Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 2 de enero, Infobae publicó un artículo de Roberto Cachanosky titulado “El liberalismo no se construye violando su principio básico”. El autor concuerda con muchos de los aspectos tanto del decreto de desregulación 70/2023 como de la ley Ómnibus que el gobierno envió al Congreso. Pero no lo hace con los instrumentos que se piden para llevarlos a la práctica. El presidente Javier Milei tiene decidido modificar de raíz las reglas de juego que vienen imperando en el país desde hace décadas. Ello significa que tiene en mente modificar de cuajo las instituciones (normas, leyes, códigos, reglas y costumbres que regulan el vínculo entre el Estado y los ciudadanos de a pie). ¿Eligió Milei el camino adecuado para el logro de semejante objetivo? Según Cachanosky tanto el DNU como la ley Ómnibus “pretenden cambiar por la fuerza las normas, costumbres y códigos que regulan nuestras relaciones. Es como querer cambiar los valores que imperan en la sociedad por un decreto y una ley”. Es imposible lograr semejante cambio de esa manera.

Le asiste toda la razón a Cachanosky. Sólo a través de un largo y eficaz proceso educativo puede lograrse ese objetivo. La imposición, por ende, no es una buena consejera. Pero hay algo más que es tan relevante como lo anterior. Dice el autor: “El principio básico del liberalismo es limitar el poder del estado; por lo tanto, es contradictorio querer construir un país con principios liberales empezando con la violación de esos principios”. “Pedir poderes absolutos durante 2 años y con 2 más de prórroga, indica que Milei quiere gobernar todo su mandato con el Congreso abierto, pero sin funcionar. El Ejecutivo asume las funciones del Legislativo y eso es contrario al principio fundamental que impulsa el liberalismo: limitar el poder del Estado”. “El liberalismo no se construye violando sus principios”. ¿Cómo se puede construir el liberalismo desconociendo uno de sus principios medulares como lo es la división de poderes? Es una misión imposible porque el desconocimiento de la división de poderes sienta las bases de un sistema político autocrático o, si se prefiere, dictatorial. Y la dictadura es la antítesis de la democracia liberal.

Al leer este artículo de Cachanosky me vino inmediatamente a la memoria uno de los más ilustres pensadores liberales de todos los tiempos, Montesquieu. Sería aconsejable que en estos momentos de turbulencia económica e institucional, el presidente o, en su defecto, algún miembro de su círculo íntimo, tenga en cuenta sus enseñanzas ya que, como está quedando dramáticamente en evidencia en nuestro país, están más vigentes que nunca. A continuación paso a transcribir un ensayo de Claudia Fuentes (Universidad Diego Portales) titulado “Montesquieu: Teoría de la distribución social del poder” (Revista de Ciencia Política. Santiago, 2011).

LA LIBERTAD POLÍTICA COMO FUNDAMENTO DE LA SEPARACIÓN DE PODERES

“Montesquieu elabora su teoría de la separación de los poderes del Estado a propósito de una cuestión anterior: la realización de la libertad como objetivo político. En uno de los breves capítulos que introducen su estudio sobre la Constitución inglesa, el autor ofrece una de sus más célebres definiciones: “En un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer” (Montesquieu, 2003). El protagonismo conferido al deber dentro de esta definición permitió a Isaiah Berlin identificar la libertad de Montesquieu con la subordinación de los deseos y pasiones del hombre a los objetivos racionales de la naturaleza humana, haciendo de esta definición un ejemplo de los riesgos que implica el concepto de libertad positiva como dominio de sí: “Montesquieu, olvidando sus momentos liberales, dice que la libertad política no es dar permiso para hacer lo que queramos, ni incluso para hacer lo que permite la ley, sino sólo “el poder de hacer lo que deberíamos querer”, lo cual repite virtualmente Kant”. Y más abajo explica: “La presuposición común a estos pensadores es que los fines racionales de nuestras “verdaderas” naturalezas tienen que coincidir, o hay que hacerlas coincidir, por muy violentamente que griten en contra de este proceso nuestros pobres yos, empíricos, ignorantes, apasionados y guiados por los deseos. La libertad no es libertad para hacer lo que es irracional, estúpido o erróneo” (Berlin, 2000).

En la interpretación de Berlin, la identificación del cumplimiento del deber con la libertad implicaría una teoría del “dominio de sí”, que supone: primero, una visión dicotómica del hombre en la que es posible distinguir un yo superior –yo racional– y otro inferior –yo empírico; segundo, la idea de que el yo inferior es una suerte de “enemigo interno de la libertad” en tanto puede interferir en las decisiones de aquel otro yo que se presenta como el verdadero sujeto de esta libertad, aquel a quien corresponde desempeñar la función de dominus al interior del hombre; tercero, la idea de que esta relación dominio-sometimiento que se da entre un yo superior y un yo inferior permitiría realizar la “verdadera naturaleza del hombre”, de modo que “libertad” y “plenitud” parecen ser lo mismo. En resumen, que la libertad como deber es, al mismo tiempo, “autoliberación” interior y “autorrealización” de la naturaleza humana. Pero además, esta “autoliberación” y “autorrealización” pueden, incluso, realizarse a pesar de los propios sujetos liberados y realizados, en la medida en que el yo racional se identifique con un yo supra-individual que nos libera sin nuestro consentimiento. Este sería el caso de los sujetos “cuya razón está dormida… que no entienden las verdaderas necesidades de sus propios yos verdaderos” (Berlin, 2000). Resulta difícil conciliar esta interpretación con la imagen que el mismo Montesquieu nos ofrece de la sociedad inglesa, en la que no sólo la libertad sino también la salud y la fuerza del Estado se manifestarían, según este autor, en el pleno desarrollo de las pasiones, los odios y las ambiciones de sus ciudadanos (Montesquieu, 2003). También resulta difícil entender de qué modo un yo supraindividual podría realizar en cada ciudadano un ideal único de naturaleza humana, a partir de un modelo de organización política basado, como veremos más adelante, en el conflicto de la diversidad.

A mi juicio, la clave para interpretar adecuadamente el concepto de libertad de Montesquieu radica en considerar la definición citada a la luz de la definición de los “demócratas” a la que se opone –la libertad como el poder de hacer lo que se quiera– y en conexión con sus otras definiciones. Pensada en el contexto de la definición de los demócratas, la libertad como deber surge como la negación radical de un concepto también radical de libertad que exige la ausencia de todo límite. En este sentido, “el deber” no representaría la autoliberación y la autorrealización de hombre, como cree Berlin, sino la necesidad de circunscribir las decisiones y las acciones a un marco legal regulatorio que establece la distinción entre lo posible y lo permitido. Lo que se debe querer es entonces lo que las leyes permiten, y lo que no se debe querer, aquello que prohíben. El aspecto más interesante de esta definición de Montesquieu no radica en la oposición anomia/ley –oposición en la que, como hemos visto, el autor adopta el partido de la ley como deber–, sino en la relevancia conferida a la soberanía real de esta última como contenido de la libertad política. Si la libertad consiste en “poder hacer” lo permitido por la ley y “no ser obligado a hacer” lo prohibido, entonces no basta con la sola existencia de la ley; también es necesario que ningún hombre tenga el poder suficiente para regular la vida de los demás al margen o en contra de lo que ella establece. Esta me parece que es la idea que Montesquieu busca destacar en otras dos definiciones de libertad, ambas dedicadas al campo de acciones reservadas por la ley a la elección individual. En la primera de ellas, unas líneas más debajo de la definición que comento, el autor sostiene: “La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten” (2003). Notemos que en esta definición Montesquieu sustituye el lenguaje del deber por el lenguaje del derecho, garantizando un espacio de no interferencia en la elección de todas las opciones admitidas (permitidas) por la ley. En una línea semejante encontramos esta otra definición que hace consistir la libertad en la ausencia de un poder capaz de imponerse sobre las decisiones de los ciudadanos al margen de la ley: “La libertad consiste principalmente en la imposibilidad de verse forzado a hacer una cosa que la ley no ordena”. El elemento común a ambas definiciones es el resguardo del individuo frente a la voluntad de otros que puedan ejercer sobre él un “dominio” no legal.

El cuadro se completa con una condición establecida por Montesquieu que liga la libertad política a la percepción subjetiva de la propia seguridad: “La libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exista libertad es necesario que el gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro” (2003). A esta seguridad responden las restricciones a la libertad individual contenidas en el marco legal que distingue los ámbitos de acciones permitidas y prohibidas –de ahí el rechazo de Montesquieu a la definición de los demócratas–, y la exigencia de que ningún poder pueda imponerse a la voluntad individual, al margen o en contra de lo que establece la ley. Sin embargo, también es posible temer que sean las mismas leyes o su aplicación las que atenten contra la seguridad de los ciudadanos, situación que haría superflua la existencia misma de la ley como marco de la libertad. Este atentado legal –“tiranía oculta” dirá Montesquieu– es el que tiene en mente el autor al destacar el vínculo entre la percepción de seguridad y la libertad, y es uno de los problemas que lograría resolver, como veremos más adelante, el gobierno inglés basado en la separación del poder, al garantizar la representación de los intereses diversos de la sociedad en la elaboración de la ley.

La lectura del concepto de libertad de Montesquieu que he propuesto sitúa a este autor en la tradición de pensadores republicanos que, como señala Pettit, han concebido a la libertad política como no dominación. Este concepto de libertad, basado en el ideal de independencia personal distinto al ideal del autogobierno característico de la libertad positiva de Berlin, identifica la libertad con la ausencia de dominio ajeno. Desde la perspectiva de la libertad como no dominación, un hombre es libre cuando no está expuesto a formas arbitrarias de poder, es decir, cuando tiene la seguridad de que ningún otro individuo o grupo podrá interferir intencional y caprichosamente en sus elecciones, al margen de sus intereses y opiniones. En este contexto, las leyes “correctas” –precisamente aquellas leyes que no representan intereses y opiniones banderizas–, lejos de operar como restricciones a la libertad, la constituyen en la medida en que “reducen” la capacidad de dominio de unos sobre otros. Se trata de la antigua opción republicana del gobierno de la ley frente al gobierno del hombre, cuyo valor radica, como nos ha dicho Montesquieu en sus definiciones de libertad, en “no verse forzado a hacer una cosa que la ley no ordena” y en que “ningún ciudadano pueda temer nada de otro”. Pero además, la teoría de la Constitución inglesa inscribe a Montesquieu en la tradición de autores que han pensado la política en el marco del conflicto por el poder, y que fueron capaces de conciliar este conflicto con la libertad. Esto es lo que, a mi juicio, está en juego en la teoría de la distribución jurídica y social del poder”.

TEORÍA GENERAL DE LA SEPARACIÓN DE PODERES DE MONTESQUIEU

“El estudio de Montesquieu dedicado a la separación de poderes se inicia con el planteamiento de un problema fundamental para la realización de la libertad: el poder político que puede y debe garantizarla constituye en sí mismo un peligro para la libertad. Sin embargo, en la misma fórmula en la que el autor resume el problema del poder anuncia también su solución: “Es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente inclinación a abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites” (2003). La cuestión radica entonces en encontrar una forma de limitar el poder que no invalide su función como expresión y garante de la libertad de los ciudadanos. Este es el problema al que pretende dar respuesta la Constitución inglesa descrita por Montesquieu, a partir de un sistema de distribución jurídica y social de las funciones del Estado que permite que “el poder contrarreste el poder”. El sistema jurídico distribuye el poder del Estado en tres órganos: el Legislativo, representante de la voluntad general del pueblo que expresa a través de las leyes; el Ejecutivo, encargado de dar cumplimiento a dicha voluntad, y el Judicial, que juzga los delitos y las diferencias entre particulares. Pero, además, el sistema comprende una serie de facultades y procedimientos que permiten que estos órganos –específicamente el Legislativo y el Ejecutivo– participen de otro poder sin confundirse con él. El Legislativo tiene la facultad de examinar las acciones del Ejecutivo y puede acusar a los ministros si considera que no actúan en conformidad con lo dispuesto en la ley. El Ejecutivo, por su parte, participa del Poder Legislativo a través del derecho a veto que le permite rechazar las resoluciones del órgano legislador. Del mismo modo, el Legislativo sólo puede sesionar a instancias del Ejecutivo que lo convoca y durante el período que este disponga; pero el Ejecutivo está obligado a convocarlo al menos una vez al año, para que resuelva sobre la recaudación de impuestos y las fuerzas armadas. Por último, si bien el órgano judicial no participa de los otros poderes, una de las Cámaras del Legislativo –Cámara de los Lores– participa del Poder Judicial en tres instancias: cuando la aplicación de una ley implique una rigurosidad mayor que aquella que esta ley se proponía establecer; cuando un particular viole los derechos del pueblo en un asunto público, y cuando el acusado sea un noble”.

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