Por Hernán Andrés Kruse.-

“A principios de 1930, ya iniciado en medicina, sentí la necesidad de formarme en la investigación. Arrillaga, que en ese entonces era mi jefe y mi consejero, me sugirió que lo hiciese bajo la dirección de su condiscípulo y amigo Bernardo Houssay. Así, días después volví al Instituto de Fisiología en el que fui acogido sin reservas-como todo el que tenía deseos de trabajar y mejorar-y desde ese momento seguí ligado a él sin interrupción hasta 1943, año que Houssay fue separado de la cátedra. Durante ese período de 13 años vi trabajar a Houssay un día tras otro. Llegaba regularmente, caminando desde su casa, bastante antes de las ocho de la mañana, hora en que se reunía con sus colaboradores inmediatos para coordinar la labor del día y entregarles fichas de trabajos aparecidos en alguna revista, hechas por su señora y en las que él con lápiz escribía el nombre de quien debía leerlos, y eventualmente comentarlos. Después de esta ceremonia, que duraba minutos, recorría todas las secciones del Instituto, que con el tiempo llegó a ser muy grande, para en forma sutil informarse de lo que cada uno estaba haciendo.

Asiduamente supervisaba los trabajos prácticos y corrientemente se arrimaba a las mesas para observar la labor de los alumnos y de paso hacerles alguna pregunta y aclararles algún concepto. Personalmente realizaba experimentos, organizaba y coordinaba los seminarios, dirigía tesistas, aconsejaba o adiestraba en las más diversas técnicas: trabajaba, guiaba y enseñaba. Su erudición y apertura para el diálogo científico, su metodología para el trabajo y su dominio de las más diversas técnicas experimentales hicieron que durante ese período confluyeran en el Instituto de Fisiología prácticamente todos los argentinos que querían hacer un trabajo de investigación serio y también numerosos extranjeros. Muchos llegamos desde la medicina interna y por ese camino, bajo su dirección, su consejo y su apoyo, la investigación clínica en la Argentina llegó a alcanzar un nivel que le valió reconocimiento internacional.

Para Houssay no había razón para faltar al Instituto; tampoco recuerdo que lo haya hecho nunca durante los 13 años que estuve con él, por enfermedad o por algún otro motivo. En el año 1936 murió su hermano Emilio; Houssay concurrió esa mañana al Instituto, salió alrededor de las 11 y regresó a la tarde antes de asistir al entierro. En ese momento interpreté su proceder como una carencia de sentimientos; hoy sé que no podía dejar de hacerlo. Houssay tenía una memoria excepcional, una inteligencia clara y vastos conocimientos pero, fundamentalmente, era un trabajador metódico e incansable. La laboriosidad era la condición que él más estimulaba y reclamaba. Siempre repetía: «La ciencia progresa gracias a la imaginación pero más aún a la transpiración». Quizá por que él era así, todos los que tuvimos el privilegio de estar muchos años a su lado y que en buena medida podemos considerarnos su producto, con las diferencias y matices individuales, tenemos en común: laboriosidad y disciplina.

Además de su memoria y su claridad de ideas Houssay tenía una capacidad de concentración que le llegaba al subconsciente. En las reuniones de seminario que se realizaban en el Instituto a última hora, en la vieja aula de Física Biológica, sentado en la primera fila, abría la reunión y al poco rato dejaba caer los telones palpebrales y entraba aparentemente en un profundo sueño reparador. Cuando el expositor terminaba su presentación todos, aún los más advertidos, mirábamos hacia él con curiosa preocupación. Houssay, instantáneamente abría los ojos e iniciaba los comentarios pertinentes como si hubiese estado en alerta máxima. Vestía siempre de oscuro; se movía con paso mesurado; nunca le vi reir y tampoco le oí elevar la voz. En general era poco expresivo. Lo que le agradaba, como lo que le disgustaba, lo aceptaba como los resultados, buenos o malos, de sus experimentos; sin que en apariencia le afectaran. Se preocupaba por igual por todos los que trabajaban a su lado. Sus críticas eran medidas y sus ponderaciones tibias. Externamente era equidistante. Sin embargo era sensible al halago y tenía preferencias marcadas y, también, antagonismos que los hacía sentir en cosas más trascendentes que el trato o el trabajo diario.

Quizá porque fue un pionero que abrió un ancho camino con su propio esfuerzo venciendo la inercia del medio, que aún no comprendía el valor de la ciencia, fue muy personal y reservado en sus decisiones y se molestaba cuando alguien le contradecía abiertamente. Aunque no era político ni poseía aptitudes para la política tenía a este respecto una posición bien definida y cierta oculta vocación por ella. Sabía que a todos les agradaba ser saludado por el nombre y más aún que una persona importante, como él era, le preguntase ¿siempre sigue haciendo tal cosa?, o ¿cómo andan sus estudios sobre tal otra? En su colosal memoria almacenaba el nombre de todas las personas con las que tomaba contacto y los unía al de la actividad que cada uno realizaba. Un día me di cuenta que prestaba particular atención a esto. En 1946 concurrimos juntos al Congreso Latinoamericano de Cardiología que se realizaba en la Ciudad de México. El mismo día que llegamos el Doctor Ignacio Chávez nos hizo visitar el Instituto que él dirigía, nos paseó por todas sus dependencias y sucesivamente nos fue presentando a sus colaboradores. En la breve conversación que tuvimos con cada uno de ellos Houssay los nombró más de una vez. Cuando regresamos al hotel anotó cuidadosamente sus nombres y apellidos y la labor que realizaban y los repasó luego conmigo.

No tenía las características de hombre de sociedad. A pesar de esto gustaba de las reuniones sociales o por lo menos cumplía con ellas, ya que sistemáticamente concurría a todas las que se lo invitaba y además reunía en su casa con relativa frecuencia. Era un conversador poco predispuesto al diálogo. Con interlocutores de todo tipo: viejos o jóvenes, pares o no pares, monopolizaba cualquier tema, mostrando su vasta erudición. Como buen descendiente de franceses, habitualmente a las mujeres les deslizaba una frase que rezumaba cortesía versallesca. Sus opiniones en aspectos extracientíficos estaban tan arraigadas en él que era imposible discrepar sin crearle una tensión que, aunque no manifestase abiertamente, se traslucía en un cambio abrupto del tema, en un tic, y ocasionalmente, en el filo de una chocantería.

Houssay ordenaba su vida en forma casi horaria v como era extremadamente metódico le costaba mucho modificar algo que tuviese programado o comprometido. En una ocasión —en la primavera de 1937— le invité a pasar un domingo con su esposa y sus tres hijos en nuestra quinta de Bella Vista. Había quedado en recogerlos a las 10 de la mañana y como es de práctica la visita incluía un asado al aire libre, algún deporte y un paseo por esa localidad, que en esa época tenía parajes que hacían honor a su nombre. A la madrugada del día previsto se desató una tormenta fenomenal; a las nueve de la mañana llovía torrencialmente y el pronóstico anunciaba-y el cielo lo afirmaba-que iba a llover todo el día. Me comuniqué con Houssay y le sugerí postergar el programa para otro día más adecuado, anticipándole que para mí y para mi mujer transferirlo no significaba ningún problema. Me contestó: «yo tengo anotado pasar el día de hoy con ustedes en Bella Vista y prefiero no cambiar de planes».

Cuando salíamos, lloviendo a cántaros, tanto a mí como a Haydeé nos preocupaba el imaginar cómo soportar un día encerrados con sus hijos Alberto, Héctor y Raúl que tenían 16, 15 y 13 años respectivamente y con los nuestros que tenían 2 y 1. Tal como anticipó el pronóstico llovió ininterrumpidamente todo el día. Pero Houssay se encargó de que nadie sintiese el paso del tiempo. Comenzó a hacer preguntas sobre los más diversos temas: los árboles, los pájaros, las nubes que, ante el silencio general, él mismo contestaba. Con Alberto, nuestro hijo mayor, que tenía 2 años, pasó más de media hora enseñándole el funcionamiento del reloj. Envueltos en una ininterrumpida lección llegaron las seis de la tarde, hora en que emprendimos el regreso.

Houssay era un convencido de que la investigación debía estar ligada a la Universidad. Miraba la actividad privada con cierta desconfianza y era renuente a aceptar que se pudiese realizar una buena tarea de investigación en un medio que no estuviese vinculado a la docencia superior. En 1940 don Virginio Grego me ofreció fundar un Instituto para que continuase las investigaciones cardiocirculatorias que había iniciado como becado en la Universidad de Harvard. Le sugerí que para garantizar el futuro de un Instituto privado lo aconsejable era crear una Fundación que asegurase su funcionamiento regular y permanente. A mi pedido invitó al Doctor Houssay a discutir el carácter que se debía dar a la misma y ofrecerle formar parte de su Directorio. Houssay aunque no se opuso a la creación de la fundación, categóricamente desaconsejó crear un Instituto desvinculado de la Universidad. Su opinión fue definitoria y, consecuentemente, el Instituto fue donado a la Universidad de Buenos Aires.

Paradójicamente, en las etapas finales de su construcción y habilitación, en 1943, Houssay fue separado de su cátedra y sólo pudo retomar su labor do investigación gracias a la creación del Instituto de Biología y Medicina Experimental con aporte privado. Su posición respecto a la importancia de la investigación en la Universidad era tan arraigada que, pese a la experiencia vivida, cuando en 1945 fue reintegrado a la cátedra, su intención fue desmantelar el instituto de reciente creación, cosa que afortunadamente no se llegó a hacer por la firme oposición de Eduardo Braun Menéndez. El Instituto de Biología y Medicina Experimental sobreviviente, pronto volvió a cobijarlo y esta vez por el resto de su vida. En más de una oportunidad después de este episodio y de muchas otras crisis políticas y sociales que ha vivido el país, con Houssay comentamos lo imprevisible que es el destino del universitario argentino. Pero, aun admitiéndolo, siguió sosteniendo que la investigación científica no debe desvincularse de la enseñanza superior. Los avatares de la política lo golpearon y lo elevaron a sitiales de responsabilidad nacional (…).

Hasta los 82 años mantuvo su claridad mental y una actividad excepcional. En el último período de su vida su salud lo fue quebrando. Pero aún en los intervalos de las varias caídas que precedieron a su muerte, sus virtudes afloraron intactas. En su último período lúcido, 11 días antes de morir, el viernes 10 de septiembre a mediodía, lo visité con carácter oficial acompañando al entonces Presidente de la República, Teniente General Alejandro Agustín Lanusse. Física e intelectualmente estaba muy disminuido. Sin embargo, todavía en esa visita final, rodeado por su familia y frente a la más alta autoridad del país, Houssay era el mismo que yo había conocido casi medio siglo atrás: digno, tranquilo, con voz pausada, con cortesía medida; sin deponer su autoridad paternal distanciadora.

Con una laboriosidad, disciplina y generosidad ejemplares, aún en los períodos más amargos de su vida, Houssay sembró Argentina y América de discípulos a quienes enseñó a respetar los hechos, a buscar la verdad y a sentir el contenido humano de esa aparente fría disciplina que es la investigación científica. Los que le seguimos durante años, en las buenas y en las malas, en el acuerdo y en el desacuerdo, quisiéramos que se le recordara siempre como fue; que quedase viviente su personalidad, con sus grandezas y, también, con sus pequeñas y humanas debilidades; que no pasase a ser una figura de bronce; un nombre de plaza; una cita en el diccionario. Tampoco un prócer argentino más”.

(*) Alberto C. Taquini: “Bernardo Houssay: cómo lo conocí y lo recuerdo”.

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