Por Hernán Andrés Kruse.-

El pueblo argentino recuperó la democracia el 30 de octubre de 1983, cuando eligió a Raúl Alfonsín como nuevo presidente constitucional de la Nación. En realidad, el pueblo argentino lejos estuvo de recuperar la democracia, ya que lo que sucedió en realidad fue que la dictadura militar, en estado de coma tras el desastre militar en Malvinas, no tuvo más remedio que negociar con la multipartidaria el retorno a la democracia. A partir del 10 de diciembre de 1983, jornada histórica por donde se la mire, hemos tenido una sucesión de elecciones presidenciales inédita en nuestra historia: 1989, 1995, 1999, 2003, 2007, 2011 y 2015. Si se compara este período con el anterior-1976-1983-surge claramente que éste último fue una dictadura y el posterior una democracia. Hay varias razones que explican porqué el período 1983-2015 cabe ser tildado de democrático. Veamos. Los sucesivos presidentes que tuvimos fueron elegidos en elecciones limpias y transparentes. Ningún presidente fue impuesto por la fuerza militar. Además, funcionaron a pleno las otras dos instituciones fundamentales de la democracia: el Congreso y la Justicia. Es cierto que los tres poderes del Estado han sido merecedores de innumerables críticas a lo largo de estos 32 años de democracia, pero también lo es que funcionaron. El sistema de partidos, por lo menos hasta la hecatombe de 2001, funcionó relativamente bien. Tanto el peronismo como el radicalismo compitieron por el poder haciendo honor a sus respectivas tradiciones y si bien en 1995 participó el Frepaso, el radicalismo compitió. La caída de De la Rúa pudo haber significado el quiebre de la continuidad democrática. Ello, afortunadamente, no aconteció. Pese a lo dramático de la situación la clase política fue capaz de salir del atolladero dentro de la Constitución y no fuera de ella. En décadas anteriores una crisis semejante hubiera desembocado en un golpe de Estado. En aquella oportunidad se procedió según lo estipulado por nuestra Carta Magna. En estos treinta dos años de democracia, entonces, elegimos cada dos años tal como lo manda el texto constitucional. Jamás había sucedido con anterioridad a 1983. Vale decir que la democracia como mecanismo de elección de candidatos funcionó plenamente. Pese a todas las críticas que se le pueden hacer a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, lo cierto es que funcionaron, no como a nosotros nos gustaría que funcionen, pero funcionaron.

Los argentinos, a partir de 1983, vivimos en una sociedad democrática. ¿Por qué, entonces, el título del artículo está entre signos de interrogación? ¿Acaso pueden surgir dudas al respecto? Si la democracia implica el funcionamiento pleno de los tres poderes del Estado, ¿entonces cómo puede dudarse de la naturaleza democrática de nuestra sociedad? ¿O la democracia es más que el funcionamiento pleno de los tres poderes del Estado? Quienes conciben a la democracia sólo como un mecanismo seguramente sostendrán con fervor que la democracia funciona plenamente en nuestro país. Pero sucede que hay otros que consideran que la democracia es una filosofía de vida, lo que implica que su significado excede con creces a su carácter mecánico. Los partidos políticos constituyen una institución fundamental de la democracia. Sin embargo, en la Argentina (en todas partes, en realidad) son estructuras oligárquicas y verticalistas, en las que impera la más absoluta obediencia debida. En este sentido, el partido político es una institución profundamente antidemocrática. Lo es porque los afiliados no tiene voz aunque votan esporádicamente y porque en la elaboración de las famosas listas electorales, el único sistema de legitimación es la “dedocracia”. En este sentido, el peronismo es la expresión más cabal. En el movimiento creado por Perón el jefe del partido, normalmente el presidente de la nación, dispone a discreción de la lapicera para decidir quién va a ser candidato a diputado o a senador y quién no. El que se rebela, fue. En el radicalismo puede haber un poco más de debate interno pero a la larga el verticalismo se impone. Un partido supuestamente democrático es el Partido Socialista Popular de Santa Fe. En realidad, impera el más crudo verticalismo. Lo que deciden Hermes Binner y unos cuatro o cinco dirigentes más es “ley”. Las listas confeccionadas de esa forma pasan a ser luego las boletas que nosotros encontramos en el cuarto oscuro. Seguramente en más de una oportunidad debemos haber votado a algún delincuente que formó parte de alguna lista. La única participación activa de la sociedad se reduce, por ende, al acto eleccionario. En relación con los diputados nacionales y senadores nacionales el único contacto entre los elegidos y los electores se da en el cuarto oscuro. Después, cuando quienes resultaron electos en Diputados o en Senadores se sientan en sus respectivas bancas, pierden casi todo contacto con la sociedad. Creen que elaborando leyes y más leyes mejoran la calidad de vida de las personas cuando en realidad lo único que hacen es complicárselas. Lo del Poder Judicial es aún más oligárquico. Los camaristas y jueces se consideran “señores feudales” y configuran una poderosísima red de complicidades capaz de entorpecer la marcha del gobierno nacional. La Corte Suprema es la quintaesencia del régimen oligárquico. Su actual presidente, cada vez que hace uso de la palabra, habla, mira y gesticula como si fuera un príncipe.

La sociedad argentina no es, pues, tan democrática como parece. Ello queda más en evidencia se si examina la relación que se viene dando a partir de 1983 entre el poder político y el poder económico. A partir de 1985, cuando Alfonsín nombró en Economía al tecnócrata Juan Vital Sourrouille, la política se limitó a obedecer las órdenes de la economía. En buen romance: la política económica pasó a ser propiedad del sector concentrado de la economía. ¿Hay algo de democracia en ello? Absolutamente nada. De 1985 en adelante el presidente de turno se limitó a obedecer los designios del poder económico concentrado nacional y transnacional, designios que siempre colisionaban con lo que había votado el pueblo. La dependencia de la política en relación con la economía adquirió ribetes grotescos durante los diez años y medio de Carlos Saúl Menem. El riojano reconoció años después que había mentido descaradamente durante la campaña electoral de 1989 porque si decía lo que pensaba hacer en el gobierno nadie lo hubiera votado. Durante aquel período la supremacía de la economía sobre la política fue absoluta. Menem no fue más que un empleado a sueldo del poder corporativo. ¿Estaba vigente, realmente, la democracia? Ni qué hablar de Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde, los dos efímeros presidentes que pasarán a la historia sin pena ni gloria. Néstor Kirchner y Cristina Fernández intentaron independizarse del poder económico. No se trató en lo más mínimo de un intento revolucionario sino apenas una leve demostración de autonomía. Kirchner impuso un canje de deuda realmente histórico que, lamentablemente, no logró convencer a todos los acreedores. Mientras que Cristina trató de segmentar las retenciones al trigo, al maíz y al girasol, lo que fue interpretado por la oligarquía agropecuaria como una declaración de guerra. Para colmo, el Banco Central pasó a depender del Poder Ejecutivo y el Congreso sancionó una ley de medios que perseguía la democratización de la palabra. Pues bien, esos “amagues revolucionarios” no fueron perdonados por el poder económico concentrado. Todo volvió a la “normalidad” cuando Mauricio Macri se hizo cargo del Poder Ejecutivo. Con la eliminación de las retenciones, la megadevaluación, la derogación de la ley de medios y el flamante acuerdo con esos verdaderos delincuentes internacionales que son los “holdouts”, la economía volvió a situarse por encima de la política. ¿Alguien con un mínimo de honestidad intelectual puede afirmar sin sonrojarse que la democracia como filosofía de vida está vigente en el país? Mientras el capitalismo financiero salvaje siga actuando con total impudicia e impunidad, la democracia-esa democracia que es más que un mecanismo electoral-seguirá siendo para los argentinos un sueño inalcanzable.

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