Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 31 de diciembre, Infobae publicó un artículo de Ernesto Tenembaum titulado “El peligro de que “libertad” se transforme en una mala palabra”. El autor comienza destacando las reflexiones vertidas últimamente por el dirigente radical cordobés Rodrigo de Loredo, defensor del liberalismo. Está, obviamente, de acuerdo con la esencia del programa económico del presidente Milei: “Estamos de acuerdo con la mayoría de las reformas: la modernización del trabajo, sacar todas esas normativas de leyes de precios, observatorios de precios, ley de góndolas, no sirven para nada. Estamos de acuerdo con desmontar el aparato soviético que se construyó y que impide que los argentinos vivan como corresponde”. Sin embargo, no ha dudado en plantear dos objeciones. Una de ellas alude a la decisión presidencial de anular la actividad del congreso: “Tiene visos napoleónicos. Los cambios, para que se sostengan, tienen que tener consenso. Probablemente no esté de moda, nos choquemos con el noviazgo electoral, lo que vos quieras. Pero para nosotros, es inadmisible una delegación de facultades que prácticamente se traduzca en la anulación del parlamento. Está de moda ahora decir que la casta, que los diputados son unos inútiles. Lo que fuera. Me tiene sin cuidado. No me agravia. Pero lo que nosotros no aceptamos es que se evadan los organismos de control”.

La segunda objeción es más profunda ya que hace referencia al concepto de la libertad. Dice De Loredo: “El ideario liberal se compone por una tríada aunque todavía no escucho nada al respecto: tribunales de competencia fuertes, autónomos, con capacidad sancionatoria, leyes antimonopólicas, anticartelización, y fuerte defensa de los derechos del consumidor. Lo que nos puede pasar, y eso agrava la situación social, es que cambiemos unas corporaciones por otras. Alguien debería explicar por qué hace 50 años manejan las obras sociales los gremios, nos acostumbramos a cosas que son insólitas. Pero si vos sacás la corporación gremial, pero no cambiamos que se junten las cinco prepagas más importantes y nos metan un mazazo en la cabeza, en el peor momento económico y social, estás cambiando una corporación por otra”.

El mensaje de De Loredo es claro y contundente: cuando el presidente exclama “viva la libertad, carajo”, tiene en mente exclusivamente la libertad de las corporaciones económicas que actúan con total y absoluta impunidad. Milei defiende la libertad del más fuerte, a quien se sabe poderoso e intocable. Y la historia ha demostrado hasta el cansancio que el más fuerte siempre se termina devorando al más débil. La libertad enarbolada por Milei carece, por ende, de todo sentido ético, de todo sentido de solidaridad, de respeto por el más indefenso. Lamentablemente, la libertad enaltecida por el presidente es “una mala palabra”.

A continuación paso a transcribir un ensayo de Germán Bidart Campos titulado “El sentido ético de la libertad” (conferencia pronunciada el 27 de octubre de 1982 al incorporarse a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas). El sentido ético de la libertad se halla en las antípodas de la libertad impúdica enarbolada por el presidente Milei. Escribió el más destacado constitucionalista argentino de todos los tiempos: “En el libro del Deuteronomio (cap. XXX, v. 15-20), en el antiguo Testamento, leemos la palabra de Dios que nos dice: “Mira que hoy pongo delante de ti la vida y el bien de una parte, y de otra la muerte y el mal, con el fin de que ames al Señor tu Dios y sigas sus caminos”. Este oráculo no es más que la repetición de la narración del Génesis en la creación del hombre, cuando Dios le da la capacidad de elegir, y el ordena a Adán no comer el fruto prohibido, dejándole no obstante librada a su responsabilidad la decisión de obedecer o desobedecer. El pecado es, en la tradición judeo-cristiana, el drama y la tragedia de la libertad. Desde entonces, nosotros solemos centrar el aspecto más sugestivo y atrayente de la libertad en el poder humano de hacer el mal en vez del bien. Nos parece que cuando transgredimos una prohibición y cuando elegimos el mal en lugar del bien, ejercitamos en su grado más alto y en su expresión más notoria la libertad que es atributo de nuestra personalidad. Sin embargo, el texto bíblico que hemos citado ya deja bien en claro que Dios pone frente al hombre el bien y el mal no para que se pliegue al mal sino para que escoja el bien. Es que mientras el mundo cósmico y los seres irracionales no pueden apartarse de la ley que los rige en su naturaleza, el hombre ha escuchado de boca de Dios la opción que su ley le discierne: con tu libertad puedes hacer el bien y puedes hacer el mal. Pero el efecto en cada caso no es el mismo: el bien lo perfecciona en tanto el mal lo degrada y lo frustra. Porque Dios le ha conferido la libertad para que la use bien y no para que la use mal.

Sirva esta breve introducción para elaborar nuestro tema. Nos vienen en ayuda dos textos venerables. En el cap.8 v. 32 del evangelio de San Juan, Cristo nos dice: “la verdad os hará libres”. En el preámbulo de nuestra constitución se nos habla de “asegurar los beneficios de la libertad”. La verdad nos hace libres y nos libera; la libertad nos aporta beneficios. El empalme del texto sagrado y del texto constitucional asocia la verdad y el bien con la libertad. La verdad nos da libertad, y la libertad nos bonifica. Y hay un tercer texto en las epístolas paulinas: “Donde está el espíritu está la libertad” (Segunda epístola a los Corintios, 3-17). Verdad, bien, espíritu. Esta trinidad tiene mucho que ver con la libertad; Cristo dirá también que el que comete pecado, es esclavo del pecado (evangelio de San Juan, 8-34). El mal esclaviza, el mal coarta la libertad. El bien libera. La liberación viene del bien, del espíritu, de la verdad. El hombre tiene razón e inteligencia para discernir y buscar la verdad en todos los órdenes: la verdad religiosa, la verdad metafísica, la verdad científica. Puede equivocarse, puede caer en el error, pero el objeto de su facultad racional es alcanzar la verdad. La verdad es buena, la verdad despeja la inteligencia, la verdad es el bien. Y el hombre que con su razón conoce la verdad y con su voluntad obra el bien, emplea su libertad con la finalidad ética para la cual le ha sido deparada. Cuanto más se adentra en la verdad y más se adelanta en el bien, más se libera del error y del mal de los cuales se aleja. Esa liberación es un incremento gradual y progresivo de su libertad que, cada vez más intensamente y más espontáneamente, se inclina a su fin moral y se ejercita de conformidad con él. Al rezar el Padrenuestro: “líbranos del mal”, pedimos a Dios que nos libera del mal. Y liberarse del mal es adquirir y enriquecer la libertad hacia el bien. El mal, metafísicamente, priva de libertad, la aminora, la cercena; el bien la agiliza, la acrecienta, la perfecciona. Ese bien que perfecciona a la libertad, que libera al hombre del mal, absorbe sus energías del espíritu.

Por eso, donde está el espíritu, está la libertad. No porque la corporeidad del hombre sea mala, sino porque la carne y la materia conspiran contra el espíritu. El espíritu es quien da vida, la carne de nada sirve, dice Cristo en el evangelio de San Juan (6-64). El espíritu es el que distingue al hombre de los seres irracionales. El hombre que atrofia su espíritu, no está en buena condición para ser libre. La libertad es un aspecto de la personalidad humana que debe enfocarse desde la realidad ontológica de la persona, porque brota desde el fondo de su esencia. El hombre es un ser con inteligencia y voluntad. El finalismo metafísico enseña que esas potencias existen para algo, tienen un fin, y tienden a un fin. La inteligencia presenta el ser a la voluntad, para que ésta se dirija a él en cuanto bien. Verdad y bien se nos muestran como fines de la inteligencia y de la voluntad. Si además el hombre es portador de esa facultad que llamamos libre albedrío, comprendemos que su libertad tiene también un fin, y que el hombre es libre “para” alcanzar el fin que metafísicamente resulta propio de su ser como persona. León XIII, en la encíclica “Libertas”, dice que si la libertad reside en la voluntad, que es por naturaleza un apetito obediente de la razón, se sigue que la libertad misma ha de versar, lo mismo que la voluntad, acerca del bien conforme con la razón. Es claro que la finalidad y la limitación humanas hacen que la libertad del hombre sea imperfecta, sea defectiva. La posibilidad de que el hombre decaiga y obre moralmente mal, en vez de bien, existe como una imperfección de su libertad. No obstante, éticamente, la libertad es atributo para el bien. Si la libertad humana existiera como una facultad que habilitara moralmente tanto para escoger el bien como para preferir el mal, el hombre sería menos libre cuanto fuera más perfecto, menos libre cuanto más se aproximara al bien y a su propio fin de personalización.

De ahí que la libertad sólo cumple con su finalidad metafísica y con el orden moral cuando se utiliza para el bien, cuando se proyecta para obtener el fin último de la persona humana. El mal la empobrece, el mal despersonaliza al hombre, aminora la plenitud de la libertad. Orientada al mal, la libertad padece una enajenación, una disminución, un estrechamiento. Pensemos que la libertad es susceptible de grados, de perfección, de plenitud, a medida que el hombre encauza su obrar hacia el bien. El problema de la libertad es un negocio personal, que encierra una conquista, un progreso, un itinerario, y un proyecto perfectivo ascendente hacia el bien y hacia el fin personal. La naturaleza humana debe ser vista en movimiento ascensional y progresivo hacia su acabamiento ontológico, con una libertad que va en búsqueda de su fin, que es su bien. En sentido propio, la naturaleza se encuentra en la situación en que se halla el hombre al término de un proceso de desenvolvimiento. El hombre debe llegar a ser lo que el plan proyectivo y perfectivo de su naturaleza exige, debe alcanzar su plenitud como persona, y desarrollar sus potencias-también su libertad-en orden al fin que es su bien. Y el bien propio de la persona humana es el que le sobreviene como actualización ontológica por su inteligencia y su voluntad: la verdad y el bien.

Introducida así la idea de bien y de fin en conexión con la de naturaleza, se nos ocurre que la libertad del hombre es, de acuerdo con su naturaleza, una potencia o facultad que surge desde su esencia dinamizada hacia el fin moral, y que debe emplearse para completar aquella misma naturaleza hasta que alcance plenamente su perfección. Hasta que el hombre no ha logrado definitivamente su fin, no se puede decir que ha conseguido plenamente su naturaleza. Por eso, la libertad desviada de ese fin atenta contra la integridad de la naturaleza humana. Así se entiende que Tomás D. Casares haya escrito que la libertad es el estado en el cual son superadas las solicitaciones de los fines mediatos, relativos y circunstanciales propuestos con apariencia de fines últimos; es estado de pura, exclusiva y espontánea sumisión a las solicitaciones de nuestro fin supremo (“La Justicia y el Derecho”, Abeledo-Perrot). Las concepciones religiosas monoteístas conciben a Dios como Ser supremo, infinito y perfecto, que se identifica con la verdad y con el bien. Dios no puede querer ni hacer el mal, porque el mal es imperfección, y en Dios no hay ni cabe pensar imperfección. Por eso, Dios elige y ama necesariamente, pero también voluntaria y libremente, el bien. Y aquí surge el problema, porque a los hombres nos parece que necesidad se opone a libertad, que lo necesario no puede ser voluntario, y que si Dios no puede-como el hombre-elegir entre el bien y el mal, le falta un atributo que posee el hombre”.

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