Por Hernán Andrés Kruse.-

“¿Cómo emerge este modelo en un mundo moderno sin continuidad con el pasado histórico, aunque invocando muy a menudo una edad de oro histórica de cooperación entre trono y altar en defensa de una comunidad religiosa y algunas veces de sus esfuerzos misioneros o de cruzada? Si la institución religiosa se ve amenazada por un Estado secularizador que persigue una política de separación hostil entre Iglesia y Estado, y en la sociedad el anticlericalismo e incluso los movimientos antirreligiosos disfrutan de amplias oportunidades para extender su mensaje, es casi inevitable que se genere una reacción por parte de la jerarquía y de los fieles. Una Iglesia que es privada bruscamente de su estatus en la sociedad y de muchos de sus privilegios, así como de sus instituciones educativas, no puede por menos que responder, y responde adoptando la forma de un partido defensor de la religión, de un partido clerical conservador o de un partido democrático de orientación religiosa. El fracaso de este tipo de partido, o su imposibilidad de actuar por la existencia de un régimen autoritario secularizador —como en el caso de los movimientos de liberación de Irán y bajo el Shah—, pueden generar respuestas más radicales que invoquen el derecho a la rebelión. La tradición religiosa facilita justificaciones intelectuales a esta suerte de derecho. Por ello, si consideramos un período de persecución violenta con quema de iglesias, el arresto o la muerte de curas y monjas, el cierre de centros religiosos y la extensión del miedo entre los creyentes identificados con una organización religiosa o un partido religioso, es razonable pensar que la Iglesia dará la bienvenida a quienes luchan contra sus oponentes y bendecirá las armas y a los líderes de la rebelión contra el sistema político existente, sea éste democrático o autoritario.

La lectura de las memorias personales de obispos y clérigos que en los últimos años del régimen franquista estarían a la vanguardia del proceso de liberalización y del distanciamiento entre la Iglesia y el régimen de Franco, y que darían la bienvenida y el apoyo al nuevo régimen democrático en España, transmite muy bien el sentimiento de desesperación y miedo antes del pronunciamiento militar en 1936 contra el gobierno republicano del Frente Popular, y el entusiasmo esperanzado en aquellos que luchaban contra las fuerzas revolucionarias anticlericales y antirreligiosas. Un entusiasmo que no pudo ser erosionado por los recelos sobre algunas de las terribles acciones de aquellas fuerzas de las que el clero fue inevitablemente testigo, que deploraba y algunas veces criticaba en privado pero no frecuentemente, si es que lo hacía, en público. Esta experiencia fortaleció tanto a la jerarquía como al clero común y a muchos creyentes fieles, que se identificaron con el bando que concebía la guerra como una cruzada y que aceptaron la politización de la religión, que cristalizaría en lo que se acabó llamando en España el «nacional-catolicismo». Ya he tratado en otro lugar de este proceso, y hay una extensa literatura sobre el contenido, las políticas y las prácticas del nacional-catolicismo español.

No obstante, existieron algunos clérigos y unos pocos miembros de la jerarquía eclesiástica que no compartieron esos entusiasmos y que expresaron sus recelos y preocupaciones sobre el futuro de la religión en tal proceso de politización. En el caso de España, las reservas hacia la politización de la religión fueron expresadas por el cardenal Vidal i Barraquer desde una visión eclesiástica liberal que subrayaba la neutralidad de una Iglesia cuyo único objetivo debería ser la salvación de las almas. El cardenal Segura también expresó sus reservas desde un fundamentalismo que se aproximaba a una posición antiliberal y rigurosamente teocrática, mostrando su rechazo a cualquier uso político de la religión, especialmente el ejercido por la Falange. La respuesta de la Iglesia y de los fieles a favor de uno de los bandos fue así inevitablemente bienvenida por aquellas fuerzas que luchaban por el poder e intentaban establecer un nuevo régimen. Esto se convirtió para ellas en una de las fuentes básicas de legitimación, especialmente cuando después de la Segunda Guerra Mundial se enfrentaron con el ostracismo internacional.

La identificación con un régimen autoritario y su legitimación por una religión politizada tienen muchas raíces. Una de ellas es la escasa comprensión del proceso de secularización en el mundo moderno, de los complejos orígenes del anticlericalismo y de los vínculos entre los conflictos de clase (marxistas o anarquistas) y los sentimientos antirreligiosos con la relación establecida entre Iglesia y burguesía, el campesinado propietario y las fuerzas políticas conservadoras. Hasta hace poco, las interpretaciones muy elementales de estos fenómenos abundaban, nutridas de teorías conspiratorias sobre los masones, e incluso en ocasiones sobre los judíos, el papel de la intelligentsia secularizadora, la labor de los agitadores que manipulaban a las masas ignorantes que eran básicamente buenas y que podrían volver a la Iglesia. Así, los gobernantes autoritarios, que por otras razones también se oponían a los enemigos de la Iglesia y de la religión, sólo tenían que aprobar leyes que limitasen las libertades de sus oponentes y de esos falsos profetas, y restablecer el clima religioso en la sociedad para que todas esas amenazas desaparecieran. En este nuevo contexto, gracias al apoyo de un Estado católico, la Iglesia podría llevar a cabo su programa de salvación, llegar a la gente y volverla a traer a la religión.

Esta forma de pensar simplista, especialmente en el caso de los clérigos, dotados de una pobre educación, sirvió de base para la religión politizada. Además, en muchas sociedades con un glorioso pasado que se destacaba por su creatividad cultural, por su papel en el mundo cuando eran religiosamente homogéneas, cuando estaban luchando contra los infieles arrancando de raíz la herejía y embarcándose en una expansión a lo largo del mundo con una justificación misionera, la identificación entre religión y nación, entre religión y renacimiento de la nación, era una respuesta tentadora al fracaso del país en un mundo moderno. Los intelectuales desarrollarían estas ideas y proporcionarían un apoyo ideológico a la religión politizada y al régimen autoritario. Algunos de estos intelectuales incluso no necesitaban ser creyentes. El nacionalismo integrista y el renacimiento religioso cultural antioccidental fueron la respuesta de muchas sociedades en situaciones difíciles. Y no sólo estoy hablando del mundo cristiano, específicamente el católico, sino también de las sociedades islámicas en la actualidad. Esta fusión entre religión y nacionalismo, que en muchos casos implica la politización de la religión con el fin de lograr los objetivos tradicionales de la nación, ha supuesto una tentación para importantes segmentos del clero en numerosas sociedades.

No es siempre fácil saber en qué medida los intelectuales, al elaborar una religión politizada, lo están haciendo como resultado de sus sentimientos religiosos o como resultado de su compromiso con la nación, su pasado glorioso y su cultura. Mi intuición es que en muchos casos, como, por ejemplo, en algunos ideólogos del nacional-catolicismo en España, la raíz estaba en una sincera convicción religiosa, aunque hay claros ejemplos en los que la religión se instrumentalizó para una agenda política diferente. El caso más famoso fue el de Charles Maurras y Action Française. Obispos, clérigos y creyentes católicos fueron atraídos por la unión entre la defensa del catolicismo y Francia, simbolizada en la celebración de Juana de Arco, la santa y defensora de Francia. Hubo otros que se sentían incómodos por las ideas positivistas a-religiosas de Maurras y que finalmente llamaron la atención sobre la manipulación de la religión y el peligro para la Iglesia y la fe de este compromiso político, lo que supuso la condena de Maurras.

El nacionalismo integrista lleva dentro de sí la semilla del conflicto con la Iglesia. Rechaza tanto la identidad transnacional de la Iglesia y su lealtad al Vaticano como su cuestionamiento del nacionalismo como valor supremo. El hecho de que, en último término, esto lleve a un enfrentamiento entre religión y religión politizada al servicio del Estado o de la nación, en lugar de a la religión, puede ser ocultado durante algún tiempo, pero tarde o temprano lleva a una crisis en la institución religiosa. El fascismo, incluso en sus variedades no-nazis, aun cuando sea respetuoso con la religión, puede inclinarse a la politización de la religión desde una perspectiva diferente al colocar a la comunidad nacional, la nación y el Estado por encima de la Iglesia, rechazando la instrumentalización del Estado por parte de la Iglesia e intentando incorporar incluso a los no creyentes en la comunidad nacional”.

(*) Juan José Linz: “El uso religioso de la política y/o el uso político de la religión: la ideología sucedáneo versus la religión sucedáneo” (Universidad de Yale, 2004).

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