Por Hernán Andrés Kruse.-
El pueblo ¿nunca se equivoca cuando vota?
En un artículo publicado el día de la fecha (lunes 2, “Es necesario que los pueblos voten bien”) en La Nación el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa analiza un tema crucial de la ciencia política: la sabiduría o no del pueblo a la hora de votar. Dice Vargas Llosa:
-“No basta que haya elecciones libres y genuinas en un país; además, es preciso que los votantes voten bien. Porque a veces se equivocan. Los electores estadounidenses se equivocaron garrafalmente hace cuatro años votando por Donald Trump. Esto no lo dice un “furioso socialista”, que es de lo que acusa generalmente el presidente de Estados Unidos a todos sus adversarios, sino alguien que se siente más cerca de los republicanos que de los demócratas, sobre todo en política económica, y tiene a Ronald Reagan por uno de los mejores mandatarios en la historia norteamericana”. “Desde su llegada a la Casa blanca, empezó a despedir colaboradores, al extremo de que jamás en la historia de Estados Unidos ha habido un mandatario que cambiara tantas veces de equipo. Pero ha sido mucho más grave que agraviara a los tradicionales aliados de su propio país, que hicieron la Segunda Guerra Mundial con él, presionándolos para que “aumentaran sus gastos de defensa” con el argumento de que la OTAN no podía vivir sólo de la contribución norteamericana” (…) “Acaso todavía peor ha sido la dureza de sus ataques a las migraciones hacia Estados Unidos, un país cuya grandeza ha sido forjada principalmente por inmigrantes venidos del mundo entero” (…) “La actitud de Trump afrente a la plaga del coronavirus no puede haber sido más contradictoria ni nefasta” (…) “Ojalá triunfe en estas elecciones Joe Biden y salve a Estados Unidos de la catástrofe que fue, hace cuatro años, la decisión de los votantes norteamericanos de darle la victoria a Donald Trump”.
Es muy cierto lo que dice el Nobel de Literatura. Donald Trump es un personaje nefasto, megalómano y perverso. Pero para millones de norteamericanos que lo votaron hace cuatro años y seguramente volverán a votarlo el día de las elecciones representa la grandeza y esplendor de la república imperial, el heroico cowboy que salva al país de la invasión de los malvados indios. Ahora bien, esa masa de votantes ¿se equivocaron? Estamos hablando de un poco más de 60 millones de personas. ¿Pueden tantos hombres y mujeres cometer semejante yerro? Para Vargas Llosa sí, obviamente, y para los más de 60 millones que votaron hace cuatro años por la esposa del ex presidente Clinton. Pero sucede que para los millones de personas que votaron por Trump quienes se equivocaron fueron precisamente los votantes de Hillary. En consecuencia, afirmar que quienes votaron por Trump en 2016 cometieron un error es simplemente un juicio de valor, relativo y sujeto a recusación. Lo mismo cabe decir respecto a quienes afirman que los votantes de Hillary se equivocaron.
Vargas Llosa esgrime en su artículo las razones que lo llevan a afirmar el error mayúsculo que cometieron quienes votaron por Trump. A su vez, estos votantes pueden tranquilamente esgrimir las suyas para explicar por qué fue un acierto votar por Trump. Pueden decir, por ejemplo, que Vargas Llosa está equivocado, que su manera de encarar el coronavirus fue la correcta, que les devolvió el orgullo de ser norteamericanos (no hay que olvidar que para millones de norteamericanos la presencia de un afroamericano en la Casa blanca durante ocho años fue una afrenta), que les encanta su manera de ser, que con Trump los Estados Unidos volvieron a ser respetados en todo el mundo, etc. Estos argumentos son tan válidos como los de Vargas Llosa. Alguien podría ahora decir que los argumentos de Vargas Llosa son más valiosos porque quien los esgrime es precisamente un Nobel de Literatura. En cambio, qué valor pueden tener los argumentos de un texano inculto. Aquí entramos en un terreno pantanoso, sumamente peligroso, porque estaríamos a un paso de proclamar el voto ilustrado. Como los argumentos de Vargas Llosa son más importantes y relevantes que los argumentos del texano inculto, sólo Vargas Llosa debería gozar del derecho al voto. Cuidado.
Aunque se cuida mucho de decirlo con todas las letras Vargas Llosa da entender que Trump ganó en 2016 por el voto del sector menos instruido de la sociedad estadounidense. Se equivocaron por no estar bien educados. Sin embargo, hubo casos en la historia de pueblos bien instruidos que eligieron tiranos. El caso más emblemático fue el del culto pueblo alemán que en 1933 permitió, a través de su voto, que un psicópata criminal, Adolph Hitler, llegara al poder. ¿Se equivocaron? Obviamente que sí. Pero para quienes lo votaron, no. De esa forma entramos en un tema apasionante: las razones del voto. ¿Por qué en un momento determinado personajes como Trump son elegidos democráticamente? Hay que tener en cuenta los factores racionales y los emocionales. Muchas veces los segundos son más relevantes que los primeros. En la elección norteamericana de 2016 el factor irracional jugó un rol relevante. La necesidad imperiosa de despedir de la Casa Blanca a un afroamericano y de impedir la llegada de una mujer seguramente gravitó sobremanera en el momento de elegir a Trump. Entre una mujer o un cowboy que se lleva todo por delante, no dudaron un segundo a quién elegir.
Si hay un país donde siempre imperaron los factores emocionales en los procesos electorales es la Argentina. Para no irnos tan atrás basta con recordar la elección presidencial de 2015. Los millones de votos que sacó Mauricio Macri en el balotaje tuvieron una única explicación: que Cristina Kirchner, “la yegua”, perdiera aunque no fuera ella la candidata. Si en lugar de Macri hubiera estado, por ejemplo, Fernando Iglesias, el porcentaje de votos que sacó Cambiemos en noviembre de ese año hubiera sido el mismo. Para esa marea humana no importaba la identidad del candidato opositor sino la imperiosa necesidad de vencer a Cristina. Cuatro años más tarde el factor emocional también jugó un rol relevante pero a la inversa. En 2019 la mayoría de los votantes del FdT no votaron por Alberto Fernández sino en contra del “cipayo”. Si en lugar de Alberto Fernández hubiera estado Sergio Massa, el resultado hubiera sido el mismo. Lo importante era sacar a Macri de la Casa Rosada.
Emergen en toda su magnitud los parecidos entre los procesos electorales de dos países tan disímiles como Argentina y Estados Unidos. Trump y Macri llegaron a la presidencia empujados por el factor emocional. Lo mismo cabe acotar respecto a Alberto Fernández y quien ocupe la Casa Blanca a partir del próximo 20 de enero. Pese a las enormes disparidades en lo económico, político, militar y tecnológico entre ambas naciones, los argentinos y los norteamericanos actuamos en materia electoral mucho más en función de nuestra emoción que de nuestro intelecto. Porque en el fondo no somos más que imperfectos, limitados e indefensos seres humanos.
El vicepresidente ¿sirve para algo?
Durante mucho tiempo esta pregunta merecía una fácil y unánime respuesta: no sirve absolutamente para nada. Su rol siempre fue meramente decorativo. Víctor Martínez fue vicepresidente de Raúl Alfonsín. ¿Alguien lo recuerda? Carlos Menem tuvo dos vicepresidentes. A Eduardo Duhalde lo mandó a competir por la gobernación de Buenos Aires en 1991 y hasta su reelección gobernó sin vicepresidente. En 1995 lo acompañó en la fórmula Carlos Ruckauf, pero es como si hubiera competido en soledad. Recién en 1999 asumió como vicepresidente un político con peso propio: Carlos Chacho Álvarez. Y De la Rúa sufrió las consecuencias. Consciente de que el presidente lo había dejado solo luego del escándalo desatado por el affaire “la Banelco”, Álvarez presentó su renuncia el 6 de octubre de 1999 y dinamitó la Alianza. En 2003 asumió Néstor Kirchner y el rol del vicepresidente volvió a la normalidad. En efecto, Daniel Scioli jugó un rol absolutamente pasivo durante los cuatro años de gestión del santacruceño. En 2007 asumió Cristina acompañada por el vicepresidente Julio Cobos, un radical de Mendoza que había aceptado integrar el binomio presidencial del oficialismo. Parecía una “mosquita muerta” como Víctor Martínez. En poco tiempo quedó demostrado que era un experto en simular y engañar. En julio de 2008 desempató en favor de las patronales del campo en un acto de traición a la presidenta inédito en la historia. En 2011 Cristina se presentó para la reelección acompañada por el economista Amado Boudou quien, pese a no ser un actor pasivo (cómo olvidar su choque con el Procurador Esteban Righi), siempre se mantuvo fiel a la presidenta. Aprovechando la experiencia de sus antecesores Mauricio Macri eligió de compañera de fórmula a Gabriela Michetti, una vicepresidenta que pasó absolutamente inadvertida.
En mayo de 2019 Cristina Kirchner tomó una decisión que pasará a la historia: decidió bajarse de la candidatura a la presidencia para postularse a la vicepresidencia y, al mismo tiempo, ofrecerle la candidatura presidencial a Alberto Fernández. Es probable que nunca, en ningún país del mundo, un dirigente tome dos decisiones de semejante envergadura. De esa forma a partir de entonces muchos comenzaron a dudar de la capacidad de Alberto Fernández, en caso de triunfar la fórmula del FdT, de ejercer el poder, de no verse sometido a la influencia de la todopoderosa vicepresidenta. Hoy, a casi un año de su asunción, esas dudas no sólo se han mantenido sino que se han incrementado de manera exponencial, especialmente luego de la carta pública de Cristina.
¿Conejillos de Indias?
La noticia conmocionó a la opinión pública. El gobierno acaba de anunciar su decisión de comprar a Rusia 25 millones de dosis de la vacuna Sputnik V para combatir al Covid-19. El presidente afirmó convencido que para diciembre podría comenzar la vacunación, según lo estipulen los tiempos de su aprobación. Este acuerdo con el gigante engrosa la lista de convenios con laboratorios de renombre internacional como Pfizer, Astra Zeneca y Sinopham para garantizar la provisión de una vacuna que derrote al virus. Fuentes oficiales confirmaron que los primeros en ser vacunados serán los denominados “grupos de riesgo”, es decir, los profesionales de la salud y los adultos mayores. Para evitar suspicacias Alberto Fernández aseguró que él mismo se vacunará. “Tengo dos muestras que me mandaron de Rusia al comienzo de la discusión para la adquisición, pero no me parece justo que yo me vacune y otros argentinos no puedan vacunarse, más allá de que yo sé la responsabilidad que tengo”, enfatizó.
El problema es que la vacuna no terminó sus ensayos en fase 3. Entonces cabe preguntar cómo hizo la Argentina para asegurarse sus primeras provisiones entre fines de 2020 y comienzos del año próximo. Mario Lozano, virólogo del Conicet, expresa que “la idea no es empezar a vacunar antes de que culmine la fase clínica 3. Lo que Argentina hará es una compra a riesgo con el objetivo de tener garantizada una buena cantidad y un número considerable en el caso de que superen todas las pruebas con éxito. Es una inversión la que se está llevando a cabo”. “La vacuna rusa utiliza una tecnología muy parecida a la de la Universidad de Oxford. Es un adenovirus que está recubierto con la proteína S (Spike) del Sars Covid-2. El Instituto Gamaleya tiene mucha experiencia, tanto o más que los otros que también están trabajando en esta etapa definitiva”. “Se trata de una técnica que ya ha funcionado pero en pocas enfermedades previas. Un buen ejemplo lo constituye el Ébola. Está siendo probada en fase clínica 3 en un montón de voluntarios, en particular, en integrantes del ejército de aquel país. Probablemente tenga éxito, como puede ocurrir con otras”. Las dudas que generaron al comienzo en la comunidad científica fueron saldadas a principios de septiembre cuando The Lancet, prestigiosa revista científica del Reino Unido, publicó los resultados de las fases 1 y 2 de las pruebas clínicas, que confirmaron la seguridad y la eficacia (fuente: Página/12, 3/11/020).
Se trata, qué duda cabe, de una noticia impactante. En poco tiempo más, según lo acaban de anunciar altas fuentes oficiales, gran parte de la población argentina estará vacunada. Por fin podremos respirar tranquilos. Por fin podremos, tomando todos los recaudos correspondientes, retornar a nuestra vida habitual. El problema es que Argentina sería el primer país del mundo en aplicar de manera masiva una vacuna elaborada por la ciencia rusa para combatir al Covid-19. ¿Por qué el gobierno nacional no esperó a que el gobierno ruso vacunara a buena parte de su población para luego comprar, si los resultados fueron buenos, semejante cantidad de dosis? ¿Por qué tanta prisa? ¿Acaso Alberto Fernández está especulando con un eventual (pero nada asegurado) éxito de la vacuna para obtener un buen resultado electoral en octubre de 2021? El gobierno afirmó que los primeros en ser vacunados serán los miembros del personal de salud y los mayores de 60 años. Perfecto. Ahora bien, ya que la vacuna es tan segura ¿por qué no empieza el presidente por dar el ejemplo vacunándose él y su hijo? Porque da toda la sensación de que el personal de salud y los mayores de 60 años serán tomados como conejillos de Indias, es decir, como ratas de laboratorio. ¿Qué pasa si luego de la vacunación masiva un buen número de miembros del personal de salud y de mayores de 60 años sufren efectos no deseados? ¿A quién va a culpar el presidente? ¿A Putin?
Que quede bien en claro que estas dudas no surgen porque el vendedor de las vacunas es Rusia. Uno tendría las mismas inquietudes si se tratara de Estados Finidos o Gran Bretaña. El problema no es ideológico. El problema es sanitario. Hay quienes, vía Twitter, han manifestado su decisión de no vacunarse porque la vacuna es rusa. Es una estupidez mayúscula. ¿Ello significa que, bajo las mismas condiciones, hubieran aceptado vacunarse si la vacuna provenía de Estados Unidos o Gran Bretaña? Lo que más preocupa es la ansiedad del gobierno por decirle al pueblo que ya está la vacuna salvadora. Y, según la opinión de varios expertos que se pudo escuchar últimamente, se está bastante lejos de ello. ¿Por qué, entonces, tanta premura? ¿Por qué hay que creerle ahora al ministro Ginés González García que en poco tiempo comenzará una vacunación masiva si allá por febrero afirmó que el coronavirus era un problema ajeno a la Argentina? ¿Por qué creerle al presidente cuando afirma que ya están las vacunas si hace unos meses afirmó sin ruborizarse que la cuarentena impuesta en la Argentina estaba dando mejores resultados que la estrategia liberal aplicada por Suecia? Ojalá que todo salga bien porque lo que está en juego es nada más y nada menos que nuestra vida.
La esperada decisión de la Corte Suprema
En las últimas horas el máximo tribunal de garantías constitucionales resolvió por mayoría absoluta que los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi permanezcan en sus actuales cargos hasta que se realicen nuevos concursos para definir los jueces que los ocuparán de manera definitiva. Una vez más el supremo Carlos Rosenkrantz votó en soledad a favor de una restitución irrestricta de los magistrados.
Todo comenzó cuando el entonces presidente Mauricio Macri dispuso por decreto el traslado de los magistrados para cubrir vacantes en la Justicia. Luego de la asunción de Alberto Fernández el método empleado por Macri fue impugnado por el Consejo de la Magistratura, que ordenó la revisión de las designaciones de 10 magistrados por esa vía. Todo se complicó cuando los magistrados en cuestión no se presentaron en el Senado para defender sus nombramientos, lo que hizo que el presidente ordenara por decreto dejar sin efecto la decisión de Macri. Los magistrados reaccionaron a través de un pedido directo a la Corte para que dirimiera el asunto. Lo primero que hizo fue habilitar la discusión del per saltum y ordenó que los magistrados continuaran en sus cargos hasta que hubiera una definición sobre la cuestión de fondo. Pues bien, hoy la Corte dio a conocer la sentencia que dirime la cuestión de fondo para los jueces Bruglia y Bertuzzi. Respecto al juez Castelli los supremos darán a conocer su decisión el próximo jueves.
Lo que decidió la Corte es lo siguiente. Las vacantes que se habían generado en la Sala I de la Cámara Federal deben ser ocupadas de conformidad con el procedimiento constitucional, es decir, por concurso. Mientras tanto, los jueces Bruglia y Bertuzzi continuarán en esos cargos y sus decisiones serán válidas. A su vez, podrán presentarse a concursar para quedarse definitivamente con esos cargos. Los jueces esperaron que la Corte fallara como lo hizo Rosenkrantz. Sin embargo, si no sucede nada fuera de lo común, Castelli formará parte del Tribunal Oral Federal 7 que juzgará a la ex presidenta, mientras que Bruglia y Bertuzzi continuarán en sus cargos actuales hasta que se convoque a concurso, lo que puede demorar meses e incluso años. Ante este escenario el oficialismo, que controla el Consejo de la Magistratura y tiene mayoría absoluta en el Senado, hará todo lo que está a su alcance para avanzar con la designación de nuevos jueces (adictos, por supuesto) en cargos que permanecen vacantes. Eso es, precisamente, lo que la Corte quiere evitar a toda costa (fuente: Infobae, 3/11/0209.
A continuación paso a transcribir un excelente ensayo de Jorge Vanossi titulado “La ética en el Poder judicial” (*)
“Muchas Gracias. Reitero una vez más todo mi reconocimiento y gratitud a los amigos de Santa Fe, por esta generosa demostración de masoquismo, al invitarme a tan significativa reunión, que realmente contribuye “en grande” a la satisfacción de una demanda de interés público, como es la presentación de este Código de Ética Judicial. El tema de hoy no es nada fácil. Porque la ética judicial, que es a lo que específicamente me voy a referir, implica agregarle a la palabra ética una connotación que uno imagina, va de suyo, incluida en la condición judicial. La ética es una. Por supuesto hay manifestaciones concretas de aplicación de esa ética a distintas ramas del quehacer en la conducta, en la trayectoria, en la profesión de las personas: la ética del médico, la ética del abogado, y por qué no también, la ética del juez. Pero el querer comprimirlo, como muchas veces se ha pretendido, a un problema de preceptos o normas donde taxativamente se perfilaría el paradigma de la figura ética, en este caso del juez, es algo intelectual y materialmente difícil. Porque el problema de la ética del funcionario público, en general, como la ética del juez, en particular, no pasa por el orden de las normas, sino que pasa por el orden de las conductas, de los comportamientos. Normas existen: tengo aquí presente la Ley 25,188 de 1999, sancionada en virtud de un mandato de la Constitución reformada, en 1994, que exige una ley de ética en el ejercicio de la función pública. Y podemos repasar todo su articulado, que no es demasiado extenso; pero son casi cincuenta artículos, donde están contempladas una cantidad considerable de previsiones, a efectos de tomar resguardos que puedan asegurar la ética. Sin embargo, la percepción que la sociedad tiene es otra muy distinta. Y no sólo se refiere a las dudas que la sociedad alimenta respecto de los jueces, sino respecto de muchas de las entidades que componen el poder público, y poderes particulares o privados, es decir, de gran importancia como factores de poder, pero que no son el poder público propiamente dicho. Hace algunos meses una encuesta de 1,600 casos que realizó Graciela Römer y publicó el diario La Nación distinguía, con un puntaje de cero a cien, una serie de casos que podían fácilmente agruparse en tres sectores: uno, de alta consideración pública, que no llegaba a cien de todos modos; pero que estaba en los puestos más altos, dentro del relativismo que en este momento domina a una sociedad en la que —como decíamos recién— predomina el descreimiento. En ese grupo privilegiado estaba la Iglesia en primerísimo lugar, la educación —que del primer lugar había pasado al segundo— y los medios de comunicación. Luego venía un sector intermedio, de un grado de credibilidad que oscilaba en el 50%, y luego venía un sector de muy baja credibilidad, en algunos casos bajísima; y ese sector estaba compuesto por los dirigentes políticos, los dirigentes sindicales, los jueces, los legisladores y el Poder Ejecutivo.
Si uno repasa mentalmente lo que esto significa, no cuantitativamente sino cualitativamente, es muy preocupante para el vigor de las instituciones de un país que la sociedad, graficada en este caso con una encuesta —que podrá tener su margen de error, pero que por lo general son encuestas serias—, arroje un resultado que está por debajo de los niveles de sostenimiento del vigor mínimo necesario que tienen que tener las instituciones públicas, entre ellas los tres poderes del Estado, a efectos de que la sociedad funcione, las normas se respeten y exista —en definitiva— una confianza acerca de la calidad de vida institucional de un país. Porque así como hay una calidad de vida vinculada con el medio ambiente, una calidad de vida vinculada con el confort, hay también una calidad de vida institucional que hay que respetar y tomar en cuenta si no se quiere caer en situaciones de anomia. Yo creo que estamos en situaciones de anomia, desde hace tiempo: no es un problema reciente. Y no sólo de anomia sino de anemia. Es decir, hay una serie de anemias que aquejan a la sociedad en su conjunto, individual y colectivamente y que se relacionan con el grado de falta de paradigmas en lo personal, de falta de parámetros en lo normativo, de falta de credibilidad en lo institucional; y entonces “todo vale” —como dirían los chicos con esa inocencia que los caracteriza, pero que los lleva a decir verdades muy sabias—. Todo vale, no se pueden distinguir muy bien los límites o las fronteras. Por eso creo que uno de los actos fundamentales en la vida de los estadistas, es saber elegir a los jueces. Porque los jueces son los que en nuestro sistema institucional están dotados de la mayor cantidad y calidad de poder. Son los que deciden sobre la vida, el honor, la libertad, el patrimonio, las garantías y los derechos en general de todos los habitantes del país. Y máxime en un sistema como el nuestro, donde tienen el control de constitucionalidad, que todos los jueces poseen. Todos pueden declarar la inconstitucionalidad de una norma que consideren violatoria de la ley suprema de la nación y, donde además, la Corte Suprema se reserva —porque a sí misma así se ha calificado—, como intérprete final de la Constitución y como tribunal de garantías constitucionales. Entonces, pavada de tarea es la de seleccionar a los jueces y darle al Poder Judicial la composición que reúna la doble idoneidad que se debe tener para la función pública: la idoneidad técnica y la idoneidad moral. La idoneidad técnica tiene una enorme importancia, pero de nada vale si falta la otra. Por eso creo que cuando cito el pensamiento de Couture referido a los ingleses —y que éstos reflejan en una sentencia muy sencilla: que el juez sea un caballero, que sea un señor, si sabe derecho mejor— tienen razón.
Porque Couture comprobó que con apenas ciento y pico de jueces civiles en todo el reino de las islas tenían una justicia digna y eficiente, de la cual el pueblo estaba satisfecho y se sentía orgulloso. Mientras que en Europa continental, la proporción era totalmente distinta: para un país de veinte millones, dos mil jueces; para un país de cuarenta millones, cuatro mil jueces; para un país de sesenta millones de habitantes, seis mil jueces; y el pueblo estaba insatisfecho del nivel que esa justicia tenía en cada uno de esos países. ¿Cómo seleccionaban los ingleses sus jueces? No era burocráticamente sino fundándose en los antecedentes éticos y en el prestigio profesional. De donde se deduce que el juez es fundamentalmente un hombre que llega a la función judicial con una gran experiencia de la vida, con gran sapiencia del derecho y de la profesión, que le permite entonces decir: con esto “mi currículum ya está cerrado, no necesito seguir juntando antecedentes porque ya estoy tocando el cielo con las manos”. Entre nosotros fallan muchas cosas: Ralph Dahrendorf —como todos saben es un gran politólogo de origen alemán, pero que optó por la ciudadanía británica y es miembro de la Cámara de los Lores— ha dicho que para que un sistema funcione como verdadera democracia, se requieren dos requisitos: uno —que él menciona— vinculado con la vieja tradición inglesa, que no puede haber impuestos sin ley, que tiene que haber un sistema fiscal basado en la legalidad, en la claridad, en la certeza, en la perdurabilidad. Y segundo, que el juez esté totalmente emancipado de las aparcerías políticas y también de las gratitudes mal entendidas —agregaría yo—, es decir, que el cordón umbilical que pueda haber tenido hasta ese momento, con fracciones o facciones, quede roto, quede superado a partir del momento en que accede a la función judicial. No ha sido así por lo general en todos los casos, aunque hay muy honrosísimas excepciones que hasta creo que constituyen numéricamente la mayoría. Lo que ocurre, es que cuando las excepciones son muy notorias y escandalosas, dan la impresión de que son realmente la mayoría. Hans Kelsen —probablemente el gran jurista del siglo XX que ideó, integró y presidió diez años la Corte Constitucional de Austria, donde nace verdaderamente un control a través de la jurisdicción especial— dijo en alguna oportunidad al incorporarse al tribunal que, si bien él tenía sus simpatías políticas, no quería de ninguna manera que se sospechara o se pensara que el ligamen subsistía. Porque así como él le negaba al Estado el poder de cercenar su pensamiento y su libertad de criterio para resolver los problemas, con mayor razón les negaba a los partidos políticos que pudieran “pasarle una cuenta” por eso, es decir, que pudieran exigirle algún tipo de adhesión o de desviación de sus veredictos en razón de haber contribuido al nombramiento en el cargo que pasaba a ocupar. Y esa lección que dio Kelsen ha sido seguida en muchas partes en ejemplos que realmente honran.
Quiero mencionar algunos ejemplos, aunque sea muy rápidamente, porque es posible (algunos creen que no es posible) que se tenga un deber de gratitud para siempre. Cuando Roosevelt presidía los Estados Unidos en una situación de enorme depresión —que nos recuerda algunas cosas que vivimos ahora de cerca— y la Corte Suprema no era muy afecta a convalidar las leyes que el Congreso sancionaba por iniciativa del presidente Roosevelt, éste pedía a Dios que se produjera alguna vacante, que pudiera en definitiva poderse consumar alguna renovación en la Corte. Y en la primera vacante que se produce, él propone el nombre de Black. Por supuesto, en Estados Unidos el acuerdo del Senado es una cosa muy seria, lo mismo ocurre con los embajadores: les toman examen, tienen que comparecer personalmente ante la comisión respectiva donde son sometidos a un largo interrogatorio que a veces dura varias sesiones, en las cuales se indaga sobre todos sus antecedentes, su pasado, su formación, su manera de pensar, etcétera. Sale entonces la denuncia de que Black había pertenecido al Ku-Klux-Klan, lo que significaba, obviamente, una llamada de atención muy grave. Black reconoce que en su juventud había cometido ese pecado de haber pertenecido a una entidad racista; pero anunció, ante quienes tenían que dar su voluntad y su voto, que él iba a ser un juez de la Constitución y que eso no tenía nada que ver con lo que pudieran haber sido sus errores del pasado. Y cuando es nombrado, se convierte en el campeón de los derechos civiles en la Corte. Pasa a encabezar, a dirigir intelectualmente, el ala más firme en la defensa de la igualdad contra el racismo, contra la discriminación, por “la igual protección ante la ley” ; como reza el frontispicio del propio edificio de la Corte Suprema de Estados Unidos. El otro caso es el de Frankfurter, amigo personal de Roosevelt, militante del partido demócrata. Salta la objeción: había tomado actitudes de izquierda en la Primera Guerra Mundial, que podían considerarse demasiado radicales respecto de lo que un país en guerra —como era Estados Unidos— podía tolerar en esas circunstancias de emergencia. Y Frankfurter, que reconoce los hechos, es designado. Dice lo mismo: voy a cumplir con la Constitución. Con el espíritu y la letra de la Constitución. Se transforma así en el líder del ala conservadora de la Corte Suprema. Su posición de self restraint, su posición de autolimitación de ciertas revisiones que la Corte practicaba en un híper activismo en ese momento, lo convierten a él en un paradigma de lo que han sido los grandes jueces de la Corte de Estados Unidos.
Un caso muy parecido es el de Warren, que había competido con Eisenhower en la interna del partido republicano para la candidatura presidencial en las primarias y en la convención. Es derrotado. Eisenhower lo nombra presidente de la Corte y Warren, que venía del partido republicano, en su larga presidencia de la Corte —conocida como “ el periodo de Warren”— fue también un campeón de los derechos civiles, de la igualdad y de la libertad política. Es la época en la que la Corte modifica su vieja jurisprudencia de la no justiciabilidad, y protege ciertos derechos políticos que estaban avasallados en alguno de los estados sureños. En fin: hombres que consideraban que el acceso a la función judicial era realmente lo más sublime a lo que podía aspirar un espíritu jurídico. Me he permitido traer estos ejemplos —y no me voy a extender mucho más para no incurrir en una injusticia con respecto a los demás colegas—, porque creo que así como el juez debe emanciparse de esas lealtades, la partidocracia tiene también que emanciparse de los prejuicios que anida respecto de ciertas ramas de la actividad pública de un país. Hay una tradición de mal entendimiento entre la partidocracia y la justicia por un lado; y entre la partidocracia y la investigación, la ciencia y la educación por el otro. A veces, me he preguntado por qué, y la única explicación que encuentro es que los resquemores de la partidocracia (y no estoy utilizando la palabra en el sentido peyorativo, sino en el sentido técnico preciso) respecto de la investigación y de la ciencia, son porque la investigación y la ciencia buscan la verdad. La verdad remplaza al error, y una verdad puede tirar abajo cientos de años de normas y de actos que se han celebrado anteriormente. Y eso, no le gusta por lo general al sector político dominante, cualquiera sea él. Y con respecto a la justicia, porque la justicia da garantías, la justicia es el garante por antonomasia, es el poder que asegura las libertades, que delimita todo aquello que en el imaginario del político podría no tener límites. Pero está el juez. Y esto recuerda un poco la vieja anécdota —que no por vieja pierde validez, sino que la mantiene— del molinero de Postdan, que ante la pretensión de los asesores o consejeros del rey de Prusia, que lo querían forzar a vender su molino para poder ampliar el palacio de verano, en algún momento se siente extorsionado cuando le dicen: — Bueno, no tiene más remedio que arreglar. Y él contesta preguntando si todavía existían jueces en Berlín. Es decir, el hombre creía en la justicia, creía que por encima del rey (y eso que aquellos eran reyes de la época del despotismo ilustrado, a fines del siglo XVIII) el juez podía hacer frente y parar el abuso de los secuaces del monarca.
Todo esto obliga a que el juez tenga también una conducta ética muy especial, porque así como es el funcionario con mayor poder es, por lo tanto, el funcionario con mayor responsabilidad. No olvidemos la sabia regla del artículo 902 del Código Civil, de la cual se infiere, no sólo para el derecho civil sino incluso para todo el derecho en general, que a mayores jerarquías corresponden mayores responsabilidades. Y, por supuesto, la jerarquía del juez hace que se incentive su grado de responsabilidad, y la responsabilidad es algo más que el control. Es la etapa que después del control hace efectiva la sanción, hace concreta la medida en virtud de la cual se gratifica lo bien cumplido y deja de estar en la impunidad lo mal cumplido. Lo que le ocurre a sociedades como la nuestra no es que observe la falta de órganos de control, que los hay —incluso después de la reforma de 1994— en demasía, porque ha sido completada la Constitución con nuevos órganos de control; sino que la sociedad percibe (por eso la encuesta a la cual me referí hace un instante lo recoge, creo que en gran medida) que no funciona el principio de responsabilidad. Control hay, pero no se traduce en las sanciones y queda la impunidad presente. Y en eso tiene mucho que ver el Poder Judicial, porque el Poder de la toga tiene que poner sobre la mesa algo que, para decirlo en términos elegantes, llamo energía jurisdiccional. Es decir, lo que la jurisdicción le permite, sin excederse, sin extralimitarse. Pero mucho es lo que la jurisdicción le permite para evitar no sólo el ilícito, sino para evitar que el ilícito quede impune y la sociedad entre en la idea o en el conocimiento de que se está viviendo en una situación de anomia. Me permito añadir que hay que cambiar también algunas cosas en el Poder Judicial, para que todo sea según la vieja frase según la cual no sólo se tiene que parecer, sino también ser. Creo que hay que acentuar el régimen de incompatibilidades, que es demasiado flexible en la práctica, en el desempeño de las funciones judiciales. En ciertos casos, por ejemplo, creo que es fácilmente comprobable que la dedicación que requiere la tarea judicial en un país tan litigioso y complejo como el nuestro, hace muy difícil poder ejercer con la misma responsabilidad y con la misma idoneidad, varias otras funciones además de la función judicial. Creo además que en casos como el de la Corte Suprema, hay que modificar su estructura de trabajo, por el exceso de delegación —exagerado e indebido— que lleva muchas veces a que el litigante, el justiciable, el pueblo en general, no sepa en definitiva quién es el que ha estudiado y quién es el que ha resuelto el tema, más allá de las firmas que se exhiben al pie. Creo además en la necesidad de la vida austera y recatada del magistrado y en la limitación, en todo lo posible, del exhibicionismo jactancioso y a veces hasta “cholulo” que en muchas ocasiones hemos presenciado.
Me parece aleccionadora una anécdota de un juez, de un gran juez, que fue Antonio Bermejo, quien después de haber transitado por los carriles de la política, de haber sido incluso ministro, llega a la presidencia de la Corte —corte de cinco miembros y austera— donde, según relata Octavio Amadeo, tenían su pequeña estufita y se reunían con sobretodo puesto, en el invierno, porque no había ni siquiera el confort de una calefacción mínima. Y un día, lo invita a tomar el té a solas a uno de sus colegas (por lo general, los jueces de la Corte, en la época en que yo era colaborador de ese tribunal, tomaban el té todos juntos a una cierta hora del día). Pero invita a uno solo, en determinada oportunidad. Toman el té amigablemente, y al final de la pequeña reunión lo saca de tema y le dice: —Doctor, discúlpeme el atrevimiento, pero usted es muy amigo de la familia tal. —Sí, sí, efectivamente somos muy amigos. —Y usted frecuenta casi todas las semanas el palco de la familia tal, en el teatro Colón, en la temporada de ópera. —Sí, efectivamente, concurro allí. —Le aconsejo que altere esa costumbre porque en esa asidua concurrencia con una familia, que es además muy poderosa y que además está, o puede estar, envuelta en pleitos que pueden eventualmente llegar a este tribunal, hace que usted sufra —a lo mejor inmerecidamente— un menoscabo, a través de la sospecha respecto de su imparcialidad. ¡A qué distancia estamos de aquel caso de Bermejo! Ha existido en nuestro país, desde hace muchas décadas atrás —sin fijar fecha cierta para no entrar en polémicas estériles— una suerte de delegación gerencial, debido a la cual, la llamada clase dirigente creyó más fácil y sencillo, que el poder fuera ejercido por una representación (llamémosla vicarial) de terceros; que algunas veces le tocó a un sector y algunas veces a otro, ya sean tecnócratas, partidócratas, financieros, fuerzas armadas, etcétera. Y la sociedad se resignó ante esa delegación a la que no puso coto en su debido momento, ni le exigió la debida rendición de cuentas. Podemos obtener una conclusión de lo que venimos diciendo; y es que el problema al que asistimos —que no es novedoso— es en su origen un problema cultural. Un problema que ha tenido un desborde total, y que gracias a la facilidad de acceso a los datos y a los hechos por parte de los medios de comunicación, hemos tomado conciencia de la gravedad que tiene.
Basta leer La ciudad indiana, de Juan Agustín García, o páginas de otros autores de comienzos de siglo, para ver que ya hablaban de estas cosas y trataban el problema ético. Sin embargo, la diferencia cualitativa está en que en las últimas épocas, no son bandidos sino que son “bandas”. Es decir, organizaciones que se valen de la impunidad que les otorga la cercanía del poder, o algún tipo de complicidad, para poder operar desde las sombras, visiblemente en detrimento del bien común y del interés general. Por eso digo que no basta con el Código Penal. Éste es condición necesaria, pero no suficiente. Tiene que haber, por supuesto, rigor en el Código Penal, pero él por sí solo no va a re-moralizar la República. Esto resalta más aún la importancia de un Código de Ética, particularmente referido a la función judicial. También es cierto, y hay que reconocerlo, que muchos medios de comunicación exaltan paradigmas que no son siempre los de la virtud, sino precisamente el contramodelo: ellos pertenecen a la anticultura. Es oportuno traer a colación la explicación que nos da uno de los grandes pensadores norteamericanos de este siglo, John K. Galbraith, estudioso de la economía y de la sociología del norte de nuestro hemisferio. Galbraith señala dos datos, al buscar las razones del gran desarrollo de los Estados Unidos —que en forma indetenible adquirió, desde la segunda mitad del siglo pasado, hasta constituirse en potencia mundial—: la educación pública y la enseñanza moral, que los norteamericanos recibieron en gran medida e integralmente. Al establecer la comparación con nuestro país —reconozcámoslo con tristeza— deberíamos decir que la escuela pública ha sido destrozada. A Sarmiento lo hemos escondido. De su obra hemos abjurado y la enseñanza moral la hemos erradicado por la vía del mal ejemplo. Es por eso que el problema no pasa sólo por las normas, sino que primariamente pasa por las conductas. Decía Rawson: “Lo que nos falta, es el experimento de un gobierno honrado, que respete la Constitución hasta en sus más mínimos detalles”. Como vemos, la frase es muy sobria; pero su contenido muy rico, porque el secreto en esto (la llave del misterio) está en estas pequeñas grandes cosas del comportamiento político. Platón, por su parte, afirmó: “Tal es el hombre, tal es el Estado. Los gobiernos cambian como el carácter de los hombres; el Estado es lo que es, porque los ciudadanos son lo que son; y los Estados no serán superiores, mientras los hombres no sean mejores”.
Tiene razón Platón; y la clave radica en la escuela y la enseñanza moral. Porque desde ahí se forjarán los ciudadanos tal como deben ser, o no serán nada, parafraseando al general San Martín. Frente a una época sin parámetros morales, nuestro deber es reivindicar una cultura ética y humanista. Las culturas materialistas y tecnicistas, llevan a la devaluación, o lisa y llanamente a la desaparición de los valores. Una sociedad sin valores, es igual a una sociedad sin normas. En esa sociedad, primero se pierden los valores y después se abandonan las creencias. El siglo XX recién traspuesto, ha sido el siglo de la deshumanización: atrocidades, quema de libros, totalitarismos de toda laya, una sociedad de masas mal entendida y exaltada en lo irracional, en lugar de encauzarla en lo racional. Junto a ello, el abandono de una sabia premisa del Estado de derecho que se resume en una sentencia muy breve: “A todo acrecentamiento del poder, debe corresponder un mayor vigorizamiento de los controles, un acrecentamiento de las garantías y un potenciamiento de las responsabilidades”. Y esto es válido para todo, tanto para el sector público, cuanto para las grandes concentraciones del poder privado. A mayor poder, mayor control. No hemos respetado esta sentencia y el desborde está a la vista en todas partes. Entonces, el ciudadano inocente se pregunta: ¿Pues quién controla al control? ¿Quién se ocupa del bien común? ¿Quién custodia el interés general? Recordemos que nuestro sabio preámbulo constitucional incluye, entre los grandes objetivos de la organización nacional, el de procurar el “bienestar general”. Reaccionemos a tiempo, nunca es tarde; pero desde luego, recordemos la advertencia de Andre Maurois: “La vejez es el sentimiento de que es demasiado tarde”. No vaya a ocurrir, que un día amanezcamos con la sensación de la vejez ética, y sea demasiado tarde para restablecerla en el pináculo que le corresponde. Señoras y señores, acaso el meollo de la cuestión repose en la sociedad toda; esa misma sociedad a la que despiadadamente aludiera Borges en su obra sobre Evaristo Carriego —inmortales ambos— cuando señalara: El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos del norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción, lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano… El Estado es impersonal; el argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. ¡Sin comentarios!”
(*) Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 2003).
Cuando 53 años no son nada
El 4 de noviembre de 1967 el equipo de José escribió la página más gloriosa de Racing y una de las más importantes del fútbol argentino. Esa tarde, en el mítico Centenario de Montevideo, Racing le ganaba al Celtic de Escocia 1 a 0 y se coronaba campeón intercontinental. Era la primera vez que un equipo argentino obtenía semejante logro. Por eso Racing es el primer grande.
Para jugar ese transcendental partido el equipo de José debió jugar 23 partidos, es decir cuatro partidos más que un torneo apertura o clausura. La de 1967 fue la copa libertadores más extensa y, para muchos, la más sangrienta. Para ganarla el equipo de José se topó con equipos muy fuertes como River Plate, subcampeón del torneo el año anterior, y Universitario de Lima, que en aquel momento era la base de la gran selección incaica que eliminaría en 1969 a la Argentina en aquel recordado partido en la Bombonera. La final fue contra el aguerrido Nacional de Montevideo. Contaba entre sus filas a feroces jugadores como Montero Castillo, Cococho Álvarez y el Peta Ubiñas. El partido de ida se disputó en el Cilindro y terminó 0 a 0. Un resultado que favorecía netamente a los uruguayos ya que el desquite tendría lugar días más tarde en el inexpugnable Centenario. Basile contó en reiteradas oportunidades que la única forma de que el equipo no perdiera en Uruguay era haciéndose respetar de entrada porque si no lo hacía, “nos iban a matar”. Apenas empezó el partido el 9 de Nacional, el brasileño Celio, se acercó al área justo donde estaba Basile. En el momento en que pretendió gambetearlo Basile le dio un tremendo patadón que lo incrustó en el piso. Inmediatamente se arremolinaron todos los jugadores y comenzó una lluvia de patadas y trompadas. El juez no tomó ninguna medida y cuando los jugadores se calmaron se reanudó el juego con los 22 jugadores. Con pierna fuerte y dientes apretados Racing sacó un heroico empate 0 a 0 del Centenario. El desempate se jugó en Chile. Fue entonces cuando el equipo de José demostró toda su jerarquía venciendo a Nacional 2 a 1.
Pero faltabas la frutilla del postre. Faltaba la conquista del mundo. El rival era el Celtic de Escocia, un bravo y técnico equipo que había salido campeón de Europa al vencer nada más y nada menos que al fabuloso Inter del mago Helenio Herrera. El partido de ida se jugó en Glasgow. Racing debió esforzarse al máximo para jugarle de igual a igual a tan empinado rival. Pese a perder 1 o 0 las esperanzas estaban intactas. La revancha se jugó en el Cilindro el 1 de noviembre. El comienzo fue muy complicado para el equipo de José porque antes de los 20 minutos perdía 1 a 0. Pero no se dio por vencido. Antes de que expirara el primer tiempo logró empatar con un certero cabezazo de Raffo. Y apenas comenzado el segundo tiempo Cárdenas estampó el 2 a 1. Con esa victoria Racing logró forzar un partido desempate. El escenario fue el Centenario de Montevideo. El partido se jugó el 4 de noviembre. Fue una verdadera batalla campal. Prácticamente no se jugó al fútbol. Hubo cinco expulsados, tres escoceses y dos argentinos. En varias oportunidades la policía uruguaya ingresó al campo de juego a “poner orden”. A los 11 minutos del segundo tiempo Cárdenas despachó un misil teledirigido desde 30 metros que se incrustó en el ángulo superior derecho del arquero Fallon. 1 a 0 y a cobrar. Cuando terminó el partido el júbilo de los jugadores, de José y de los hinchas que estaban en el estadio era indescriptible. Racing se había coronado campeón intercontinental.
El equipo de José ingresó al campo de juego con Cejas, Martín (cap.), Perfumo, Basile, Chabay, Cardozo, Rulli, Maschio, J.J. Rodríguez, Cárdenas y Raffo. Sólo Basile, Rulli, Maschio y Cárdenas están con nosotros. El resto debe estar en el cielo festejando. ¡Salud campeón!
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