Por Hernán Andrés Kruse.-

“Pero el éxito político del neoliberalismo también fue posible por el refuerzo indispensable de los medios de comunicación de masas. Estos sectores están formados por grandes conglomerados empresariales basados en intereses específicos que tuvieron en muchos de sus periodistas a los “intelectuales orgánicos” del modelo. Mediante sus críticas implacables a la ineficiencia del Estado, que contraponían a la eficacia del mercado, estos intelectuales ayudaron a generar una “ilusión de consenso generalizado” que dejaba fuera de discusión las tesis neoliberales. Teniendo en cuenta el “peso” que significó el apoyo de estos sectores del establishment, podemos decir, con Bourdieu, que el discurso neoliberal no era un discurso como todos los demás, sino que era un “discurso fuerte”, y difícil de combatir, porque contaba a su favor, además de su “fuerza simbólica”, expresada en su saber tecnocrático y, por lo tanto, objetivo, con “todas las fuerzas de un mundo de relaciones de fuerza que contribuían a que fuera tal cual es” (Bourdieu).

EL MODELO EN CRISIS

“Como vimos, después de la temprana experiencia en Chile, a partir de la década del ‘80 y comienzos de los ‘90, el modelo formal neoliberal se expandió hacia los países de América Latina y los ex países comunistas, adquiriendo una hegemonía a escala global. En todos los casos, si bien hubo diferencias en el grado de implementación, principalmente en Latinoamérica -por ejemplo, en Uruguay y en Brasil los ajustes y reformas estructurales se efectuaron en menor medida que en Argentina, Bolivia, Perú y México-, se aplicaron la mayoría de sus presupuestos condensados en el llamado Consenso de Washington. Así, Menem y De la Rúa en Argentina, Paz Estenssoro y Sánchez de Lozada en Bolivia, Fujimori en Perú, Collor de Melo y Cardoso en Brasil y Salinas de Gortari en México, entre otros, pero también Yeltsin en Rusia, promovieron los beneficios presuntos que se derivarían de la privatización de las empresas públicas, la desregulación comercial y financiera, la apertura de la economía al capital transnacional, la flexibilización del mercado laboral, la reducción y/o focalización del gasto público social y la descentralización de funciones desde el poder central hacia las provincias (Ezcurra).

El modelo hegemónico prometía que la apertura económica incentivaría el ingreso de inversiones externas, que permitirían el crecimiento de la economía y el posterior “derrame” de la riqueza al resto de la población. Al mismo tiempo, las políticas de flexibilización y desregulación reducirían la ineficiencia y burocracia estatal a través de la reducción de costos y la modernización tecnológica. No obstante, a pesar de que se produjo un fuerte crecimiento económico en la mayoría de los países, en particular en el caso argentino, que creció a tasas inéditas durante el gobierno de Menem, las privatizaciones y concesiones redujeron en gran medida el personal de las empresas públicas, al tiempo que las políticas de “flexplotación” (Bourdieu) generaron un incremento de la precarización laboral. Asimismo, la apertura económica, particularmente en los países en vías de desarrollo (ya que las potencias mundiales protegieron en mayor medida sus mercados), incentivó la importación masiva de mercancías baratas del Primer Mundo, lo que sumado a la apertura financiera -que promovió la especulación de los grandes empresarios a partir de la elevación de las tasas de interés, desincentivando la producción- trajeron como trágica consecuencia la destrucción de gran parte de las industrias nacionales y la generación de un mayor desempleo, pobreza y desigualdad social”.

AGREGACIÓN DE HIPÓTESIS AD-HOC

“Tenemos, entonces, como corolario, que el neoliberalismo pregonado por las grandes potencias y los organismos multilaterales de crédito, lejos de “derramar” la riqueza hacia las capas más desfavorecidas, generó una creciente inequidad social en los ingresos, un incremento de la desocupación y subocupación y un mayor índice de pobreza, todo eso sumado al incontrolable aumento de las deudas externas y la elevación de los déficits comerciales y fiscales de los países en vías de desarrollo. En ese contexto, surge un interrogante inevitable: ¿cómo lograron sortear los teóricos del modelo estos obstáculos? Aunque esta pregunta parece compleja, los intelectuales orgánicos, incluyendo la visión ampliada del término que incorpora desde los creadores hasta los difusores del modelo hegemónico (Balsa), lo hicieron muy simple. Básicamente, los diversos teóricos del neoliberalismo acudieron a la clásica estrategia discursiva de agregar hipótesis ad-hoc. Es decir, que lejos de aceptar las falacias del modelo, apelaron a la incorporación de hipótesis complementarias para salvar a la teoría. En este sentido, podemos decir que estos teóricos del “fundamentalismo de mercado” modificaron parcialmente su discurso. En el nuevo contexto, cuyo período podemos situar alrededor de mitad de la década del ´90, con la crisis del Tequila, aunque llegaría a su apogeo con la crisis del sudeste asiático de 1997, el fracaso económico de los países que implementaban las políticas de libre mercado no se debía sólo a que hacían falta profundizar las reformas y ajustes estructurales pro-mercado, sino principalmente a que debían complementarse estas reformas con un marco institucional que lo respaldara.

En consonancia con el discurso neo-institucionalista en boga en ese entonces, se decía que el éxito de los programas de reforma sólo vendría cuando se aplicaran medidas de respeto de la “seguridad jurídica”, la división de poderes y el cumplimiento en general de las normas legales (Stiglitz, Payne). La nueva estrategia política parecía perfecta para relegitimar al modelo, ya que los países donde se habían aplicado en mayor medida las reformas neoliberales y, por lo tanto, las más afectadas económica y socialmente, eran sociedades que se caracterizaban por presidencialismos fuertes que, en algunos casos, como el Perú de Fujimori y la Argentina de Menem, eran contrarios al respeto a la división de poderes republicana. Además, existía en esos países, en oposición a la mayoría de los países europeos, una cultura basada en prácticas “particularistas” y una casi total inexistencia de “accountability horizontal” (O´Donnell), además de una extendida aversión por respetar las leyes. En ese contexto, potenciado por el discurso pro-mercado libre de las empresas de medios de comunicación, los intelectuales orgánicos del FMI insistían en la necesidad de aplicar estas nuevas reformas institucionales, ya que las reformas económicas realizadas no eran suficientes para que el modelo funcionara correctamente. Mientras que las políticas de apertura de la economía, reducción y/o focalización del gasto público social, privatizaciones y concesiones de empresas públicas, disminución de los salarios y desregulación, fueron conocidas como Reformas de Primera Generación, y sistematizadas en el llamado “Consenso de Washington” de 1990, las nuevas medidas implementadas a partir de 1997 pasaron a llamarse “Reformas de Segunda Generación”. Según el nuevo paquete de medidas, también conocido como Consenso post-Washington, el principal problema que impedía el desarrollo de los países del Tercer Mundo era la creciente corrupción y falta de transparencia del sistema político, a falta de independencia del Poder Judicial y el abuso de poder de los presidentes latinoamericanos.

En ese contexto, debían realizarse una serie de reformas institucionales para mejorar esos ámbitos disfuncionales y así poder terminar con la pobreza y la desigualdad social. Además, frente a la experiencia del descalabro financiero en México, obligado a devaluar su moneda en diciembre de 1994 en lo que se conocería como el “Efecto Tequila”, y tras la crisis del sudeste asiático de 1997, exigían el establecimiento de “reglas claras” para favorecer el ingreso de inversiones extranjeras. Mediante la implementación de estas leyes, conocidas como leyes de “seguridad jurídica”, se generaría un ingreso de inversiones externas, favorecidas por el “buen clima de negocios”, todo lo cual potenciaría el “crecimiento sostenible” y, casi de manera automática, esto traería el bienestar social al conjunto de la población (Stiglitz, Payne). Los diferentes países de América Latina y las ex repúblicas socialistas, en particular Rusia, aplicaron a rajatabla las reformas exigidas. A pesar de eso, no se observaron cambios significativos en la situación socioeconómica, e incluso cada día las cosas empeoraban un poco más. Así, por ejemplo, Fernando De la Rúa accedió al poder en Argentina en octubre de 1999 prometiendo terminar con la corrupción y la impunidad en la Justicia. Al mismo tiempo, aplicó un programa de “déficit cero” que, en el marco del modelo de Convertibilidad, garantizaría la “seguridad jurídica” a los inversores nacionales e internacionales (Charosly). Sin embargo, como era de esperarse, la consecuencia de estas medidas ortodoxas fue un mayor desempleo, precarización laboral, pobreza y desigualdad social.

Al mismo tiempo, se incrementó el proceso de concentración del ingreso y centralización del capital iniciado a mediados de la década del ´70 y consolidado a partir de los años ´90 (Azpiazu y Nochteff, Basualdo). ¿Cómo podían sortear ahora estos obstáculos los teóricos del neoliberalismo, cuando prácticamente se habían aplicado todas las políticas “recetadas” por el FMI y el establishment nacional e internacional?, ¿aceptarían finalmente su derrota, exigiendo el cambio de programa económico? Como era de esperarse, la aceptación del fracaso era algo muy lejano de ser posible para estos fundamentalistas del libre mercado. Estos teóricos, en lugar de moderar sus políticas recesivas, insistían en que el problema no era el modelo en sí, cuya validez universal no ponían nunca jamás en discusión, sino que existían fallas particulares en su implementación. En otras palabras, el problema no era propiedad del modelo (teórico), y por lo tanto, de sus políticas económicas, sino que la “culpa” era de los gobiernos nacionales, que habían implementado (empíricamente) ya sea incorrecta, ya sea insuficientemente, las medidas recomendadas. Decían, entonces, que no se habían realizado las reformas estructurales suficientes en algunas áreas de la economía (por ejemplo, en Argentina quedaban todavía sin privatizar los bancos nacionales y hacía falta reducir aún más los aportes patronales para incentivar la oferta de trabajo de los empleadores), o, en su defecto, que eran insuficientes las reformas institucionales para garantizar la “seguridad jurídica” hacia el gran capital (en Argentina, por ejemplo, continuaban los casos de corrupción, como el de los sobornos en el Senado del año 2000 para aprobar la Ley de Reforma Laboral)”.

LO REAL O LA IMPOSIBILIDAD DE LA REALIDAD

“Llegamos, entonces, a un punto sin retorno: ¿cómo determinar realmente si las teorías del modelo neoliberal tienen validez, o deben, en cambio, rechazarse?, ¿cómo se puede refutar una teoría que siempre parece inconclusa para poder evaluarla? Una solución podría ser suponer que, como piensa Zigmunt Bauman, la verdad radica en un acuerdo entre los investigadores y los miembros participantes. Sin embargo, si Bauman tuviese razón, durante la década del ´90 al neoliberalismo deberíamos considerarlo un modelo verdadero, ya que existía un importante consenso compartido tanto entre la comunidad científica, como entre los ciudadanos, de que así lo era. No obstante, como nos recuerda Héller, esta metodología resulta inadecuada, puesto que si seguimos su razonamiento, sólo investigadores racistas podrían analizar a los grupos racistas. Por otro lado, la concepción de Bauman descansa en un presupuesto que ve al conjunto de los investigadores como una comunidad científica homogénea cuando, en realidad, estos representan mejor lo que Bourdieu llama un “campo” científico, es decir, un campo de lucha política entre las distintas teorías (Bourdieu). Pero si seguimos con la lógica de ver a la comunidad científica como un ámbito de lucha de poder por imponer las teorías legítimas que explican la realidad social, esto nos podría llevar a determinar que el único consenso que habría sería el “consenso del no consenso” (Héller). De esta manera, caeríamos en una especie de relativismo extremo que nos regresaría al punto anterior, e incluso nos impediría hacer cualquier tipo de afirmación legítima.

Más adecuado, en cambio, sería discriminar entre la “verdad” y el “conocimiento de la verdad”. Según Klimovsky (1995), la operación de establecer si una afirmación es verdadera o falsa pertenece al ámbito del conocimiento y es posterior a la comprensión del significado atribuido a los términos “verdad” y “falsedad”. Es como si alguien tomase una fotografía en su modalidad clásica: no sabe de inmediato si se corresponde o no con el objeto fotografiado, es decir, si la foto es nítida o está distorsionada. Sólo lo sabrá luego de que sea revelada, pero la fotografía ya será nítida o distorsionada antes de que el fotógrafo conozca el resultado de esa operación y pueda asegurar que ha tomado una buena o una mala foto. En este sentido, podemos decir que en un comienzo la teoría neoliberal parecía ser verdadera, y que la falsedad de la misma sólo se reveló con posterioridad. En otras palabras, las premisas del modelo neoliberal no decían la “verdad”, pero estaban en la “verdad del conocimiento de su época”. Para ello, debemos tener en cuenta que el comunismo había caído, el Estado Social de posguerra había fracasado a nivel mundial y, en ese marco, la única alternativa triunfante que se observaba a nivel mundial era el neoliberalismo que, además, no sólo explicaba, sino que parecía dar una respuesta mágica a todos y cada uno de los problemas que había en ese momento. Todo ello era reforzado, además, por la hegemonía ideológica fomentada por Estados Unidos, país líder, junto a Gran Bretaña, en la predicación de este modelo, y por la función de los intelectuales orgánicos (desde periodistas hasta economistas) que desde los medios de comunicación insistían, ya sea de forma interesada o no, en las bondades de aplicar las reformas neoliberales.

Pero podemos llegar a un razonamiento similar si partimos de la teoría psicoanalítica lacaniana. En efecto, Jacques Lacan plantea una cuestión similar a Klimovsky, aunque desde un enfoque diferente. Según afirma Zizek, basándose en los aportes del teórico francés, la verdad, que él llama lo Real, es “una entidad que se ha de construir con posterioridad a partir de sus efectos estructurales”. Esto quiere decir que la verdad sólo emerge con posterioridad, a partir de que se ponen en evidencia los efectos “negativos”, los efectos desestructurantes, que la realidad engendra. En efecto, como señala Lacan, la verdad tiene una estructura de ficción. Esto significa que a través de la ficción, la verdad se muestra propiamente. En ese contexto, lo Real es ese “poco de verdad” (Lacan) que impide a la realidad constituirse plenamente como tal, al marcar los límites de su constitución imaginaria. Precisamente, esta “verdad” reprimida que siempre emerge para mostrar los límites de la realidad, es exactamente la misma lógica que analiza Klimovsky en relación a la fotografía. En efecto, lo Real, al igual que una foto, sólo puede observarse (suponiendo siempre que se trata de una cámara común como las que dominaban hasta hace unos años) un tiempo después, es decir, con posterioridad a que se sacó la fotografía. Ello no implica que la foto no esté realizada, sino que falta revelarla. En palabras de Lacan, la imagen de la foto, esto es, la verdad, sólo se revela en un momento posterior. Sin embargo, ya era una foto, ya era “Real” antes de que se revelara. Lo que hace la revelación es poner de manifiesto retroactivamente lo que ya era tal. Es por eso que Lacan dice que la realidad tiene una estructura de ficción. Partiendo de estos supuestos, podemos decir, entonces, que el aumento cada vez mayor de la desocupación y subocupación, la pobreza y la desigualdad, que la implantación de las propias políticas neoliberales generaron, serían los efectos estructurales del modelo que demostrarían retroactivamente su falsedad”.

LAS INCONSISTENCIAS INTERNAS DEL MODELO

“Sin embargo, los teóricos neoliberales no aceptan estas críticas y, en cambio, siguen insistiendo en que si el modelo falló, la respuesta la debemos encontrar en las fallas en su implementación concreta y no en las premisas del modelo teórico en sí. Pero entonces, ¿cómo solucionamos este dilema? La solución, a nuestro entender, debe provenir desde el análisis epistemológico. En ese contexto, sostenemos que el elemento clave que nos permite determinar realmente la falacia del modelo neoliberal lo encontramos en su notable inconsistencia interna. Esta inconsistencia, producto de la contradicción flagrante entre teoría y realidad práctica, lo lleva a aplicar lo que Félix Schuster denomina el “principio de tenacidad”, es decir, lleva al modelo a acudir de manera continua a la estrategia de agregar hipótesis auxiliares o hipótesis ad hoc para “salvar” la validez de la teoría. En ese contexto, termina constituyéndose en una “falacia apocalíptica”, puesto que va postergando la meta a medida que no ocurre lo que predica. Estamos de acuerdo en que esta estrategia de validación no puede seguirse indefinidamente, pero ¿cuál es el límite? La respuesta nos las da, paradójicamente, uno de los defensores del ultraliberalismo: Karl Popper. Según este autor, el límite que determina qué debe considerarse ciencia y qué no, está dado cuando, al salvar las teorías, el modelo se torna irrefutable. Si tenemos en cuenta que Popper, que aplicó su modelo para intentar refutar la presunta cientificidad del marxismo, reconoce a un sistema como científico solamente si es susceptible de ser puesto a prueba mediante la experiencia empírica, y que es la “refutabilidad” lo que debe tomarse como “criterio de demarcación” entre lo que es ciencia y lo que no lo es, podemos concluir, entonces, que el modelo neoliberal ha sido refutado. De esta manera, su pretendido carácter científico debe rechazarse”.

(*) Hernán Fair (Magister en Ciencia Política y Sociología) titulado “Hacia una epistemología del modelo neoliberal” (FLACSO, Argentina).

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