Por Hernán Andrés Kruse.-

Parafraseando al genial Gabriel García Márquez, se trató de la crónica de una implosión anunciada. Los radicales y Elisa Carrió nunca soportaron a Mauricio Macri. Es probable que Larreta también. Obviamente, Macri jamás toleró a los radicales, a Lilita y a Larreta. Conformaron una alianza con el único objetivo de acceder al poder en 2015. Pero nunca fueron una alianza de gobierno. El matrimonio por conveniencia comenzó a deteriorarse a raíz del fracaso de Macri en obtener la reelección. La grieta se ahondó cuando Macri, visiblemente ofuscado e irritado, decidió bajarse de la candidatura presidencial para las elecciones de 2023, despejando el camino a Larreta y a Bullrich, obsesionados con su llegada a la Casa Rosada. Macri jamás perdonó lo que consideró, de parte de la alianza, una falta de respeto a su trayectoria política, al hecho de haber sido el primer presidente no peronista elegido por el pueblo que logró terminar su mandato tal como lo estipula la constitución nacional. En consecuencia, no podía permitir que ni Larreta ni Bullrich llegasen a la presidencia. No podía hacerlo porque su ego es más alto que el monte Everest.

Luego de anunciar públicamente su decisión de no competir por la presidencia, Larreta y Bullrich protagonizaron una encarnizada interna. Larreta creyó que ganaba cómodamente porque contaba con el respaldo de Carrió y la UCR. Pero enfrente estaba Bullrich, quien contaba con el respaldo de Macri. En ese momento todo el mudo estaba convencido de que el ganador de esa interna sería automáticamente el sucesor de Alberto Fernández. En Juntos por el Cambio nadie daba dos centavos ni por Sergio Massa ni por Javier Milei. Hasta que llegó el domingo 13 de agosto. Patricia Bullrich derrotó sin atenuantes a Horacio Rodríguez Larreta. Pero la gran sorpresa fue que la sumatoria de los votos de ambos precandidatos presidenciales era menor a la cantidad de votos obtenidos por Javier Milei, el sorpresivo ganador de las PASO. Mauricio Macri había logrado su primer objetivo: aniquilar la candidatura presidencial de Larreta.

Faltaba el segundo: aniquilar la candidatura presidencial de Bullrich. Su táctica fue la de apoyar a Bullrich pero con escaso énfasis mientras que, al mismo tiempo, no dudaba en hablar bien de Javier Milei. Finalmente, Macri decidió acompañar a “Pato” en las instancias finales de la campaña electoral. Hasta que llegó el domingo 22 de octubre. Bullrich sufrió una contundente y dolorosa derrota. Apenas cosechó el 23% de los votos, siete puntos menos que Javier Milei, quien obtuvo el 30% de los votos. La gran sorpresa de la jornada fue protagonizada por Sergio Massa, quien logró una contundente victoria (37%). El tigrense había aplicado dos furibundos golpes de puño: uno a Milei y el otro a Bullrich. Pero con una gran diferencia: Milei logró recuperarse mientras que Bullrich quedó tendida en la lona.

Tal el escenario político que quedó configurado luego de la elección del 22 de noviembre. Por un lado, un Sergio Massa agrandado, seguro de sí mismo. Por otro lado, un Javier Milei aturdido por no haber logrado triunfar en primera vuelta pero con la posibilidad de ganar en el ballottage y una Patricia Bullrich que se quedó sin nada. En consecuencia, Milei se vio obligado, apenas se oficializó la victoria de Massa, a acercarse a Bullrich para intentar convencerla de que lo apoye de cara a la segunda vuelta. La empresa era harto difícil ya que el libertario la había acusado de haber sido una montonera que había colocado bombas en los jardines de infante. Sin embargo, Bullrich confirmó en una conferencia de prensa su decisión de apoyar al libertario en el ballottage. Fue en ese momento cuando varios medios de comunicación dieron a conocer una reunión en el domicilio de Mauricio Macri en la que participaron Milei y Bullrich. Qué duda cabe que en ese cónclave Macri bendijo la flamante alianza entre el libertario y Pato.

En la conferencia de prensa del miércoles 25 Bullrich expresó: “El país no puede iniciar un nuevo ciclo kirchnerista con Sergio Massa”. “Cuando la patria está en peligro todo está permitido”. Luego de negar la existencia de un acuerdo con el libertario, manifestó: “Hoy la patria necesita que seamos capaces de perdonarnos porque está en juego algo muy importante para el futuro”. “Si gana el kirchnerismo JxC va a una disolución total. Porque ya conocemos las prácticas de apriete que llevan a cabo”. Por su parte, Luis Petri, ex candidato a vicepresidente, reconoció que con Bullrich decidieron apoyar a Milei en el ballottage (fuente: Perfil, 25/10/023).

Quien salió primera con los tapones de punta fue Elisa Carrió. Antes de que Bullrich anunciara su apoyo a Milei, la fogosa chaqueña embistió con extrema dureza contra Mauricio Macri. “Macri jugó siempre para Milei y para la destrucción de Juntos por el Cambio. La verdad histórica es esa”, acusó. Y agregó: “Nosotros no vamos a someternos a ninguna extorsión aunque provenga de un pueblo, no vamos a dar el salto al vacío para la venta de órganos porque viola los derechos humanos, no estamos de acuerdo con la venta de niños y la legalización del narcotráfico, todo esto va a conducir a delitos de lesa humanidad”. “Su lado oscuro le ganó, en consecuencia el que rompe es él y la pobre Patricia va a cometer un error histórico”. “Lo que va a hacer Macri es desgastar a Horacio, entregarla a Patricia e irse con Milei”. “Hay que impugnar el voto (de cara al ballottage) y el que quiera votar que se haga responsable, porque está avalando” (fuente: Infobae, 25/10/023).

El miércoles por la tarde se reunió el Comité Nacional de la UCR para analizar la situación. En un comunicado la plana mayor del centenario partido expresó: “El país está viviendo una grave crisis económica, política, moral y social. Con una inflación creciente, niveles de pobreza y corrupción alarmantes, y una incertidumbre que afecta el día a día y la visión de largo plazo de todos los argentinos”. “En ese estado de situación y con el deseo de revertirlo colectivamente fuimos a las urnas. Y la ciudadanía se expresó: la propuesta política de Juntos por el Cambio resultó tercera, quedando afuera del ballottage. Esto merece reflexión y autocrítica profunda de todos los partidos de Juntos por el Cambio, así como de sus principales actores políticos”. “La UCR no apoyará a ninguno de los dos candidatos. Ninguno de los dos garantiza un futuro de progreso para la Argentina .Sergio Massa es tan responsable como Alberto Fernández y Cristina Kirchner del estado del país, de su empobrecimiento, del proceso inflacionario, la corrupción y del deterioro social y económico de Argentina”. “El extremismo demagógico de Javier Milei se encuentra en las antípodas de nuestro pensamiento, Su plataforma política y la violencia que se desprende de sus palabras y gestos, atentando siempre contra la convivencia, no tienen nada que ver con nuestro partido. Jamás podríamos tener nada que ver con su espacio” (Infobae, 25/10/023).

Del comunicado de la UCR merece ser tenido en consideración, me parece, el párrafo referido a Javier Milei. Según el radicalismo la ideología libertaria profesada por Milei nada tiene que ver con la histórica ideología profesada por la UCR. El radicalismo está en lo cierto. En efecto, desde el punto de vista ideológico el radicalismo y el anarcocapitalismo se encuentran en las antípodas. Para comprobarlo nada mejor que comparar el pensamiento político del ex presidente Raúl Alfonsín y del profesor Murray N. Rothbard. A continuación paso a transcribir lo que pensaban don Raúl y don Murray respecto a la naturaleza del Estado.

Durante la asunción de Alfonsín el 10 de diciembre de 1983 se les entregó a los legisladores antes del acto un texto no leído de Alfonsín en el que exponía, entre otras cuestiones, su concepción del Estado (Discursos presidenciales ante la Asamblea Legislativa 1983-1989-Cátedra Libre Democracia y Estado de Derecho Dr. Raúl Alfonsín-Facultad de Derecho de la UBA, 2018).

Escribió don Raúl:

“(…) Para contribuir a la tarea en la que se juega nuestro futuro como Nación pluralista solidaria e independiente, levantamos nuestra concepción de una planificación democrática como instrumento adecuado. Ante las urgencias del momento actual y la necesidad de retomar el camino del progreso y el bienestar es preciso racionalizar el uso de recursos escasos, establecer las metas prioritarias, escoger entre las diversas opciones a fin de sortear con éxito un contexto adverso, tanto en el plano interno como en el plano externo. La planificación democrática es un instrumento de carácter político. A través de ella es la propia sociedad la que se guía a sí misma y define los caminos a seguir, sin tutelas autoritarias, en el ámbito de la participación de sus instituciones representativas. La concepción que inspira a la planificación democrática es la de un Estado que no busca sustituir a le sociedad sino interpretar sus anhelos, tal como se forman en los debates públicos mediante los que ella toma conciencia de sus aspiraciones y sus posibilidades y realiza sus opciones. Por ello, la planificación democrática no es un dispositivo centralizado y rígido. Antes bien es un proceso abierto v continuamente renovado de adaptación al cambio en los recursos y las necesidades de la sociedad, dentro de las orientaciones permanentes de libertad, justicia social y soberanía. En ese proceso, la tarea de los órganos de planificación del Estado es la elaboración de una imagen coherente que incorpore y sintetice las demandas colectivas proyectándolas en una perspectiva de futuro.

La finalidad del plan es doble. Por un lado, servir a la formulación de políticas públicas y otorgar transparencia a los actos de gobierno, de manera que la ciudadanía disponga de información para evaluar su gestión. Por otro, contribuir a movilizar el apoyo solidario de los diversos grupos sociales al esfuerzo que plantean las dificultades del presente y la construcción de un orden económico y social que garantice el crecimiento, el acceso de la población a los bienes públicos y la autonomía de decisión nacional. En este sentido, el plan habrá de fijar los lineamientos generales, preservando el margen de flexibilidad adecuado para que los órganos de gobierno y las instituciones representativas y decidan su implementación. El eficaz desempeño de la administración pública será indispensable para consolidar definitivamente la estabilidad del régimen republicano y la alternancia pacífica de gobiernos civiles y democráticos.

Para ello debe redefinirse el papel del Estado, que ha sido profundamente cuestionado y subvertido en estos últimos años. Tras el disfraz de un neoliberalismo eficientista se forzó a la administración pública a ser cómplice de una intensa política intervencionista. Se agravó de este modo la tendencia a la concentración de ingresos y poder en beneficio de la minoría especuladora y agresiva que manipuló permanentemente al Estado, violentando para ello las preferencias profundas de sus cuadros. No se trata entonces de apelar a paliativos ni a meros cambios organizativos o de procedimientos para resolver los problemas de nuestra administración pública. Tampoco puede guardarse silencio frente a la hondura de la angustia y el autocuestionamiento de sus cuadros mejor inspirados. Lo que se requiere es una profunda transformación que incluya la redefinición del papel del Estado, el establecimiento definitivo de una carrera administrativa y la puesta en marcha de un serio y prolongado proceso de reforma del aparato estatal que no sólo acompañe la democratización de la vida política del país sino que además profundice el cauce democrático e impulse el desarrollo. Es a partir de estas premisas, y concretando lo estipulado en nuestra plataforma electoral, que hemos creado en el ámbito de la Presidencia de la Nación, la Secretaría de la Función Pública, organismo responsable de la promoción, gestión y seguimiento de las acciones orientadas a la transformación del Estado, a cuya actividad asignamos la mayor importancia”.

En su obra “Por una nueva libertad. El Manifiesto Libertario” (Centro Mises, 2005) don Murray escribió lo siguiente:

“(…) Para los libertarios el Estado es el agresor supremo, el eterno, el mejor organizado, contra las personas y las propiedades del público. Lo son todos los Estados en todas partes, sean democráticos, dictatoriales o monárquicos, y cualquiera sea su color. ¡El Estado! Siempre se ha considerado que el gobierno, sus dirigentes y operadores están por encima de la ley moral general (…) La característica distintiva de los libertarios es que aplican serena e inflexiblemente la ley moral general a todos aquellos que forman parte del aparato estatal, sin excepciones. Durante siglos, el Estado (o, más precisamente, los individuos que actúan como “miembros del gobierno”) ha encubierto su actividad criminal con una retórica altisonante. Durante siglos, ha perpetrado asesinatos en masa y ha dado a esto el nombre de “guerra”, ennobleciendo así el crimen masivo que la guerra implica. Durante siglos, ha esclavizado a los hombres en sus ejércitos denominando a esta esclavitud “servicio militar obligatorio” para el “servicio nacional”. Durante siglos, ha robado a la gente a punta de bayoneta y ha llamado a esto “recaudación de impuestos”.

En realidad, si se desea saber cómo ve el libertario al Estado y a cualquiera de sus actos, basta con pensar en el Estado como en una organización criminal, y la actitud libertaria resultará perfectamente lógica. Consideremos, por ejemplo, qué es lo que distingue claramente al gobierno de todas las demás organizaciones de la sociedad. Muchos politólogos y sociólogos han oscurecido esta distinción vital y se refieren a todas las organizaciones y grupos como jerárquicos, estructurados, “gubernamentales”, etc. (…) Para él (el libertario) existe una distinción crucial entre el gobierno, sea central, estatal o municipal, y todas las demás instituciones de la sociedad. O, mejor dicho, dos distinciones cruciales. La primera es que todas las demás personas o grupos reciben sus ingresos por pagos voluntarios: sea por una contribución voluntaria o por obsequio (por ejemplo, los fondos de beneficencia comunitarios o el club de bridge), o mediante la adquisición voluntaria de sus bienes o servicios en el mercado (es el caso del dueño de un almacén, del jugador de béisbol, del fabricante de acero, etc.). Sólo el gobierno obtiene sus ingresos mediante la coerción y la violencia, es decir, por amenaza directa de confiscación o prisión si no se realiza el pago. Este gravamen coercitivo es la “recaudación de impuestos”. Una segunda distinción es que, exceptuando a los criminales, sólo el gobierno puede utilizar sus fondos para cometer actos de violencia contra sus ciudadanos o contra otros; únicamente el gobierno puede prohibir la pornografía, imponer un culto religioso o enviar a prisión a quienes venden bienes a un precio mayor que el que él juzga adecuado.

Ambas distinciones, por supuesto, pueden resumirse así: en la sociedad, sólo el gobierno tiene el poder de agredir los derechos de propiedad de sus ciudadanos, sea para extraer rentas, para imponer su código moral o para asesinar a aquellos con quienes disiente. Además, todos y cada uno de los gobiernos, hasta los menos despóticos, han obtenido siempre la parte más importante de sus ingresos mediante la recaudación coercitiva de impuestos. A lo largo de la historia ha sido el principal responsable de la esclavitud y la muerte de innumerables seres humanos. Y puesto que los libertarios rechazan de modo fundamental toda agresión contra los derechos de la persona y de la propiedad, se oponen a la institución del Estado por ser inherentemente el mayor enemigo de esos preciados derechos. Existe otra razón por la cual la agresión del Estado ha sido mucho más importante que la privada, y que va más allá de la mayor organización y movilización central de recursos que sus dirigentes pueden imponer. Esa razón es la falta de control sobre la depredación estatal, un control que sí existe cuando se trata de los ladrones o la mafia. Podemos acudir al Estado o a su policía para que nos protejan de los criminales privados, pero ¿quién puede preservarnos del propio Estado? Nadie, dado que otra distinción crítica es que monopoliza el servicio de protección; el Estado se arroga el virtual monopolio de la violencia y de la toma de decisiones definitivas en la sociedad (…).

Si el Estado es un grupo de saqueadores, ¿por quiénes está constituido? Sin duda, la elite gobernante consiste permanentemente en a) el aparato con dedicación total –los reyes, políticos y burócratas que manejan y dirigen el Estado–, y b) los grupos que han maniobrado para obtener privilegios, subsidios y beneficios del Estado. El resto de la sociedad está formada por los gobernados. Nuevamente, John C. Calhoun hizo notar con absoluta claridad que no importa cuán pequeño sea el poder del gobierno, no importa cuán baja sea la carga impositiva o cuán igualitaria su distribución, por su misma naturaleza éste crea dos clases desiguales e inherentemente conflictivas en la sociedad: aquellos que pagan en forma neta los impuestos (los “contribuyentes”), y aquellos que viven en forma neta de los impuestos (los “consumidores de impuestos”). Supongamos que el gobierno establece un impuesto bajo y distribuido en forma aparentemente igualitaria para pagar la construcción de una represa. En este mismo acto toma dinero de la mayoría del público para entregárselo a los que son netamente “consumidores de impuestos”: los burócratas que dirigen la operación, los contratistas y los trabajadores que construyen la represa, etc. Y cuanto más grande sea el alcance de la toma de decisiones del gobierno y mayor sea la tributación, prosigue Calhoun, mayores serán la carga y la desigualdad artificial que impone entre estas dos clases: Por ser comparativamente pocos, los agentes y empleados del gobierno constituyen aquella parte de la comunidad que recibe en forma exclusiva los beneficios de los impuestos (…).

Si el Estado ha sido dirigido, siempre y en todas partes, por una oligarquía depredadora, ¿cómo pudo mantener su gobierno sobre la masa de la población? La respuesta, tal como lo destacó el filósofo David Hume hace dos siglos, es que en el largo plazo todo gobierno, no importa cuán dictatorial sea, descansa en el apoyo de la mayoría de los ciudadanos. Ahora bien, esto, como es obvio, no hace que estos gobiernos sean “voluntarios”, dado que la misma existencia de la tributación y de otros poderes coercitivos muestra cuánta coacción debe ejercer el Estado. En lo que respecta al apoyo de la mayoría, no necesariamente es vehemente y entusiasta; bien puede ser sólo obediencia y resignación. La conjunción que se expresa en la famosa frase “muerte e impuestos” implica una aceptación pasiva y resignada de la inevitabilidad del Estado y sus impuestos, algo que se da por sentado. Por su parte, los consumidores de impuestos, grupos que se benefician con las operaciones del Estado, por supuesto serán entusiastas defensores del mecanismo estatal. Pero son sólo una minoría. ¿Cómo puede, entonces, asegurarse el acatamiento y la aquiescencia de la masa de la población? Aquí llegamos al problema central de la filosofía política –esa rama de la filosofía que tiene que ver con la política, el ejercicio de la violencia regulada–: el misterio de la obediencia civil. ¿Por qué la gente obedece los edictos y acepta las depredaciones de la elite gobernante?

James Burnham, un autor conservador totalmente opuesto al libertarianismo, expone el problema con gran claridad, admitiendo que no hay justificación racional para la obediencia civil: “Ni el origen ni la justificación del gobierno pueden plantearse en términos totalmente racionales […]. ¿Por qué debería yo aceptar el principio de legitimidad hereditario, o democrático, o cualquier otro? ¿Por qué un principio habría de justificar que un hombre gobierne sobre mí?” Su propia respuesta difícilmente intenta ser convincente: “Acepto el principio, bueno… porque sí, porque así son y han sido las cosas”.

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