Más de un millón de británicos han sido sancionados por una razón u otra. Miles han muerto después de que los gestores privados subcontratados por el Estado para administrar el nuevo modelo de workfare los declarasen “aptos para trabajar” y les retirasen sus prestaciones por discapacidad (Davies, 2016). Al mismo tiempo, Davies muestra cómo la violencia de la positividad (Han, 2016) no es algo que los sujetos se imponen a sí mismos ni un efecto sistémico de un vaporoso imperativo de rendimiento, sino que les es impuesto por los dispositivos de gestión de la mano de obra, incluso la desocupada: Las políticas sobre el mercado laboral incorporan ahora dudosas técnicas de activación conductual, desde programación neurolingüística a lemas autopublicitarios. Los participantes deben leer “afirmaciones” como “Mis únicas limitaciones son las que me pongo a mí mismo”, que son casi cómicamente distantes de la realidad de quienes viven con bajos ingresos, enfermedades crónicas y miembros dependientes en la familia (Davies, 2016).

Para Davies, esta redefinición de las políticas públicas en base a la norma de la austeridad y el pago a los acreedores de la deuda pública pone en dudas la racionalidad productiva del biopoder estudiado por Foucault, pues hoy parece volverse a formas soberanas, no basadas en ninguna evidencia científica, y circulares, de ejercicio del poder. El neoliberalismo punitivo sería una manifestación de esta irracionalidad del poder soberano actual y de su definitivo alejamiento de la racionalidad democrático-liberal. En este sentido, Ramírez Gallegos afirma: “El “rostro humano” que el maridaje con cierto progresismo supo conferir en su momento al proyecto neoliberal le permitió encumbrarse como orden hegemónico global, en que elementos consensuales y coercitivos podían convivir aún en precario equilibrio. Es dicha convivencia la que ha entrado en crisis con la multiplicación de plataformas de gobierno –mucho más allá de Trump o Bolsonaro– cuyas convicciones neoliberales se afirman extramuros de algún relato democrático que dé soporte a la sociedad de derechos. Estaríamos, más bien, frente a un nuevo ciclo histórico de alcance global, en que el imperativo neoliberal disuelve sus mínimas bases consensuales y se proyecta como forma pura de dominación, renuente a cualquier compromiso robusto con la democracia y los derechos de las mayorías”.

¿FASCISMO NEOLIBERAL?

“Este mismo proceso analizado por Davies ha llevado a algunos teóricos a caracterizarlo como el auge de un fascismo neoliberal. Con ello, los críticos no se refieren tanto a los partidos o movimientos neofascistas que existen en Europa desde hace décadas, que incluyen la violencia paramilitar contra los inmigrantes y que reivindican al fascismo histórico, sino al auge de la nueva derecha radical surgida como efecto y en el seno del propio neoliberalismo y que conjuga elementos xenófobos, misóginos, chauvinistas y aporofóbicos con la apología del mercado. Este vínculo entre neoliberalismo y (neo) fascismo es explorado en un reciente libro colectivo publicado en España en cuyo prefacio se afirma que, más allá de las retóricas anti-establishment, los nuevos fascismos mantienen un fuerte vínculo con los mercados, el poder financiero y el capitalismo global. Los estragos causados por el neoliberalismo (desigualdad, empobrecimiento, intemperie, miedo, resentimiento, desconfianza en la democracia) han preparado el terreno para que emerja un nuevo fascismo que, lejos de combatir al neoliberalismo causante, se ofrece a él para llevar su hegemonía aún más lejos. Un capitalismo que en su última fase no necesita ya la democracia puede funcionar sin ella. Un mercado que ha dado por liquidado el gran pacto social de postguerra, y cuyo dominio encuentra menos resistencia mediante el desguace de la democracia, optando por fórmulas autoritarias para asegurar ese dominio (Guamán et. al., 2019: Prólogo).

En ese marco, Henry Giroux se refiere al ascenso de Trump como una síntesis de prácticas fascistas y neoliberales. Giroux (2018) entiende al neoliberalismo como la forma más predatoria de capitalismo, signado por la búsqueda de consolidar el poder en la élite financiera y de asegurar que no se puedan imaginar alternativas a su forma de gobernanza. Para Giroux, el odio neoliberal a la democracia, el bien común y el contrato social ha desatado elementos de un pasado fascista en el que la supremacía blanca, el ultranacionalismo, la misoginia y el odio a los inmigrantes se combinan en una mezcla tóxica de militarismo, violencia estatal y políticas de desechabilidad. Se eliminan los lazos sociales y las barreras morales, lo que habilita nuevas formas de violencia y crueldad, como la ejercida contra los inmigrantes enjaulados (Giroux, 2018). Para Giroux se puede hablar de fascismo porque este no es algo fijo en la historia sino una ideología autoritaria y un comportamiento político que se caracteriza por una serie de pasiones movilizadoras (Paxton, 2019) que incluyen el ataque a la democracia, el llamado al líder fuerte, un desprecio de las debilidades humanas, una obsesión con la hipermasculinidad, un militarismo agresivo, una apelación a la grandeza nacional, un desdén por lo femenino, un investimento en el lenguaje de la decadencia cultural, la retirada de los derechos humanos, la supresión del disenso, la propensión a la violencia, el desprecio a los intelectuales, un odio a la razón, fantasías de superioridad racial, y políticas eliminacionistas dirigidas a la limpieza social.

En esta mezcla de barbarismo económico, nihilismo político, pureza racial, ortodoxia económica y sonambulismo ético, se ha producido una formación económico-política distintiva que llamo fascismo neoliberal. Este nuevo fascismo se habría cocinado a fuego lento en EEUU, no solo a partir de las desigualdades generadas por la destrucción del Estado benefactor sino también a partir de la guerra contra el terrorismo de Bush y Obama, que puso en jaque al Estado de Derecho. Al mismo tiempo, en línea con lo señalado por Davies, Giroux sostiene que este estado corporativo impuso una crueldad incomprensible a los pobres y a las poblaciones negras vulnerables. Un aspecto premonitorio de este fascismo en fase de prueba sería el uso del lenguaje, puesto que el fascismo siempre empezaría por él antes de pasar a la violencia física. Al inicio de su presidencia, la administración Trump sugiere a los oficiales de los Centros de Control de Enfermedades no usar palabras como “vulnerable”, “derecho”, “diversidad”, “transgénero”, “feto”, “basado en evidencia” y “basado en la ciencia”. Inmediatamente después, se borraron referencias al cambio climático y el efecto invernadero de los sitios web oficiales como así también la información sobre ciudadanos LGBTQ. Además, se ha usado un lenguaje deshumanizante que recuerda al nazismo, como llamar “animales” a los inmigrantes indocumentados, que “infestan nuestro país”. Por otra parte, Trump ha minimizado la violencia de las marchas de los supremacistas blancos y neonazis, alentando implícitamente el aumento que se viene registrando de crímenes de odio racial. Esto también impacta en el terreno de la memoria pública, donde se intenta eliminar la violencia genocida contra los americanos nativos, esclavos negros y afroamericanos (Giroux, 2018).

Según Giroux (2018), en el contexto neoliberal, la libertad se transforma en obsesión con el autointerés, parte de una cultura de guerra que enfrenta a los individuos en un marco de indiferencia, violencia y crueldad que rechaza cualquier sentido de responsabilidad moral y política. El fascismo neoliberal insiste en que todo debe ser rehecho a imagen del mercado. Cada uno está sujeto a un lenguaje de responsabilidad individual y a un aparato disciplinario que da por tierra con el sueño de movilidad social. Todos los problemas de este capital humano deben ser resueltos por el propio individuo. En la misma sintonía, desde Francia, Éric Fassin (2018) sostiene que asistimos a una reconstrucción fascista del neoliberalismo y también se refiere al gobierno de Macron como liberalismo iliberal. Fassin señala que en Europa las decisiones económicas parecen ser demasiado importantes como para dejarlas al arbitrio de los pueblos, lo cual torna a la democracia irrelevante. Por eso se pregunta cómo pensar de manera conjunta el auge de la extrema derecha y la deriva autoritaria del neoliberalismo. Por un lado, el auge del supremacismo blanco, machista y xenófobo. Por otro lado, los golpes de Estado democráticos, a través de los bancos, el Lawfare, etc. A ello se suma la represión violenta de cualquier tipo de protesta.

Para Fassin (2018), el liberalismo iliberal no se reduce a la extrema derecha antieuropea, sino que caracteriza perfectamente a quienes, como Macron, buscan salvar a los franceses de la extrema derecha imitando su política. Para Fassin, no alcanza con hablar de un populismo de derecha. Se trataría de un populismo neofascista que, al igual que el fascismo histórico, promueve el racismo y la xenofobia, un borramiento de las fronteras entre derecha e izquierda, la veneración del líder carismático y la celebración de la nación, el odio de las élites y la exaltación del pueblo, el desprecio por el Estado de derecho y la apología de la violencia. En ese marco, no hablar de neofascismo sería una especie de eufemismo que impide la movilización política, cuando lo que se necesita es un antifascismo que exija cuentas al neoliberalismo como responsable de la deriva fascista a la que estamos asistiendo.

Yendo un paso más lejos en el mismo sentido, Alliez y Lazzarato sostienen que, a “la era de la desterritorialización” de los 90 y 2000 le sigue “la reterritorialización racista, nacionalista, machista y xenófoba de Trump”, como cabeza visible de “los nuevos fascismos”. Para Lazzarato, esta situación no debería sorprendernos ya que ninguno de los neoliberales estudiados por Foucault se horrorizaría frente a esta situación. Por el contrario, este nuevo fascismo es la otra cara del neoliberalismo (Lazzarato, 2019). No solo no habría que olvidar los orígenes fascistas de las políticas neoliberales en la contrarrevolución mundial de fines de los ’60 y en su implementación en América Latina, sino que la guerra y el fascismo serían fuerzas políticas y económicas decisivas para la acumulación de capital y la “reconversión de los dispositivos económicos, jurídicos, estatales gubernamentales. A partir de 2008, hemos entrado en una nueva secuencia de este género” (Lazzarato, 2019). Según Lazzarato, los nuevos fascismos han conquistado la hegemonía política de dos maneras: al declarar retóricamente una “ruptura” con el “sistema” neoliberal y sobre todo designando al inmigrante, al refugiado, al musulmán como el enemigo. El neofascismo resultaría de una doble mutación: por un lado, del fascismo histórico, y por otro, de la organización y de la violencia contrarrevolucionaria. En el primer sentido, a diferencia del fascismo histórico, el actual no es nacional-socialista sino nacional-liberal. Este nuevo fascismo está a favor del mercado, la empresa, la iniciativa individual, incluso si quiere un estado fuerte, por un lado, para reprimir minorías, “extranjeros”, delincuentes, etc., y, por otro, como los ordoliberales, para construir el mercado, la empresa y especialmente la propiedad.

En referencia a la violencia contrarrevolucionaria, el nuevo fascismo no necesitaría apelar a la violencia paramilitar como el fascismo histórico cuando buscaba destruir militarmente las organizaciones de trabajadores y mujeres campesinas, porque los movimientos políticos contemporáneos están muy lejos de amenazar la existencia del capital y su sociedad (Lazzarato, 2019). Finalmente, Lazzarato nos recuerda que, para Mises, el fascismo salvó a la civilización occidental del avance del comunismo, que la relación entre finanzas, mercado mundial, liberales y fascistas fueron fluidas en los años ’20 y que solo se vieron interrumpidas por la crisis del 29 y que los capitalistas y los liberales nunca dudaron en apelar a soluciones fascistas cuando consideraron que la propiedad privada estaba en riesgo.

Por su parte, María Galindo sostuvo, en su polémica reseña post golpe de Estado en Bolivia, titulada “La noche de los cristales rotos”, en clara alusión a la Kristallnacht, que asistimos a una etapa fascista del neoliberalismo. En esta mirada, Bolivia sería testigo de una disputa entre dos fascismos, el de la oligarquía cruceña y el del MAS, que se inscriben en el vaciamiento de la democracia liberal y la privatización de la política producida por el neoliberalismo, de la cual la política caudillista de Evo Morales sería expresión. Para Galindo, “la crisis de la democracia expulsa a la sociedad y las luchas sociales por fuera de “la política” y nos aleja de la idea de que las soluciones son “políticas”, son deliberativas o son en base a acuerdos. Se instala la fascistización generalizada, el terror, para convertir las soluciones legítimas y los cuestionamientos sociales en escenarios de contraposición violenta de fuerzas. A eso le vengo llamando la fase fascista del neoliberalismo”. Para Galindo, es la ausencia del espacio deliberativo de la política la que abre la puerta a los fanatismos alimentados por una visión religiosa, maniquea, de la que resultaría difícil sustraerse. Si bien reconocía que, tras la destitución de Evo Morales, Bolivia estaba “a punto de convertirse en una dictadura fascista y racista”, lejos de identificarse con alguno de los “bandos”, apelaba al humor y a recuperar espacios de deliberación como el parlamento de mujeres. En resumen, las perspectivas comentadas en este apartado no dudan en caracterizar el momento actual como fascismo neoliberal o neofascismo. El fascismo no sería así un fenómeno históricamente datado sino una solución política a la que recurre el capitalismo, en este caso neoliberal, ante momentos de crisis de hegemonía”.

(*) Matías Saidel (Universidad Católica de Santa Fe., Conicet): “¿Se puede hablar de un momento fascista del neoliberalismo?” (Revista Argentina de Ciencia Política, Vol. 1, Núm. 24, 2020).

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