Por Hernán Andrés Kruse.-

“El sistema de distribución social, por su parte, distribuye el poder entre los tres estamentos relevantes de la sociedad inglesa, integrándolos a los órganos jurídicos: el Poder Ejecutivo es atribuido al monarca que tendrá los motivos suficientes para utilizar los mecanismos que la Constitución le ofrece –principalmente el derecho a veto– para oponerse a las tentativas del Legislativo de arrogarse todo el poder. El Poder Legislativo, en tanto, estará a cargo de dos Cámaras, cada una de las cuales estará constituida por representantes de clases sociales distintas: nobles y pueblo. Estas Cámaras actuarán como diques de poder de dos modos: primero, como garantes de la distribución jurídica porque utilizarán su facultad fiscalizadora para impedir que el Ejecutivo desconozca la voluntad de la nación expresada en leyes; segundo, porque la representación de las clases en las Cámaras –y la integración del monarca por el veto– permitirá que cada estamento participe en la elaboración de las leyes que serán resultado de la coordinación de intereses diversos. Esto impedirá que el Poder Legislativo dicte leyes que desconozcan las aspiraciones de los grupos relevantes de la sociedad. Por último, la distribución del Poder Judicial sigue el principio de que los hombres deben ser juzgados por sus iguales, asignando las causas entre miembros del pueblo a los tribunales ordinarios, y las causas que involucran a los nobles a la Cámara de los Lores. En cada uno de estos sistemas de distribución podemos distinguir tres dimensiones: 1. el principio general de distribución del poder común a ambos sistemas; 2. un principio particular derivado del anterior: la distribución jurídica institucional y la distribución social del poder; y 3. los modelos de distribución con los que se pretende realizar estos principios: el modelo de distribución institucional tripartita y el modelo de distribución social triestamental. El principio general establece que la fuerza expansiva del poder político, que concentrada en un individuo o grupo produce relaciones de dominación, puede utilizarse como antídoto contra sí misma, si el poder se distribuye en partes que contienen y canalizan la fuerza expansiva de las partes restantes.

Este sistema de contrapesos, como advierte Arendt, no busca “sustituir el poder por la importancia” (2006), sino más bien generar un nuevo tipo de potencia basado en la acción concertada de las partes que detentan el poder. Sin embargo, como veremos más adelante, el “concierto” de las partes no implica una reconciliación radical de las diferencias, sino la subordinación de una diferencia –que nunca se supera– ante la necesidad del acuerdo. Derivado de este principio general, el principio de distribución jurídica establece que las funciones del poder político deben distribuirse entre instituciones relativamente autónomas que cuenten con las facultades necesarias para intervenir en el cumplimiento de las funciones asignadas a las instituciones restantes. Del mismo modo, el principio de distribución social establece que el poder político debe distribuirse entre los grupos que detentan intereses diversos dentro de la sociedad para que ninguno de ellos pueda imponerse a los demás. Por último, los modelos tripartito y triestamental describen las estrategias institucionales adoptadas por los ingleses, según lo entendía Montesquieu, para realizar los principios señalados. En este sentido, la institucionalidad tripartita con sus mecanismos de distribución y contención, y el modelo de distribución por estamentos, no son fines sino medios para contener y canalizar el poder. Cuando se confunden estas dimensiones y los modelos pierden el carácter de estrategias para considerarse elementos constitutivos de los principios, la reflexión sobre la distribución del poder queda atrapada en un juego de todo o nada, en el que la negación de la estrategia es al mismo tiempo la negación de su principio. En lo que sigue propongo revisar los supuestos, el contenido y las implicancias del principio de distribución social, considerándolo como una dimensión distinta del modelo triestamental”.

EL PRINCIPIO DE LA DISTRIBUCIÓN SOCIAL DEL PODER

“En primer lugar, debemos considerar el tipo de sociedad estamental al que remite el principio de distribución social. Como señalé unos párrafos más arriba, a propósito de la dificultad para conciliar la interpretación de Berlin sobre el concepto de libertad de Montesquieu con las características de la libertad “a la inglesa”, en esta sociedad fluyen libremente los intereses, los odios y las ambiciones de sus ciudadanos. Se trata de una sociedad marcada por la diversidad y el conflicto que hace necesario conciliar el orden político con la expresión del antagonismo de las partes. Fue precisamente esta heterogeneidad en conflicto la que, según Montesquieu, impidió a los ingleses establecer una república democrática. Más allá de la imagen idealizada que parece tener este autor del gobierno democrático – basado en una virtud imposible o al menos falsa, según Destut De Tracy–, su descripción nos permite completar, como una suerte de contraejemplo, su visión sobre los ingleses. La república democrática supone una base social homogénea en la que se asienta el principio de la virtud como motor para el autogobierno. En estas repúblicas, los ciudadanos pueden tomar parte activa en los asuntos públicos sin necesidad de mecanismos institucionales que limiten su poder, porque han sido educados para amar la igualdad y para posponer sus intereses privados a favor de los públicos. El conflicto y los antagonismos derivados de la heterogeneidad son vividos en estas democracias como una forma de corrupción, y así lo muestra Montesquieu al hablar sobre el intento democrático de los ingleses: “Fue un bello espectáculo ver los esfuerzos impotentes de los ingleses en el siglo pasado, para establecer entre ellos la democracia. Como los que participaban en los negocios carecían de virtud, como su ambición se expresaba por el éxito del más osado y como el espíritu de una facción sólo estaba reprimido por el de otra, el Gobierno cambiaba sin cesar” (2003).

Pero la sociedad inglesa tampoco habría podido reeditar, de acuerdo a la teoría de Montesquieu, un gobierno monárquico tradicional, porque si bien la monarquía se basa en una sociedad desigual esta desigualdad se traduce en el ámbito político en una marcada jerarquía de poderes cuya fuente última es el monarca. En esta jerarquía juega un rol fundamental la nobleza, como estamento moderador entre el poder del monarca y la debilidad del pueblo, que impide el establecimiento del despotismo. Sin embargo, los nobles ingleses ya no podían cumplir esta función porque las monarquías precedentes –especialmente las Tudor– habían debilitado su poder en favor del poder del pueblo, debilitando de paso al propio monarca. Se trata de un proceso de transferencia de poderes en el que la soberanía del monarca deviene soberanía de un cuerpo político dividido y en conflicto, incapaz de fundar un autogobierno estable. El principio de distribución social del poder surge como respuesta a esta nueva condición del poder: sin un principio que les permita operar a favor del bien común, y atrapados en luchas partisanas, los ingleses optan por garantizar la representación de los grupos en conflicto para que se contengan mutuamente. Por esta razón, cuando Montesquieu intenta justificar la inclusión de los nobles en el poder a través de la Cámara de los Lores, no recurre a argumentos propios de una sociedad estamental, sino a su condición de partes en una disputa por intereses opuestos. En efecto, si bien el solo reconocimiento de un grupo privilegiado formado, como dirá Montesquieu, por “personas distinguidas por su nacimiento, sus riquezas o sus honores” implica también el reconocimiento de una sociedad estamental, lo cierto es que este autor no fundamenta su “existencia política” en base a la función de mediadores que les atribuye en los gobiernos monárquico: los nobles ingleses tienen garantizada su representación en el poder porque es el mecanismo que les permite asegurar su libertad, objetivo específico de la Constitución inglesa: “…si estuvieran confundidos con el pueblo y no tuvieran más que un voto como los demás, la libertad común sería esclavitud para ellos y no tendrían ningún interés en defenderla, ya que la mayor parte de las resoluciones irían en contra suya” (2003).

El hecho de que esta garantía favorezca al estamento nobiliario no puede hacernos olvidar el problema de fondo que el principio de distribución social pretende resolver: la situación de dominación a la que quedan expuestos los grupos que no están representados en la toma de decisiones que los afectan. Como Maquiavelo en la antigua Roma, Montesquieu encontró en los ingleses un tipo de comunidad política que fundamenta su libertad en la expresión de la discordia; pero, a diferencia de Maquiavelo, consideró que la vigilancia de esta libertad no puede concederse a una sola de las partes en conflicto –el pueblo de Maquiavelo, cuya única ambición es escapar de la dominación– porque el deseo de dominación es extensivo a cualquier hombre o grupo que tiene poder. Esta diferencia tiene a mi juicio implicancias relevantes a la hora de pensar la relación entre libertad y política. Como sostiene Lefort, en la teoría de Maquiavelo la posición política del pueblo se define siempre como una forma de oposición o negación del impulso a la dominación de los nobles. “Emancipándose” es la condición política constante de este pueblo, en una república que más que intentar superar las relaciones de opresión, se sostiene en ellas. La política romana que describe Maquiavelo se funda y funda su grandeza en la tensión entre una parte que quiere dominar y otra que quiere no ser dominada, y que nunca lo logra del todo. “El pueblo no puede hacerse libre, si ser libre se supone liberarse de toda dominación” (Lefort, 2007). La política inglesa que describe Montesquieu, en tanto, si bien supone la no superación del impulso de dominación que define a las partes en pugna -“es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él…” (2003)-, no consagra de antemano la posición subordinada de una de esas partes (Tal vez por esta razón Montesquieu identifica a la grandeza, y no a la libertad, como objetivo particular de la antigua Roma (2003).

El reconocimiento de un impulso compartido de dominación, el supuesto de que tanto el pueblo como los nobles son “aspirantes a la opresión” y “potenciales oprimidos”, sitúa a las partes, desde una perspectiva normativa, en una posición de igualdad respecto de lo que les cabe esperar en la escala de la no dominación, en la que el equilibrio perfecto radica no en una dominación limitada en disputa, sino en una no dominación siempre en riesgo. Dicho de otro modo, la teoría de la distribución social del poder permite pensar la política a partir de un conflicto que, sin negar el peligro de la dominación, pretende expresarse superando la lógica de la opresión. A partir del problema de la dominación de un grupo social sobre otro, Montesquieu da cuenta de los límites del principio de distribución jurídica y de la necesidad de la distribución social. Tomando como ejemplo el modelo jurídico de la república veneciana, el autor advierte: “…el consejo supremo se ocupa de la legislatura, el pregadi de la ejecución y los cuaranti del poder de juzgar. Pero el mal reside en que estos tribunales diferentes están formados por magistrados que pertenecen al mismo cuerpo, lo que quiere decir que no forman más que un solo poder” (2003). La distribución jurídica puede generar un sistema de equilibrios y contrapesos que impide la concentración funcional del poder político, pero no puede impedir por sí sola su concentración social. En efecto, si quienes integran los órganos políticos pertenecen al mismo grupo social, entonces los peligros del abuso de poder que pretende resolver la distribución jurídica se habrán trasladado desde el individuo o grupo que gobierna hacia el “interés social” que gobierna, exponiendo al resto de la comunidad a un escenario de dominación equivalente al del despotismo. En este sentido, el principio de distribución social descrito por Montesquieu completa el objetivo del principio de distribución jurídica porque garantiza la representación de las fuerzas sociales y sus intereses particulares en las instituciones de poder, sin que pueda predominar de manera absoluta ninguna de ellas.

La comunidad política que surge con la distribución social del poder no suprime el conflicto –en una sociedad heterogénea la supresión del conflicto implica la dominación de un grupo sobre otro–; no lo supera –la pretensión de la sociedad homogénea de los devotos públicos de Montesquieu–; y no lo integra bajo una relación unilateral de potencial dominación –el deseo de oprimir y el deseo de no ser oprimido de la comunidad republicana de Maquiavelo. Se trata de una comunidad de adversarios en disputa que, a la manera de la comunidad agonista de Mouffe en formato estamental, están obligados a reconocerse por la cuota de poder político que sus representantes detentan y a disputar sus diferencias al interior de las instituciones políticas. La distribución social del poder deja a estos representantes en una posición de dependencia recíproca que, unida a la necesidad de decidir sobre los asuntos comunes, los obliga a superponer el acuerdo al conflicto”.

(*) Claudia Fuentes (Universidad Diego Portales): “Montesquieu: Teoría de la distribución social del poder” (Revista de Ciencia Política, Santiago, 2011).

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