Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 28 de diciembre, Infobae publicó un artículo de Pedro Tristant sobre unas polémicas declaraciones del ex presidente uruguayo José Pepe Mugica sobre la personalidad del presidente Javier Milei, a quien considera un fanático ideológico cuya intención es arrasar con todo el andamiaje institucional del país. Entrevistado en “Búsqueda” Pepe Mugica expresó lo siguiente: “Lo que importa es Argentina. Milei es un ideólogo fanático. Cree que tiene la verdad revelada e incuestionable, y además con el apoyo del cielo. Cree en eso. Tiene casi una visión mesiánica. Habla del cielo, de no sé cuánto. Y creo que está convencido”. “La democracia representativa tiene una cantidad de mecanismos que pone freno a lo que pretende hacer el presidente argentino. En consecuencia, va a arrasar con todo, va a querer arrasar con todo. ¿En qué desemboca? No sé”. Consultado si Milei cumplirá con su mandato tal como lo estipula la constitución argentina, respondió: “Yo qué sé. No sé si eso funciona, porque no podés hacer lo que querés con el Parlamento. La división de poderes es sabia. Entiendo que hay que hacer reformas en Argentina y todo lo demás, pero todo tiene un límite”. “Es un fanático que no tiene nada de demagogo y que se está jugando por lo que dijo que había que hacer”. Sin embargo, ello desemboca inexorablemente “en el autoritarismo”. “Se lleva a la sociedad por delante. El problema es que el peso de la crisis lo pagan los sectores más embromados. Eso que dijo que lo paga la casta es mentira”.

Tiene razón el ex presidente oriental. Por una abrumadora mayoría de votos en el ballottage (56%) el pueblo argentino eligió (me incluyo) a un fanático ideológico y religioso, a un dirigente político que cree que su verdad es “la verdad”, que su opinión no admite ninguna réplica, ningún cuestionamiento. Milei está convencido de que el shock económico aplicado sin anestesia es la única alternativa viable, el único remedio capaz de curar definitivamente al país de esa cruel enfermedad llamada “populismo”. Milei se cree un ser tocado por la varita mágica, un elegido por el cielo para rescatar a la Argentina de la ciénaga en la que está sumergida desde hace un siglo. Cree que la divinidad lo situó en la Casa Rosada para comenzar una nueva era histórica, para dejar atrás para siempre la Argentina del atraso y la miseria. El país cayó en poder de un megalómano, de un mesiánico, de alguien que se considera superior a los demás, de alguien que cree que únicamente él está en condiciones de solucionar los graves problemas que aquejan a los argentinos desde hace décadas.

El arribo meteórico de Milei al poder nos invita a sumergirnos una vez más en un tema sumamente interesante y delicado: el fanatismo como enfermedad social. Buceando en Google encontré un ensayo de Teresa Sánchez Sánchez (Papeles Salmantinos de Educación-Facultad de Pedagogía-Universidad Pontifica de Salamanca-2002) titulado “¿Cómo se fabrica un fanático? Mecanismos en la construcción de una mentalidad fanática”. Su lectura ayuda-y de qué manera-a comprender el fenómeno “Milei”. Dada su extensión lo publicaré en las siguientes partes: 1-Milei y una enfermedad de la civilización: el fanatismo; 2-Milei y el caldo de cultivo del fanatismo; 3-Milei y la personalidad del fanático; y 4-Milei y la comprensión de las mentalidades fanáticas.

EL FANATISMO COMO ENFERMEDAD DE LA CIVILIZACIÓN

“Emulo deliberadamente con este epígrafe otro cuyo autor fue el insigne Dr. López Ibor y que se tituló ¿Cómo se fabrica una bruja? (1976). Pretendo, de esta forma, advertir al lector sobre la materia de este trabajo que se ceñirá a analizar las disposiciones psicológicas y sociales cuya combinación, en un caldo de cultivo específico, originarán muy probablemente una identidad fanática. Todo ello teniendo en cuenta que nada está predeterminado y que la lógica aquí presentada nunca es axiomática como las matemáticas, ni infalible, y que cae dentro de las conjeturas probables en las que se desenvuelven las Ciencias Sociales y Humanas. Se omitirá en este artículo el análisis de otros factores económicos, geopolíticos, religiosos, culturales, etc, que casi siempre confluyen en los brotes de fanatismo. El tema del fanatismo suscita un gran interés en nuestro tiempo, ante todo porque lo que se sitúa como supuesto deber ser del intelecto y de la voluntad, como pauta socialmente correcta, es la abierta pluralidad, la tolerancia, la moderación crítica, la ecuanimidad y la equidistancia ante los planteamientos controvertidos o enfrentados. Sin embargo, no conviene olvidar, llevados por un análisis fatalista del presente, que el fanatismo ha sido la norma cultural y social preponderante durante largos siglos, incluso en nuestra civilización, aunque haya sido disfrazado de revelación, dogma de fe o verdad incuestionable, o haya tenido apoyos mayoritarios e incluso llegado a ostentar el cetro del poder. La Ilustración cambió transitoriamente este orden de cosas donde, igual como la música de los planetas sospechada por Pitágoras no era audible al estar omnipresente, el fanatismo no era observado ni criticado por encontrarse instalado monolíticamente como verdad oficial en la cultura. Siendo así, los disidentes de este pensamiento único histórico eran los herejes, apóstatas o sospechosos de cualquier índole. Comúnmente silenciados o perseguidos, obligados a retractarse o a abdicar de sus posiciones discrepantes, fueran de fe o de razón, el entorno recuperaba nuevamente su tranquilizadora homogeneidad. Vaya, pues, por delante que el fanatismo no es siempre algo minoritario o excepcional, sino que puede anegar a naciones enteras, propagarse y ejecutarse a través de los cauces oficiales del poder.

El triunfo de la idea del yo, del individualismo y del pensamiento crítico fue una conquista reciente en la cultura occidental, aunque como bien dice E. Wiesel (1958), la Ilustración terminó en 1914, al comienzo de la primera Gran Guerra Mundial, y derivó en una sucesión de apoteosis fanáticas e irracionales a lo largo del siglo XX. Es, sin embargo, el siglo XXI el que se augura como la época en que el fanatismo va a diseminarse e instalarse en todas las áreas de la vida política y social, religiosa y científica, artística y deportiva, como metástasis letales que atrofiarán el modo de vida, las conquistas civiles y los derechos humanos fundamentales. Y evidencias de ello tenemos por doquier. Francisco Umbral (2001) presagiaba que el fanatismo iba a ser “la plaga tardía del siglo XXI”, antes de los atentados del 11 de septiembre, que terminaron de abrir los ojos a todos aquellos que seguían pensando vivir en la modernidad del conocimiento y el optimismo ilustrado (F. Savater, 1994). La proliferación de fanatismo en multitud de ámbitos y situaciones puede interpretarse como síntoma de inestabilidad, zozobra social, desesperanza, incertidumbre, o falta de puntos de apoyo o diques de contención que controlen la pérdida de puntos de referencia psicológicos, religiosos, éticos o políticos. La gente está ávida de mesías seculares y deposita su necesidad de creer en ídolos del deporte, la música, la ciencia o el cine, llevados por la ‘nostalgia de absoluto’ de un mundo masivamente secularizado (G. Steiner, 1974). Lo que distingue al fanático del simple partidario o seguidor de algo o alguien no es la causa, razón de ser o naturaleza del impulso, sino la dimisión de la capacidad crítica, la incondicionalidad, ceguera y abnegación que deposita en la idea, la cual termina por enajenarle y despersonalizarle. F. Alonso Fernández (1995) considera que el fanatismo marca un punto de inflexión en la regresión involutiva a una especie que denomina como homo sapiens brutalis. Los fanatismos emergen en un efecto resaca o rebote tras etapas de pluralismo e indolencia excesivos, pues sumen a las culturas, grupos o individuos más vacilantes o inmaduros en un gran desconcierto, angustia y desorientación. Ello desemboca en la fuerte necesidad de aferramiento a pilares sólidos, simples y securizantes, aunque sean reductores o sesgados, pero que otorgan una cierta estabilidad a la brújula existencial o cultural y un punto de anclaje que disipa la angustia.

El fanático se sitúa en las antípodas de la ciencia, ya que elige seguir una creencia global e incuestionable allí donde el científico expone a la refutación convicciones que debe contrastar empírica o dialécticamente (J. Bergeret, 2001), Ciertamente, todos los ámbitos son susceptibles de derivaciones fanáticas, si bien suele asociarse más dicho concepto a las creencias o a las ideas políticas. Tengamos presente que cualquier idea o búsqueda intelectual puede ser objeto de una obsesión fanática, cual ha ocurrido siempre con los dogmatismos científicos, teológicos y filosóficos, cual se impone ahora con la modalidad bendecida unánimemente del pensamiento único. A este respecto, A. Maalouf nos recuerda que: “El siglo XX nos habrá enseñado que ninguna doctrina es por sí misma necesariamente liberadora: todas pueden caer en desviaciones, todas pueden pervertirse, todas tienen las manos manchadas de sangre: el comunismo, el liberalismo, el nacionalismo, todas las grandes religiones, y hasta el laicismo. Nadie tiene el monopolio del fanatismo, y, a la inversa, nadie tiene tampoco el monopolio de lo humano” (A. Maalouf, 1998, p. 58). También los cánones estéticos impuestos por las modas, que no son sino la consagración mayoritaria de unas preferencias o atribuciones que se asocian temporalmente al buen gusto o a la belleza, al éxito social o al prestigio. Las modas son cristalizaciones transitorias de cierto tipo de asignaciones que pueden establecerse como tiranías o dictaduras altamente impositivas y subyugantes, pues atenazan dentro de sus cauces o parámetros estéticos no sólo aspectos periféricos (ropa, colores, útiles externos, casas o complementos), sino incluso naturales (medidas corporales, volumen, color de piel, etc). De hecho, en este sentido la anorexia puede contemplarse como la expresión de un fanatismo estético que doblega la naturaleza corporal y la somete a exigencias o interpretaciones de la belleza temporalmente consagradas.

Algo similar cabría decir de la frecuencia histórica con que otros aspectos como los rasgos genéticos se han convertido en la piedra de toque de todo tipo de fanatismos. Algo que, pese a los recientes descubrimientos sobre el mapa genómico humano donde se comprueba la escasísima minucia genética que diferencia a unas razas humanas de otras, ha originado oleadas millonarias de víctimas en holocaustos, exterminios raciales, guerras de supremacía, etc, y que está no muy lejos de suceder nuevamente a juzgar por la crecida de gérmenes racistas que está acarreando el trasiego de inmigrantes del mundo pobre al mundo rico, la interculturalidad, el mestizaje, etc. De hecho, esto se ha convertido en un problema de primera magnitud, pues hasta F. Savater subraya que, antes de propiciar el progreso o pensar en un crecimiento en el dominio del conocimiento científico o técnico, es preciso “evitar el regreso a oscurantismos de la sangre, de la raza o de la nación”. Los descubrimientos científicos han tirado por tierra cualquier falacia sobre la superioridad o el privilegio natural de ciertas razas o genes, y como apuntaba C. Nombela apenas descifrado el Genoma Humano: “Es un disparate invocar una base genética diferencial para reclamar supuestos derechos de colectividades humanas que les separen de otras y mucho menos para proponer que las hagan acreedoras de una consideración de superioridad” (ABC, 12-2-2001). No faltan tampoco innumerables muestras de fanatismo deportivo o musical, manifestaciones a las que se aplica, aunque en sentido edulcorado e incluso positivo el término “fans”, sinónimo de seguidor eufórico, exaltado e incondicional, que experimenta respecto al objeto de su culto una actitud idealizante y hasta fervorosa, identificativa y confusional que le ciega para contemplar o admirar otros objetos alternativos y le predispone a una actitud, a veces hostil, hacia todo opositor o rival a su ídolo. Podemos encontrar fundamentalismos de club que increpan y enardecen a sus socios y simpatizantes a actitudes belicosas que sacan a flote sus pasiones más primitivas. Algunos de sus más prosaicos miembros se definen, en una auténtica formación reactiva, no tanto como pro algo, cuanto como anti-madridista, anti-sevillista, etc. Lo cual nos habla de que es la hostilidad de signo paranoide contra el otro, aguijoneada a menudo desde los órganos directivos, lo que actúa como eje de su comportamiento. Por ello, pese al tono eufemístico y hasta divertido que suele otorgarse al término “fans”, no hemos de perder de vista que esta adoración idolátrica contiene todos los ingredientes del fanatismo y es tan potencialmente peligrosa como cualquier otra variedad de fanatismo, aunque usualmente ni su meta ni sus medios sean beligerantes.

Eventualmente nos topamos con episodios aislados de consecuencias mortales aparejados a las hinchadas deportivas o a los espectáculos musicales. A menudo avistamos episodios de violencia organizada en espectáculos de masas donde el encuentro dialogante o la conciliación entre partidarios diversos se hace difícil y se elige el obtuso camino del terror. El hacinamiento en los campos, los tumultos en los aeropuertos, las concentraciones eufóricas en los lugares símbolo del club son exponentes notorios de fanatismo, con el agravante de estar secundados por los medios de comunicación y gozar de una propaganda gratuita que aumenta la excitación de la horda. Hasta las ideas más nobles y altruistas pueden degenerar en brotes de fanatismo: la pureza, la virtud pueden conducir al martirio, al sacrificio extremo, a la inmolación; el gusto por los alimentos no manipulados y los cultivos originarios, puede desembocar en diversas formas de ortorexia, vegetarianismo y dietas macrobióticas ciertamente demenciales y peligrosas; el culto al cuerpo provoca fanatismos extenuantes de gimnasio y consumo de drogas estimulantes o anabolizantes hasta deformar monstruosamente el cuerpo. Para no caer en un análisis excesivamente prolijo, mencionaremos que también los pacifismos, ecologismos, feminismos, y en general todos los -ismos, son susceptibles de fanatización que, paradójicamente, encubre una violencia y un daño indirecto mayores del que pretenden evitar. Porque: “El núcleo del fanatismo puede entenderse como la actitud de entrega absoluta a unos ideales, con una intolerancia sistemática para los juicios y los comportamientos discrepantes” (F. Alonso, 1995, p. 191). Partiendo, por tanto, de que todos nosotros albergamos componentes fanáticos más o menos desarrollados y que estamos a la espera de un caldo de cultivo propicio o de un objeto idealizado del que colgar esa idealización, no está de más adentrarnos en el análisis pormenorizado de algunos de sus rasgos y mecanismos esenciales. Voltaire, un ilustrado que en la vanguardia del racionalismo crítico moderno y un tanto avant la lettre del pensamiento contemporáneo en defensa de la tolerancia, exhortó en su Tratado contra la intolerancia de 1767 de la forma que sigue: “Temamos siempre el exceso a donde conduce el fanatismo. Déjese a ese monstruo en libertad, no se corten sus garras ni se arranquen sus dientes, cállese la razón, tan a menudo perseguida, y se verán los mismos horrores que en los pasados siglos: el germen subsiste; si no lo ahogáis cubrirá la tierra” (Voltaire, 1767).

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