Por Hernán Andrés Kruse.-

“Después citamos la frase “afianzar la justicia”, porque la justicia es el valor sino grandes latrocinios. El constituyente lo sabía, y por eso ordenó afianzar la justicia. No se trata solamente de afianzarla en la función estatal que se llama administración de justicia, y que tiene a su cargo el poder judicial. Se trata del valor justicia que obliga a todos los órganos del poder público, y también a los particulares en sus relaciones privadas. Toda injusticia es inconstitucional. Toda injusticia ofende y lastima a la constitución. El orden jurídico-político sin justicia no es un orden de seres humanos, de personas. Y por aquí aparece el ensamble de justicia y libertad. Cercenar la libertad es injusto, no coadyuva a la justicia. Sin libertad no hay justicia, y sin justicia tampoco hay libertad. Hoy también precisamos paz. Y el preámbulo nos renueva y nos recrea todas las sugestiones para que nuestra convivencia sea pacífica. “Constituir la unión nacional” es otro objetivo que tuvo horizonte inmediato en 1853. Había que formar la república, la que no existía, y que iba a empezar a existir con la unión de las provincias preexistentes. Pero unión-unidad-también precisamos hoy y siempre. Nuestra sociedad dislocada y dividida demanda unidad, no uniformidad (…) Este plexo de valores reviste suma actualidad. La convivencia de todas las épocas necesita de ellos, y los apetece. Por eso, cuando la constitución diseña la imagen del orden político que ella ambiciona y propicia, incluye con elasticidad y permanencia esos mismos valores, que no son los de ayer, sino de ahora y de siempre. A estos valores hay que defenderlos, hay que hacerlos atractivos, hay que saberles infundir el contenido constante que con plasticidad reclama cada día. Tal vez, en este complejo cultural de valores de la constitución radica su mayor riqueza, su mayor posibilidad de aprovechamiento. Y son valores que obligan a los gobernantes, pero también nos obligan a todos, porque su realización no se estanca en el aparato gubernamental sino que alcanza a toda la comunidad, que es la destinataria de sus beneficios.

Cuando la constitución prohíbe hacer algo, es bastante fácil usar bien de ella, cuidando no hacer lo que ella veda. Cuando la constitución manda hacer algo, es menos fácil la cosa, porque allí no es suficiente abstenerse de algo, sino que hay que hacer algo. Tenemos que convencernos que la constitución se viola no solamente cuando se hace algo que ella prohíbe hacer, sino también cuando se deja de hacer lo que ella ordena que se haga. Y aquí hay un campo donde hay que saber aprovechar la constitución, no omitiendo nada de lo que manda hacer. Hay un artículo muy desaprovechado, y lo que es más grave, desaprovechado en perjuicio de sus beneficiarios. Es el art. 14 bis, en el que la constitución manda muchas cosas. Basta leerlo y darse cuenta de su redacción, para captar su imperatividad inexorable. Dice que la ley asegurará al trabajador tales y cuales derechos, entre los que figura la participación en los beneficios de las empresas. Dice que el estado otorgará los beneficios de la seguridad social. Dice que la ley establecerá, entre otras prestaciones, el seguro social. ¡Cuántas de estas cláusulas programáticas no operan ni funcionan, porque la ley no ha hecho nada de lo que el artículo ordena hacer! (…) Hay asimismo en la constitución un campo amplio y flexible donde ni prohíbe ni manda, sino que permite, habilitando numerosas opciones entre las cuales escoger. Allí anida una gran riqueza, allí hay un ancho margen de posibilidades libradas a la imaginación, a la sugestión, a la agilidad de sus destinatarios. Hay que saber aprovechar al máximo ese campo, no esterilizándolo ni atrofiándolo, no dejando de elegir entre las opciones válidas ni eligiendo las peores. Por fin, los silencios o espacios en blanco de la constitución tienen que ser llenados, ante todo con su espíritu (…) La constitución no dice cómo debe ser nuestra sociedad. Pero no cabe duda que su silencio en el punto se llena con el espíritu democrático de la constitución. Y ese espíritu no deja otra alternativa viable: la sociedad debe ser abierta y pluralista (…) Aprovechar la constitución es, en suma, hacerle rendir todo el provecho del que es capaz. Es hacerla funcionar con provecho. Es no paralizarla. Es no estancarla. Es vivirla (…).

Cada vez que uno u otro viola la constitución, la hace víctima de su fornicación. Esa impudicia es la que ha deteriorado su simbolismo, su majestad, su sentido, su supremacía. Con la constitución no se puede hacer cualquier cosa, mucho menos fornicar. La fornicación de la constitución es la falta de respeto a ella, su menosprecio, su infravaloración. Y lo es también servirse de ella para fines subalternos. Por ejemplo, alegar la división de poderes o los poderes reservados para tener desinformada a la sociedad, para perseguir la información libre y veraz, para censurar al periodismo. Se fornicó con la constitución con la parodia infame del juicio político a la Corte Suprema en 1947. Se fornica cada vez que se inventan esos concubinatos de constitución y actas institucionales o estatutos revolucionarios, cada vez que se pretende establecer un poder judicial del color partidario del gobierno de turno, o someterlo, o disminuirle su independencia, No vamos a hacer una lista de las fornicaciones de la constitución. Si queremos prevenirlas, porque la castidad de la constitución es la pureza de nuestras instituciones, es la incolumidad de nuestra república, es la salud de nuestra sociedad. Cuando la constitución se adultera, se ensucia la república y la democracia. Ahora tenemos que emprender una limpieza a fondo, una depuración hasta el fondo, porque poco o nada ha quedado sin salpicadura, sin mancillamientos.

La constitución es el instrumento apto y eficaz-el único-de que podemos y debemos valernos para nuestra convivencia. No se trata de aspirar a que todos y cada uno crean que la constitución de 1853-1860 es óptima, es insustituible, es perfecta. No se trata de ambicionar que todos la aplaudan y la elogien. Se trata de pretender que “ahora” todos se den cuenta que ella debe ser el vínculo de cohesión (…) Pero sí hay algo bien objetivo, y es que los valores de la constitución-ésos que son su síntesis y que dan la razón de nuestro ordenamiento de base-deben ser los que aglutinen el consenso fundamental sin el cual toda convivencia es imposible. De ahí en más, que vengan los disensos. Pero la convergencia en aquellos valores tiene que convertirse en una creencia elemental de nuestra sociedad. La regla de juego de nuestra democracia debe partir de ese consenso. Si destruimos eso, tendremos la ley de la selva, no habrá ganadores ni perdedores, habrá sólo perdedores. Creer en la constitución es creer que una comunidad de hombres libres que quieren vivir como personas, en paz, en justicia, en bienestar, tiene que asentarse en unos principios comunes, muy breves, lo suficientemente amplios como para que nadie los discuta ni los combata. Y esos principios están en el preámbulo, están en la constitución, escapan a la discrepancia, no entran en la lucha, ni en la ideológica ni en la empírica. Nos vienen de la historia, pertenecen a nuestro acervo cultural, traducen al valor justicia o derecho natural. Solamente con pertinacia o con mala fe pueden ser negados.

A la democracia hay que hacerla atractiva y sugestiva. Hay que incitar a la gente a gustar de ella, hay que crearle la afición y el hábito por la democracia. Vivir en democracia requiere creer en ella, desear vivir en ella. La constitución nos insta a empaparnos de su espíritu y a practicarla. Y la generación que ha asistido a su burla tiene que ser enérgicamente preparada y recuperada. La democracia no se improvisa, pero tampoco se la puede demorar o postergar so pretexto de inmadurez o de falta de condiciones. No podemos esperar más. Y como todo empieza en el espíritu del hombre, en las creencias, hay que impulsar rápida y eficazmente esas ganas de vivir en democracia. Tenemos que poder llegar a decir pronto, ya: “la democracia que somos”, así, en plural, en “nostridad”, como le gustaría decirlo a Ortega, en conjunto, en el vínculo total de nuestra convivencia. El desgano por la democracia es el mejor caldo de cultivo para la antidemocracia. La constitución tiene que vitalizarnos esas ganas, con ímpetu renovador, creativo, fecundo (…) Lo que nos debe quedar como impresión última es que la constitución tiene que funcionar en un triple carácter: como base de nuestra convivencia, como fuerza motriz de la acción política de los gobernantes y gobernados, y como freno de las desviaciones y los apartamientos. Juan María Gutiérrez decía que la constitución de 1853 era algo así como el pueblo argentino hecho ley. Ojalá cada uno de nosotros nos sintamos y seamos un fragmento de esa constitución”.

(*) Germán Bidart Campos: Para vivir la constitución, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1984.

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