Por Jorge Raventos.-

La renuncia de Martín Guzmán al ministerio de Economía, disparada el sábado 2 de julio por la tarde a la hora exacta en que Cristina Kirchner desgranaba en Ensenada un nuevo discurso destinado a perfeccionar la corrosión del gobierno de Alberto Fernández, fue una nueva señal apremiante del colapso que sobrelleva no solo la gestión del Presidente, sino el conjunto del sistema de poder que rige desde 2019.

Es cierto que Guzmán fue vapuleado por discursos y cartas de la vicepresidenta así como por la ofensiva contra su continuidad en la que ella embarcó a sus seguidores, pero el alejamiento del ministro no fue producto de la oratoria de ella (cuya repercusión se frustró ese sábado precisamente por la difusión de renuncia) , sino más bien el resultado de las asignaturas pendientes del gobierno y de la endeblez del respaldo presidencial al cumplimiento efectivo de lo que se acordó con el FMI, algo en lo que Guzmán apostaba su prestigio y su autoridad.

La dimisión de su ministro desnudó, en primer lugar, el desamparo y la impotencia del Presidente. Los cronistas acreditados venían transmitiendo un clima de depresión en la Casa Rosada: funcionarios del riñón presidencial daban por cerrada la ilusión reeleccionista de Alberto Fernández y confesaban que lo máximo a lo que éste puede aspirar es a llegar sin graves inconvenientes a la fecha de transmisión del mando. El propio Presidente dejaba filtrar la información de que está trabajando en un futuro libro de memorias.

Muchos de los aliados con los que Fernández contaba para edificar un poder propio venían tomando distancia y se preparaban para otras combinaciones, más prometedoras. Los gobernadores, que según Fernández serían socios principales de su gobierno, no dan la impresión de haber recibido ese trato y ya se conjuran en una liga para hacer sentir su influencia en una reestructuración de gobierno que reclaman y dan por descontada. Hasta la CGT y los movimientos sociales amigos de Fernández se muestran desilusionados. Ellos no son, ciertamente, cristinistas pero admiten que la vicepresidenta ejerce efectivamente el mando en un sector del oficialismo y lamentan que el Presidente haya dilapidado las posibilidades de hacer lo propio con la ventaja que su posición institucional le otorga.

Fernández sostenía a Guzmán y se negaba a sacarlo del puesto como se le reclamaba desde la tribu K, pero paralelamente no se animaba a reforzarlo despejándole el terreno de obstáculos (por caso, despidiendo a los funcionarios K que resistieron permanentemente la aplicación de reformas tarifarias encadenadas con los acuerdos con el Fondo). Guzmán vivió en carne propia la astenia de Fernández y se fue, obligando al Presidente a actuar y tomar decisiones. Ya no alcanzaría con mantener a un ministro: había que -como mínimo- elegir uno nuevo y, quizás, reformular su gabinete y su gobierno. Había que actuar.

Pero Fernández, un peronista tardío («Soy más hijo de la cultura hippie que de las veinte verdades peronistas», confesó dos años atrás), probablemente no llegó aún a aquella frase del General que establecía: “Mejor que decir es hacer”.

En rigor, la materia “Hacer” del gobierno no cosecha las mejores calificaciones. La crisis del combustible lo tomó desprevenido. Su administración, presionada por el anterior jefe de la bancada oficialista en Diputados y por las provincias petroleras, no reaccionó adecuadamente para habilitar a tiempo un aumento importante (y razonable) en la llamada tasa de corte de los combustibles, de modo que los biocombustibles contribuyan a incrementar la oferta de los fósiles, hoy insuficiente. Morosamente se aceptó a mediados de junio elevar de 5 a 7,5 % el corte obligatorio de la Ley de Biocombustibles para las pequeñas y medianas empresas. Adicionalmente se autorizó un corte obligatorio transitorio y excepcional de 5 puntos porcentuales para todas las empresas proveedoras, es decir pymes y exportadoras. Tarde pero seguro.

Guzmán se despidió, además, antes de que se conozcan las cifras de la inflación de junio. El había asegurado en mayo que las de abril serían las más altas del año. La inflación de mayo fue, en efecto, menor que la de abril pero la disminución fue ínfima y la de junio, según varios analistas, puede estar cerca del 6 por ciento. La batalla contra la inflación lucía perdida, al iniciarse el segundo semestre las previsiones de Guzmán para 2022 parecian inviables, mientras se ensanchaba la brecha cambiaria, el Banco Central se veía forzado a levantar las tasas y crecían las dudas sobre la capacidad del Estado sea para cumplir sin apelar a la maquinita con la monumental obligación en pesos que vence a fines de este mes.

Guzmán tenía razones particulares para dejar el cargo y al hacerlo iluminó más descarnadamente la debilidad de Alberto Fernández, que no mostró reacción vital alguna por casi 48 horas ni pudo, en una atmósfera cargada de expectativas lúgubres, articular un mensaje tranquilizador destinado a la sociedad y a los mercados. Pero, si se quiere, la anemia de la autoridad presidencial seguramente se daba ya por descontada. Lo que revelaron las largas horas del sábado y el domingo hasta que se conoció el nombre de la sucesora de Guzmán -Silvina Batakis- fue la enorme dificultad del vértice del oficialismo (cuyos personeros han sido la señora de Kirchner, el Presidente que ella nominó y el jefe del Frente Renovador, Sergio Massa) para tomar decisiones viables y sostenibles.

Fernández no encontró eco positivo en los economistas a los que intentó convocar por las suyas -Emmanuel Alvarez Agis, ex viceministro de Axel Kicillof, Marco Lavagna, Martín Redrado- y tardó en comunicarse con Massa, que había coincidido con el kirchnerismo en criticar a Guzmán (aunque no en el contenido central de las críticas, ya que Massa, a diferencia de los K, respaldó el acuerdo con el FMI) y venía trabajando desde hace meses en la idea de un “·replanteo del gobierno” (una reestructuración general, que incluyera un equipo económico profesional y coordinado) aparecía, en primera instancia como una figura con perfil para intentar remontar la crisis producida por la dimisión de Guzmán.

Las conversaciones entre Fernández y Massa se extendieron y hacían pensar en una negociación ardua. A esa altura el Presidente solo controlaba el suelo que pisaba, estaba apenas rodeado por media docena de fieles miembros albertistas de su gobierno. y se negaba a hablar con Cristina Kirchner (golpeado por los ataques explícitos y los sarcasmos tácitos que ella le dedica en sus discursos, especialmente en el del sábado 2). Massa parecía mejor conectado con la tercera pata del Frente de Todos por su buen diálogo con la vice y en especial con su hijo Máximo y se suponía que podía acordar una reestructuración que ella no obstruyera y en la que convergiera con algunos nombres.

Pero lo que Massa requería para tomar “la papa caliente” que Guzmán había soltado y Fernández no conseguía entregar a nadie resultaba abrumador para el Presidente. Massa se perfilaba como un jefe de gobierno que, en los hechos, convertiría la figura presidencial en una mera decoración (aunque seguramente tratada con la máxima cortesía), encarnando una voluntad de poder a la que ha sido fiel a trancas y barrancas.

Probablemente para evitar la perspectiva de esa supeditación a Massa, Fernández aceptó finalmente dialogar con Cristina Kirchner. La ambición del jefe del Frente Renovador lo intimidó y seguramente previno también a la señora. Martín Redrado, uno de los alfiles con que Massa contaba, había reclamado “un acuerdo político con la oposición” para sancionar varias leyes fundamentales que dieran confianza a los mercados por su apoyo en todo el sistema político. En rigor, dada la crisis que afecta al país y la impotencia que exhibe el sistema de poder que triunfó en 2019, la salida sólo podía venir trascendiendo los limites del actual oficialismo.

Detrás de los diferentes aspectos de la crisis argentina (inflación, inseguridad, indefensión, problemas de crecimiento, decaimiento educativo) hay una cuestión política básica: la ausencia de consensos de Estado que le ofrezcan a las autoridades electas los acuerdos y las bases de sustentación necesarias para las grandes reformas que la Argentina requiere si busca impulsar su formidable potencial, acuerdos capaces de dar continuidad a las líneas fundamentales más allá de los cambios de gobierno.

La crisis abierta con la renuncia de Guzmán abría la oportunidad de esa búsqueda. Es probable que la señora de Kirchner haya atisbado ese riesgo, que (desde la perspectiva de Juntos por el Cambio) describió el lunes Carlos Pagni en su programa de TV: “La oposición zafó. Porque si hubiera sido Sergio Massa, hubiera buscado un acuerdo con Gerardo Morales y Horacio Rodríguez Larreta. Y ese pacto hubiese hecho crujir de nuevo la relación de Macri con el resto de Juntos por el Cambio, de la misma manera que le habría pasado a Patricia Bullrich”.

Así, como un truco de gallo, Fernández y CFK acordaron que no habría reconstrucción del gabinete, que sólo se llenaría la vacante de Economía y que el nombre sería el de Silvina Batakis. No fue elegido por la señora de Kirchner, pero sí bendecido por ella.

Parece evidente que el nombramiento no clausura la crisis, sólo abre un nuevo capítulo de la ingobernabilidad. La flamante ministra procuró calmar a los mercados con declaraciones ligeramente ortodoxas (“Creo en el equilibrio fiscal”, “Cumpliremos y analizaremos el acuerdo con el FMI” ), una reacción obvia para evitar males mayores. Pero lo que los mercados juzgarán antes de disminuir su desconfianza es qué acciones se toman en asuntos centrales como las tarifas de los servicios públicos y las vías para achicar la brecha cambiaria.

La nueva ministra asume en una atmósfera generalizada de estancamiento y desesperanza que el gobierno apenas intenta revertir remitiéndose a alguna s cifras económicas positivas (incluso siendo una realidad, no alcanzan a compensar los datos centrales del desorden: una inflación que no decae, una significativa anemia de reservas en el Banco Central y, sobre todo, un deterioro del sistema de poder y del sistema político cuya expresión más patética, pero no la única, es la disipación de la autoridad presidencial). El nombramiento de Batakis no es obviamente un conjuro mágico.

Sin duda las tensiones internas del oficialismo han contribuido significativamente a este crepúsculo. El Frente de Todos es una casa dividida que sólo mantiene su apariencia de unidad merced al quimérico incentivo de una victoria electoral en octubre de 2023. Pero ya hasta ese estímulo va perdiendo su magnetismo. En otros tiempos, Perón bromeaba sobre las disputas internas de su movimiento: «Los peronistas somos como los gatos. Cuando nos oyen gritar creen que nos estamos peleando, pero en realidad nos estamos reproduciendo». Hoy sólo se oyen los maullidos airados o quejumbrosos, pero la población gatuna está disminuyendo o hibernando.

El colapso del sistema de gobierno que los últimos acontecimientos han transparentado con elocuencia empezó a manifestarse en las primarias del año último, cuando el oficialismo salió segundo, perdió 4 millones de votos en relación al comicio de 2019 y sólo obtuvo la victoria en 6 de los 24 distritos. Ya entonces (septiembre de 2021) se empezó a fantasear la eventualidad de una crisis terminal que empuje fuera del escenario a Alberto Fernández. Y se señalaba que la sospecha viene acompañada de comparaciones con situaciones políticas complicadas atravesadas en las cuatro décadas de la actual etapa democrática: así surge la analogía con la crisis del año 2001. Es cierto que nuevamente la gobernabilidad está comprometida: la figura presidencial ya venía perdiendo autoridad antes de las PASO y esa elección operó como un plebiscito que lo golpeó ferozmente (no solo a él, sino a todo el sistema de poder que lo llevó a la Casa Rosada).

De lo que se trata es de reformular un sistema de poder que ha llegado a un límite peligroso y que ha dejado de garantizar la gobernabilidad del país. Un sistema de poder en el que el propio oficialismo ha dejado de creer. Hacerlo requiere un contenido, un rumbo y una base ampliada de poder. La Argentina está hundiéndose paulatinamente, esclava de sucesivas miradas de corto plazo.

Es probable que, como en otras oportunidades, la reorganización del sistema político y los acuerdos básicos no se produzcan para anticiparse y evitar que la crisis llegue a un estallido, sino como consecuencia de este. El gobierno de Alberto Fernández es un damnificado por esa lógica. Guzmán ha sido la víctima más clamorosa. No la última.

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