Por Hernán Andrés Kruse.-

“Admitida la existencia de semejante poder, la cuestión de cómo deben distribuirse los medios disponibles en cuanto a la satisfacción de las necesidades se convierte ciertamente en una cuestión de justicia, a la que la moral dominante es incapaz de dar respuesta. Quedaría justificado incluso el supuesto admitido por la mayor parte de los teóricos modernos de la “justicia social”, a saber, que todos deben recibir idéntica porción en tanto en cuanto no exista alguna especial razón que aconseje apartarse de tal principio. La cuestión clave es, sin embargo, determinar si resulta moral que los hombres deban quedar sometidos a los poderes directivos que requiera un sistema en el que los beneficios individuales puedan ser significativamente calificados de justos o injustos. Debe admitirse, desde luego, que la forma en que los beneficios son distribuidos a través del mecanismo del mercado debería ser considerada en muchos casos marcadamente injusta en el supuesto, claro está, de que tal resultado fuera consecuencia de una deliberada distribución. No es éste, sin embargo, el caso. Dicha distribución es resultado de un proceso cuyos individuales efectos no fueron pretendidos ni previstos por nadie cuando surgieron las correspondientes instituciones. Estas han perdurado por juzgarse que satisfacían las expectativas de todas o de la mayor parte de las gentes en cuanto al objetivo de ver sus necesidades cubiertas. Exigir justicia de tal proceso es un claro dislate y es evidentemente injusto privilegiar en semejante sociedad a algunos, como si dichas personas tuvieran derecho a una concreta participación”.

ÉXITO POPULAR DE LA IDEA DE “JUSTICIA SOCIAL”

“La apelación a la “justicia social” se ha convertido, sin embargo, en el argumento más manido y eficaz en la discusión política. Casi siempre que se pide la intervención del gobierno a favor de determinado grupo, se hace en su nombre: y si se logra que determinada medida sea considerada imperativo de la “justicia social”, cualquier oposición perderá rápidamente consistencia. Se podrá discutir si una medida concreta es o no exigida por la “justicia social”. Nunca, sin embargo, se pondrá en duda que ésta constituye un modelo al que la acción política deberá apuntar, o que tal expresión goza de un preciso significado. Cabe afirmar, en consecuencia, que probablemente no existe en la actualidad movimiento o personalidad política que de buena gana no apele a la “justicia social” en apoyo de las concretas medidas propugnadas. No cabe, por otra parte, negar que la demanda de “justicia social” ha transformado y sigue transformando en gran medida el orden social según una dirección que jamás contemplaron quienes inicialmente propugnaron tales metas. Aunque la aludida expresión ha contribuido indudablemente a hacer a todos más iguales ante la ley, resulta dudoso que, en lo que respecta a la demanda de justicia distributiva, haya logrado hacer más justa a la sociedad o reducido el descontento de las gentes.

Es indudable que, desde un principio, esta expresión recogió las aspiraciones del socialismo. Pese a que el socialismo clásico haya sido normalmente definido en función a su exigencia nacionalizadora de los medios de producción, la aludida medida política no era para aquel movimiento sino instrumento en cuanto a lograr una “justa” distribución de la riqueza, razón por la cual, una vez descubierto por los socialistas que dicha redistribución podía, en gran medida y con menor oposición, lograrse por la vía fiscal (y los servicios del gobierno así financiados), desistieron en la práctica de propiciar su prístina exigencia y centraron su programa en la realización de la “justicia social”. Podría decirse, en efecto, que la diferencia principal entre el orden social al que el liberalismo clásico aspiraba y el tipo de sociedad que en la actualidad se está estructurando estriba en que el primero estaba regido por los principios del recto comportamiento individual, mientras que la sociedad actual está comprometida a satisfacer cuantas exigencias le impone la “justicia social”. Dicho con otras palabras, mientras que el liberalismo exigía al individuo un comportamiento justo, la sociedad actual atribuye de manera creciente el deber de realizar la justicia a una autoridad que goza del poder de dictar a las gentes lo que éstas deben hacer.

La expresión de referencia pudo producir tal efecto a causa de que el apuntado ideal se trasladó poco a poco desde el movimiento socialista a los restantes movimientos políticos e incluso a la mayor parte de los pensadores morales. Fue también adoptada por un amplio sector del clero de la mayor parte de las confesiones cristianas, el cual, a medida que iba experimentando un debilitamiento de la fe en una revelación sobrenatural, parece haber ido encontrando consuelo y refugio en esta nueva religión de tipo social que le permitía ir sustituyendo la promesa de una justicia en el cielo por otra en la tierra, permitiendo así a los jefes religiosos proseguir su lucha por el bien. La Iglesia Católica Romana, de manera especial, ha convertido esta aspiración a la “justicia social” en parte fundamental de su doctrina oficial, si bien la mayor parte de los ministros de las confesiones cristianas parecen pugnar también entre sí por proponer metas a cual más mundanas, metas que también parecen subyacer en la mayor parte de sus reiterados esfuerzos ecuménicos. Los diversos gobiernos autoritarios y dictatoriales de nuestro tiempo tampoco han dejado de proclamar la “justicia social” su primordial aspiración. El autorizado testimonio de Andrei Sajarov nos habla de cómo millones de hombres en la Rusia actual son víctimas de un terror que “trata de ocultarse tras el lema de la justicia social”.

El compromiso con la “justicia social” se ha convertido de hecho, en la principal válvula de escape de la emotividad. Ha llegado a ser el atributo que permite distinguir al hombre bueno y prueba suficiente de que se dispone de adecuada conciencia moral. Puede dudarse eventualmente sobre cuál de las aspiraciones en conflicto concuerda verdaderamente con la justicia, pero en ningún caso se dudará de que el concepto tenga un significado preciso y exprese un alto ideal; ni tampoco que contribuya a descubrir algunos de los graves defectos de que adolece el orden social existente y que resulta urgente eliminar. A pesar de que, hasta hace muy poco, cualquiera que en la correspondiente copiosa literatura existente, pretendiese encontrar una definición inteligible del concepto que nos ocupa habría fracasado en el empeño, parecen existir pocas dudas, tanto entre las masas como entre la gente culta, de que la expresión “justicia social” posee un significado definido e inteligible. Pero la casi universal aceptación de una idea no prueba su validez ni le otorga contenido, al igual que la general creencia en las brujas o en los espíritus no constituye prueba de que a tales conceptos corresponda realidad alguna. La “justicia social”, en realidad, no pasa de ser una superstición cuasi religiosa del tipo de las que cabe tolerar y respetar en tanto en cuanto se limiten a contribuir a la felicidad de quienes las sustentan, pero contra las que es preciso luchar cuando se convierten en pretexto para someter por la coacción a las gentes. La generalizada fe en la “justicia social”, probablemente, constituye hoy la más grave amenaza que se cierne sobre la mayor parte de los valores de la civilización libre.

Tenga o no razón Edward Gibbon, es indudable que las creencias morales y religiosas pueden destruir una civilización y que, cuando tal tipo de doctrinas prevalecen, no sólo los más excelsos ideales metafísicos, sino también los líderes morales más venerables pueden convertirse en graves peligros para valores que también la gente considera inquebrantables. Sólo cabe ahuyentar tal amenaza sometiendo nuestros más queridos sueños de un mundo mejor a un despiadado análisis racional. Son muchos los que creen que la “justicia social” es un nuevo valor moral que procede añadir a los ya tradicionalmente admitidos, para que así quede integrado en el actual marco moral. Lo que no suele reconocerse es que, para que la expresión alcance sentido, es preciso alterar radicalmente el carácter de todo el orden social, sacrificando con ello necesariamente algunos de los valores que lo sustentan. La transformación de nuestra sociedad en otra fundamentalmente diferente se está produciendo paso a paso y sin que seamos conscientes de cuál ha de ser el resultado final del proceso. El pueblo, en la seguridad de que cabe alcanzar algo parecido a la “justicia social”, ha otorgado a los gobiernos poderes que éstos no pueden negarse a utilizar en la satisfacción de las aspiraciones de un número siempre creciente de intereses particulares que, a su vez, han aprendido a utilizar el sésamo de la “justicia social”.

No tengo duda alguna de que se reconocerá finalmente que la “justicia social” ha sido el señuelo que ha inducido a los hombres a abandonar muchos de los valores que en el pasado inspiraron el desarrollo de la civilización. Se trata de un intento de satisfacer un anhelo heredado de los pequeños grupos ancestrales que ningún significado tiene en la gran sociedad de hombres libres. Por desgracia, este vago deseo que ha llegado a ser uno de los impulsos que en mayor medida mueven a la acción a gentes de buena voluntad, no sólo está abocado al fracaso, cosa ya bastante triste, sino que, al igual que la mayor parte de los intentos propiciadores de alguna inalcanzable meta, ha de producir consecuencias indeseadas; de hecho, la destrucción de ese medio que es indispensable al florecimiento de los valores morales tradicionales, y en especial el de la libertad personal”.

(*) Friedrich A. Hayek: “Derecho, Legislación y Libertad”, volumen II, Centro de Estudios sobre la Libertad”, Bs. As., 1976.

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