Por Hernán Andrés Kruse.-

La noticia impactó al mundo. Mario Vargas Llosa, uno de los escritores más relevantes de las últimas décadas, había fallecido. Obtuvo todos los premios imaginables: el Nobel, el Cervantes, el Príncipe de Asturias de las Letras, el Biblioteca Breve, el Rómulo Gallego y el Planeta. Se hizo mundialmente conocido con la publicación de “La ciudad y los perros” (1963), “La casa verde” (1966) y “Conversación en la Catedral” (1969). Varias de sus creaciones fueron adaptadas al cine, a la televisión y al teatro. Recuerdo la magistral interpretación de Norma Aleandro en “La señorita de Tacna” en el teatro Blanca Podestá en Buenos Aires (1981), con la dirección de Emilio Alfaro (fuente: Infobae, 13/4/025).

Pero Vargas Llosa no se limitó a escribir de manera magistral. Fue una figura de un enorme peso político. De joven enarboló las banderas del marxismo y endiosó la figura de Fidel Castro. Con el correr de los años se alejó del marxismo y abrazó la causa del liberalismo, enalteciendo la figura de Margaret Thatcher. Semejante voltereta ideológica jamás fue perdonada por la izquierda internacional. Lo acusó de haberse vendido al capitalismo. Creo con toda sinceridad que Vargas Llosa creyó honestamente que el liberalismo era la única manera de garantizar a los pueblos bienestar y prosperidad. Reemplazó el marxismo por el liberalismo porque creyó que así debía hacerlo y que no tenía por qué explicar a nadie dicho cambio. Vargas Llosa demostró, en definitiva, que era capaz de poner en práctica el derecho a pensar libremente, a dejar una ideología si la consideraba vetusta y abrazar otra si creía que era más eficiente para satisfacer las necesidades de los pueblos.

Buceando en Google, me encontré con un ensayo de Fabiola Escárzaga Nicté (Departamento de Política y Cultura-Universidad Autónoma Metropolitana-Distrito Federal-México) titulado “La utopía liberal de Vargas Llosa”. Analiza los autores liberales de los que se nutrió y las causas del fracaso en su intento por ser presidente de Perú en 1990.

LA IDEOLOGÍA LIBERAL

“Vargas Llosa es un gran divulgador de la ideología liberal; desde su conversión al liberalismo a principios de los setenta, ha asumido el papel de cruzado que difunde la doctrina a través de todos los medios a su disposición: novelas, cursos en universidades, programas de televisión en Perú, su columna semanal “Piedra de Toque” en el diario madrileño El País, que aparece desde 1980 hasta hoy, y en publicaciones de veinte países de América y Europa. En ellas, además de asuntos literarios, escribe sobre economía y política internacional, analiza la problemática social europea, latinoamericana y peruana, comenta libros y autores, reseña eventos culturales o políticos en los que participa y relata los problemas de la vida cotidiana de hoy.

Los libros que compendian sus crónicas, ensayos y artículos desde 1962, llegan a la media docena. En ellos se puede seguir el proceso de su evolución ideológica y el de su formación económica, filosófica y política. Durante la década de los setenta Vargas Llosa se forma como liberal que remata con una estancia académica durante 1980 en el Woodrow Wilson Center del Smithsonian Institute de los Estados Unidos. Sus mayores influencias en el plano ideológico han sido Albert Camus, Karl Popper, Friederick Hayek e Isaiah Berlin. Adoptando distintos elementos de cada uno de estos autores construyó una visión liberal del mundo que le permitió refutar la visión marxista, dominante todavía en la escena intelectual europea y latinoamericana en esos años.

El escritor existencialista Camus le sirvió de modelo para ir más allá de la posición de izquierda de Sartre, quien defendía la idea del compromiso político del escritor ante la sociedad, y según el cual la literatura debía denunciar la injusticia social y convocar a la transformación de la realidad. Con Camus adopta la visión de la literatura como un fin en sí mismo que sólo puede ser valorada por su calidad formal como obra literaria y no por su finalidad política. En un artículo de 1975 Vargas Llosa realiza la reivindicación de Camus, expone la filosofía política del autor y se identifica con sus planteamientos: el rechazo frontal al totalitarismo de cualquier signo, pero especialmente el de izquierda, definido como un sistema social en el que el ser humano deja de ser fin y se convierte en instrumento. Asume también su propuesta de una moral de los límites en la que desaparecería todo antagonismo entre medios y fines, y en la que los medios justificarían a los fines y no al revés. Adopta igualmente su concepción de la relación entre la literatura y el poder, y entre el escritor y el político, que postula la superioridad moral del escritor frente al político y recomienda que éste mantenga una considerable distancia frente al poder y la política para preservar su autoridad moral.

“El poder, todo poder, aun el más democrático y liberal del mundo, tiene en su naturaleza los gérmenes de una voluntad de perpetuación que, si no se controlan y combaten, crecen como un cáncer y culminan en el despotismo, en las dictaduras… Frente a esta amenaza que incuba todo poder, se levanta, como David frente a Goliat, un adversario pequeño pero pertinaz: el creador. Ocurre que en él, en razón misma de su oficio, la defensa de la libertad es no tanto un deber moral como una necesidad física, ya que la libertad es requisito esencial de su vocación, es decir, de su vida” (Camus). Esta concepción moral de la política acompañará siempre a Vargas Llosa, incluso cuando fue candidato presidencial; su derrota sólo lo confirmará en sus principios, y al hacer el balance de ésta, esos principios serán su mejor defensa contra el fracaso. Casi veinte años después mantiene su adhesión a Camus: “Por eso conviene, como primer paso para el renacimiento del sistema democrático, abolir aquella moral de la responsabilidad que, en la práctica —donde importa— sólo sirve para proveer de coartadas a los cínicos, y exigir de quienes hemos elegido para que nos gobiernen, no las medias verdades responsables, sino las verdades secas y completas, por peligrosas que sean […] No hay dos morales, una para los que tienen sobre sus hombros la inmensa tarea de orientar la marcha de la sociedad, y otra para los que padecen o se benefician de lo que ellos deciden. Hay una sola, con sus incertidumbres, desafíos y peligros compartidos, en la que convicción y responsabilidad son indisociables como la voz y la palabra o como el ojo y la mirada” (Vargas Llosa).

Hayek, por su parte, le proporciona el modelo liberal más adecuado, un esquema completo de cómo funciona el capitalismo, alternativo al marxista. El eje del capitalismo es el mercado, un vasto mecanismo incontrolable e impredecible que permite la satisfacción de las necesidades humanas a partir de acciones individuales, libremente decididas y ejercitadas, que resulta mucho más eficaz que cualquier orden artificial impuesto desde un poder centralizado (el Estado), como postulan los constructivistas (marxistas), quienes pretenden sustituir las formas espontáneas, las instituciones surgidas sin premeditación ni control, por estructuras artificiales que pretenden “racionalizar la producción, redistribuir la riqueza, imponer el igualitaritarismo o uniformar al todo social en una ideología, cultura o religión”. “A este sistema nadie lo inventó, ninguna doctrina o filosofía lo inspiró: fue surgiendo poco a poco, de las tinieblas supersticiosas y violentas de la historia, igual que las “estructuras disipadoras” de Ilya Prigogin, como una necesidad práctica, para enfrentar la anarquía que amenazaba con extinguir la vida humana” (Vargas Llosa).

En el liberalismo de Hayek encuentran las ideas más radicales para conseguir en la democracia aquello que el colectivismo y el estatismo habían prometido sin conseguirlo nunca: un sistema capaz de congeniar valores contradictorios como la igualdad y la libertad, la justicia y la prosperidad: “El liberalismo no consiste en soltar los precios y abrir las fronteras a la competencia internacional, sino en la reforma integral de un país, en su privatización y descentralización a todos los niveles y en la transferencia a la sociedad civil —a la iniciativa de los individuos soberanos— de todas las decisiones económicas. Y en la existencia de unas reglas del juego que privilegian siempre al consumidor sobre el productor, al productor sobre el burócrata, al individuo frente al Estado y al hombre vivo y concreto de aquí y de ahora sobre aquella abstracción: la humanidad futura” (Vargas llosa).

No obstante profesar mayor admiración por Popper que por Hayek, éste es el más profusamente citado y el mejor asimilado. Su concepción sobre la economía capitalista y los problemas y soluciones que ha enfrentado durante el siglo XX, es suscrita en su totalidad y aplicada a su análisis sobre el mundo contemporáneo y sobre Perú y los países atrasados, y constituye la base de su programa liberal. Probablemente la complejidad filosófica y epistemológica de la obra de Popper mueven a Vargas Llosa a dejar de lado los lineamientos metodológicos que dicho autor aporta y quedarse sólo con los ideológicos. Vargas Llosa no deja de ser un lego en materia científica por más que su consolidado estilo y la agilidad adquirida en el periodismo le permitan abordar casi cualquier temática. En filosofía política, Berlín redondea el cuadro, especialmente en su crítica al nacionalismo y los particularismos étnicos. Como vimos, Vargas Llosa fue desde los inicios de su carrera un escritor muy político, pero como político resultó un creador de ficciones. En literatura, la confusión entre realidad y ficción no tiene ninguna consecuencia, pero en política la confusión entre la realidad y aquello que se quiere ver en ella tiene graves consecuencias, y Vargas Llosa las pagó caro”.

LA UTOPÍA LIBERAL

“El compromiso moral que el escritor argumentaba lo había impulsado a aceptar la candidatura presidencial en 1997 no era para su esposa Patricia la verdadera razón, sino su espíritu de aventura: “la ilusión de vivir una experiencia llena de excitación y de riesgo. De escribir, en la vida real, la gran novela”. Espíritu de aventura, dice él; nosotros diríamos que hay aventurerismo político e irresponsabilidad detrás de su decisión. Hay también el narcisismo propio del escritor, cuyas novelas tienen casi siempre como uno de sus protagonistas a él mismo o a personajes que toman rasgos muy concretos de su biografía: escritores, periodistas de clase media, ambiguos y soñadores, desde cuya perspectiva se relata la acción que otro personaje protagónico ejecuta, el otro viril: asesino, trabajador, el líder nato, dirigente, rebelde, político, militar, hombre de acción, etcétera.

Su entusiasmo por la causa liberal, llamada a veces libertaria por él, apropiándose del término anarquista, lo hizo interpretar las primeras acciones de protesta por la estatización de la banca en 1987 con un excesivo optimismo. El apoyo masivo que el escritor recibió durante su campaña contra la medida del gobierno de García, le transmitió la certeza de que “cientos de miles, millones acaso, de peruanos se habían decidido de pronto a hacer lo necesario para que nuestro país fuera algún día “una Suiza”: un país sin pobres ni analfabetos, de gentes cultas, prósperas y libres, y a conseguir que la promesa fuera por fin historia, gracias a una reforma liberal de nuestra incipiente democracia” (Vargas Llosa). Concluyó que el pueblo peruano, a través de la dura experiencia de la crisis, había descubierto las ventajas de la democracia liberal y optaba por la propiedad privada, decidido al fin a realizar la revolución liberal que terminara con la hegemonía populista en la historia peruana y comenzara la era liberal preconizada por él, en la que no se pretenda redistribuir la riqueza, sino que se comience a crearla mediante la apertura del mercado y el estímulo a la competencia y a la iniciativa individual; se dejaría de combatir a la propiedad privada y se la extendería al mayor número de personas, se desestatizaría la economía y en la psicología de la gente se reemplazaría la mentalidad rentista, que espera todo del Estado, por una moderna que confíe a la sociedad civil y al mercado la responsabilidad de la vida económica.

Toma del economista peruano Hernando de Soto el sujeto alternativo: el sector informal. De Soto postula que el sector informal no es un problema de la economía subdesarrollada sino la solución; el problema es el Estado, y la economía informal es una “respuesta popular espontánea y creativa” ante la incapacidad estatal para satisfacer las aspiraciones más elementales de los pobres en materia del comercio, la industria, la vivienda y el transporte. La economía informal aparece cuando la legalidad es un privilegio al que sólo acceden los ricos y los poderosos y a las clases populares sólo les queda la alternativa de la ilegalidad. También toma del economista peruano la categoría de mercantilismo, una forma degenerada del capitalismo sustentada en la alianza mafiosa entre el poder político y empresarios influyentes para, “prostituyendo el mercado, repartirse dádivas, monopolios y prebendas”. Porque en América Latina y todo el Tercer Mundo nunca ha existido realmente la libertad económica; el principio quedó plasmado en las constituciones, pero nunca fue llevado a la práctica. Por ello …”La vida económica está viciada de raíz. En vez de propiciar la producción de nuevas riquezas, el sistema, confinado a un círculo de beneficiados, es disuasorio de cualquier esfuerzo encaminado a tal fin y se orienta más bien a la distribución de una riqueza que va siendo cada vez más escasa. En semejante contexto, las que proliferan son las actividades no productivas, puramente parasitarias… No es de extrañar que… las empresas del tercer mundo se queden rezagadas en su desarrollo tecnológico y tengan dificultades para competir en los mercados internacionales” (Vargas llosa).

Los procesos de globalización capitalista no sólo son inevitables sino que son deseables; ofrecen al mundo subdesarrollado la posibilidad de dejar de serlo, sólo hay que saber aprovecharlos como han hecho los países asiáticos: “Hoy los países pueden elegir ser prósperos… la internacionalización de la vida moderna —de los mercados, de las técnicas, de los capitales— permite a cualquier país, aun el más pequeño y menos dotado de recursos, si se abre al mundo y organiza su economía en función de la competencia, un crecimiento rápido” (Vargas Llosa). El único obstáculo son las naciones, pero éstas desaparecen tarde o temprano, sus fronteras, “levantadas y preservadas a costa de tanto cadáver”, las va erosionando no el socialismo sino el capitalismo: “Un sistema práctico —no una ideología— para producir y distribuir la riqueza al que, en un momento de su desenvolvimiento, las fronteras le resultaron obstáculos para el crecimiento de mercados, empresas y capitales. Entonces, sin vocearlo, sin jactarse de ello, sin disimular bajo mayúsculas palabras su propósito —la obtención de beneficios— el sistema capitalista, mediante la internacionalización de la producción, el comercio y la propiedad, ha ido superponiendo a las naciones otras coordenadas y demarcaciones que crean vínculos e intereses entre los individuos y las sociedades, que en la práctica, desnaturalizan cada vez más la idea nacional. Creando mercados mundiales, empresas trasnacionales, diseminando el accionariado y la propiedad en sociedades que se ramifican por todas las extremidades del planeta, este sistema ha ido privando a las naciones, en el campo económico, de gran parte de las prerrogativas en que basaban su soberanía” (Vargas Llosa).

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