Por Hernán Andrés Kruse.-

g) Idealización

Este mecanismo es el aire que impulsa las velas del fanatismo. Gracias a él se produce una actitud de embelesamiento, fascinación y adoración, característicos de cualquier proceso de enamoramiento, conversión o entusiasmo. La idealización predispone a engrandecer y mitificar a la persona, objeto, entidad, creencia, etc., que encarne o sea depositaria de las grandezas. De este modo, se atribuye a la persona, objeto, creencia, etc., la omnipotencia, la fuerza salvadora, la magnificencia de los dones, la capacidad de gratificar o recompensar. Por consiguiente, podríamos decir que el objeto idealizado se convierte en fetiche o talismán de la buena suerte, solución de los problemas, con que se garantiza la adhesión incondicional del fanático, pues así se mantiene próximo y al alcance del poder de irradiación del ideal y participa vicariamente de su fuerza y su omnipotencia. (R. Armengol, 1999). Lo malo de todas estas mitificaciones basadas en idealizaciones fuertemente patológicas (Chasseguet-Smirguel hablaba de “enfermedad de la idealidad”) es que el trastorno es presentado como solución y el problema como fuente de gratificación. Precisamente tienen esto en común con las adicciones a sustancias tóxicas, donde la droga es vivida como remedio satisfactorio a los conflictos. Por otra parte, la idealización excluye la elaboración personal de los conceptos, razones o motivos para la adhesión. Su fundamento es emocional o mágico-religioso, se nutre de la necesidad de creer y encuentra su eco en el carisma o el magnetismo del líder o la persuasión del mensaje. Porque éste es otro punto a considerar: ciertos procesos de fanatización tienen que ver con el halo del mensajero, investido de un tono mesiánico y salvífico de iluminado o elegido, y otros procesos derivan más bien del mensaje. El mensaje debe tener un gran poder evocador, para lo cual debe suscitar la mayor reacción emocional posible con el menor número de recursos. He aquí que, para ello, acude a la simbolización o al uso de signos, emblemas, banderas, señales identificativas que aglutinen por sí mismos a los adeptos. Frecuentemente también el mensaje utiliza la condensación de contenidos, dando lugar a la composición de discursos crípticos, mistéricos, opacos al desciframiento. A menudo son acatados y reproducidos como sincretismos sin ser comprendidos por sus propios correligionarios. Se invierten, incluso, esfuerzos y tiempo en impartir lecciones de exégesis para la correcta interpretación de los textos o mensajes herméticos.

Nuevamente el saber o no saber se convierte en un elemento divisorio más que aumenta la sima separadora entre los iniciados y los no iniciados. Por añadidura el “tú no entiendes” o el “tú no has sido llamado a la verdad” deviene latiguillo para la exclusión de todos aquellos que tratan de entablar algún debate o confrontación dialéctica con el grupo o persona fanatizada. La nula elaboración personal del mensaje se vale también del factor reverberante del grupo de adeptos, ya que cualquier fisura, duda o cuestionamiento particulares tropiezan con la solidez compacta de la uniformidad de pensamiento y de tranquilo convencimiento que se ve respirar en los adeptos ya plenamente fusionados con la doctrina. (P. Guillem Nacher, 1996). El ambiguo o tibio, el que trata de vivir la nueva verdad de forma personal acaba culpando de su propio desasosiego a la tibieza de sus convicciones, emprendiendo un riguroso camino de disciplina, oración y lealtad con las que pretende probar la fuerza de su fe. Por eso, el ardor de los neófitos suele ser una formación reactiva contra las propias dudas, vacilaciones y escepticismos. Un exceso de lealtad es el disfraz de un traidor en potencia. Es considerado como un signo externo de adhesión incondicional la participación anónima y humilde en las consignas grupales, la mansedumbre ante el líder y la comunión acrítica con la doctrina monolítica. Este talante será reforzado con la camaradería, el apoyo y la valoración de los compañeros y con las muestras de predilección de los líderes, imbuyendo al neófito de la ilusionante creencia de ser un hijo predilecto, en vez de un hijo pródigo.

h) Identificación

La tendencia gregaria con el grupo de comulgantes o simpatizantes con los que se comparte credo es otro rasgo significativo que nos advierte de la entrada en acción del mecanismo de identificación, más aún de la identificación confusional con el grupo. Para ello es preciso desgranar tanto identificaciones proyectivas, poniéndose al servicio de quienes sean los máximos exponentes de la idea o creencia sobrevalorada, como identificaciones introyectivas, emulando y reproduciendo miméticamente las actitudes o conductas de los líderes o miembros carismáticos del grupo. Veamos: puesto que la idea sobrevalorada anida en el grupo y es encarnada por sus miembros y, en medida mayor, por su líder, cuanta más fusión se logre con el grupo, y más se internalicen o introyecten sus consignas, lemas, normas, creencias, etc., tanto más completo y perfecto habrá sido el indoctrinamiento. Pasar a ser “uno de los nuestros”, ganarse el carnet, el derecho de ser un militante activo, un soldado, es un honor y un privilegio que no está al alcance de cualquier simpatizante. Dicho de otro modo: se establece en el grupo un sistema de categorías jerárquicas que se van escalando a medida que se demuestra mayor fidelidad, identificación y aptitudes para el apostolado y el proselitismo. El culmen consistirá en ser un jefe, maestro o director de las nuevas hornadas de simpatizantes. Naturalmente, la cohesión intragrupo se abastece de numerosas identificaciones horizontales con los adeptos que están en similar posición, y de un común rechazo que se autorrefuerza en espejo respecto a todo lo que queda fuera de las fronteras del grupo de referencia. Esta división entre lo de dentro y lo de fuera favorece el frentismo, por una parte, y la disgregación de los grupos de origen (familia, pandillas, colegios, amigos previos), que pasan a ser demonizados. Encontramos, pues, una fuerte disparidad entre los comportamientos y talantes intragrupo y extragrupo, que viene dada por el fortalecimiento masivo de las identificaciones y por la ruptura drástica de los vínculos identificativos, respectivamente.

Es correcto hablar de contraidentificaciones para referirse a los casos en que el fanatismo se estructura más por lo que tienen sus miembros de diferente y contrario a otros, que por lo que tienen de genuino. Dentro del grupo, el fanático muestra sumisión, dependencia, obediencia y aglutinación (“todos para uno y uno para todos”), humildad, reverencia y empatía hacia los otros compañeros, cortesía, solidaridad y compasión para los iguales. Fuera del grupo, por el contrario, el fanático exhibe actitudes y conductas de rebeldía hacia padres, maestros y otros referentes de autoridad pertenecientes a su pasado; incomunicación, mutismo y aislamiento ante ellos, alegando no ser comprendido y no hablar el mismo lenguaje, lo que incrementará su desconexión progresiva con la realidad, dado que toda la comunicación que reciba va a proceder tamizada del grupo de correligionarios. Hacia fuera del grupo, el fanático utilizará una afirmación oposicionista de su personalidad, hará gala de negativismo, conductas desafiantes, secretismo y desconfianza recelosa, lo que le empujará a estrategias de disimulo, mentira o engaño que camuflen sus actividades y eviten la alarma social o la intervención de los ‘enemigos’ correctores o rehabilitadores: padres, profesores, instituciones. etc.

i) Transformación en lo contrario

Éste consiste en modificar en dirección opuesta el signo de la tendencia o valoración que se hace sobre algo: el amor en odio, la agresión en expresión de afecto, la brutalidad sádica en manifestación de pasión sublime, etc. En el fanatismo se observan muchas paradojas de este tipo, algunas de las cuales ya han sido analizadas por nosotros en otro trabajo (T. Sánchez, 2003), por lo que nos limitamos aquí a enunciarlas: 1) el fanático se siente actor, pero no agente de su acción, esto es, instrumento para una misión, soldado pero no individuo imputable, en las acciones orientadas a una meta; 2) se vive a sí mismo como víctima, aunque actúe como verdugo, lo que le permite eludir la culpa por los daños que pueda ocasionar, interpretándolos como justa revancha o resarcimiento por el agravio previo; 3) se siente más plenamente sí-mismo cuanto más alienado está, cuanto más nuclear sea en su identidad la creencia fanática, desalojando a las partes más genuinas del yo biográfico; 4) la disposición a morir e inmolarse en aras de una utopía es valorada como la apoteosis del sentido de su vida, tiene la percepción de estar “ungido por” la gracia para llevar a cabo una misión; 5) el nihilismo no es la antítesis sino la exageración de su enfermizo vitalismo: al arriesgar la propia vida, ésta se afirma y se exalta, en cierto modo se logra sublimar el sufrimiento o la frustración, encontrando su lugar como eslabón en una cadena trascendente que sobrepasa la mezquina individualidad al consagrarse a una noble utopía que persigue la perfección. Todo ello explica, al menos en parte, que un acto de locura como el autosuicidio pueda ser evaluado como heroicidad y que un asesino pueda ser homenajeado como un mártir. En los manifiestos terroristas hallamos innumerables pruebas de la presencia de este mecanismo: en vez de sentirse culpables, se sienten orgullosos por su hazaña liberadora, en vez de calificar de extorsión el fruto monetario de sus secuestros, se tilda de impuesto revolucionario, de financiación romántica para mantener viva la lucha; en vez de reconocer su ceguera, sesgos, distorsiones cognitivas, tachan de miopes sociales, cobardes o aniquiladores a los demás, reservando para sí la lucidez y la justicia”.

(*) Teresa Sánchez Sánchez (Papeles Salmantinos de Educación-Facultad de Pedagogía-Universidad Pontificia de Salamanca-2002), “¿Cómo se fabrica un fanático?”

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