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"Juzgo imposible describir las cosas contemporáneas sin ofender a muchos". Maquiavelo

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Cartas de Lectores

Las cuatro velas

Por Oscar Edgardo García.-

Una persona con sabiduría escribió alguna vez esta inteligente reflexión.

«Cuatro velas se quemaban lentamente. En el ambiente había tal silencio que se podía oír el diálogo que mantenían.

La primera dijo: “¡Yo soy la Paz! Pero las personas no consiguen mantenerme. Creo que me voy a apagar.” Y, disminuyendo su fuego rápidamente, se apagó por completo.

Dijo la segunda: “¡Yo soy la Fe! Lamentablemente a los hombres les parezco superflua. Las personas no quieren saber de mí. No tiene sentido permanecer encendida.” Cuando terminó de hablar, una brisa pasó suavemente sobre ella y se apagó.

Rápida y triste la tercera vela se manifestó: “¡Yo soy el Amor! No tengo fuerzas para seguir encendida. Las personas me dejan a un lado y no comprenden mi importancia. Se olvidan hasta de aquellos que están muy cerca y les aman.” Y, sin esperar más, se apagó.

De repente entró un niño y vio las tres velas apagadas. – “Pero, ¿qué es esto? – dijo el niño – Deberían estar encendidas hasta el final.” Al decir esto comenzó a llorar.

Entonces, la cuarta vela habló: «No tengas miedo, mientras yo tenga fuego, podremos encender las demás velas. Yo soy la Esperanza».

Con los ojos brillantes, el niño agarró la vela que todavía ardía y encendió las demás».

La mayoría del pueblo argentino decidió con su voto tomar a la única vela que se hallaba prendida, la de la Esperanza, para encender a las tres restantes y con valentía, sacrificio, decisión y patriotismo está dispuesto a defenderlas para que continúen ardiendo ante quienes se opongan para ello.

Deseemos que todos los argentinos, sin distinción alguna, vivamos un año 2024 con nuestras llamas de paz, fe, amor y esperanza encendidas.

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Oscar E. García

osedgar@yahoo.com

Un comentario en «Las cuatro velas»

  • LAS TRES VIRTUDES (Extracto de la obra de Charles Péguy)

    FE

    La virtud que más me gusta, dice Dios, es la espe­ranza.
    La fe es algo que no me asombra,
    que no es asombrosa.
    Porque ¡brillo de tal modo en mi creación!
    En el sol, en la luna y en las estrellas, en todas mis criaturas.
    En los astros del firmamento y en los peces del mar, en las plantas y en los animales y en las bestias de la selva, y en el hombre, mi criatura.
    En el hombre y en la mujer, su compañera, y sobre todo en los niños, mis criaturas, sobre todo en la mirada y en la voz de los niños porque los niños son más mis criaturas que los hom­bres, ellos no han sido derrotados todavía por la vida y son mis servidores más que nadie, antes que nadie. Verdaderamente ¡hay que ver cómo brillo Yo en mi creación!

    Sobre lo alto de las montañas y en la superficie de las llanuras,
    en el pan y en el vino y en el hombre que trabaja y en el que siembra, y en la misma cosecha y en la misma vendimia, en la luz y en las tinieblas,
    y en el corazón del hombre que es lo más profundo que hay en el mundo creado, tan profundo, que es impenetrable a toda mirada, ex­cepto a la mía.

    Y resplandezco en la tempestad que hace brincar las olas y las hojas de los árboles del bosque, y resplandezco en la calma de una bella tarde, en las arenas del mar y en las estrellas que son como las arenas del cielo, y en la piedra del umbral y en la del hogar y en la del altar, en la oración y en los sacramentos, en las casas de los hombres y en la Iglesia que es mi
    casa de la tierra, en el águila mi criatura que vuela sobre las alturas, el águila que tiene por lo menos dos metros de ala a ala y quizá hasta tres metros, y en la hormiga, mi criatura que se arrastra y amon­tona poco a poco en la tierra, en la hormiga, mi servidora, mi más pequeña sierva que amontona trabajosamen­te, parsimoniosamente, que trabaja como una mi­serable y no conoce otra tregua ni otro reposo más que la muerte y el largo sueño del invierno.

    Y resplandezco hasta en la serpiente que engañó a la mujer y que por eso se arrastra sobre el vientre, y que es también mi criatura y mi servidora,
    ¡Verdaderamente resplandezco en todo en mi crea­ción!
    En todo lo que ocurre a los hombres, a los pueblos y a los pobres.
    E incluso en lo que les ocurre a los ricos que no quieren ser mis criaturas y que se ponen a cubierto de ser mis servidores.

    Resplandezco en todo lo que el hombre hace y des­hace, en todo cuanto hay de mal y de bien.

    Estoy en todo porque soy el Señor de todo, y rehago todo lo que el hombre deshace, y deshago lo que construye.

    Y resplandezco hasta en la tentación del pecado. Sí, incluso en la tentación.

    Y en todo lo que le sucedió a mi Hijo, a causa del hombre,
    mi criatura, que yo había creado.

    Y resplandezco en la Encarnación, en el Nacimiento y en la vida y muerte de mi Hijo, y en todo nacimiento y en toda vida y en toda muerte, y en la vida eterna que no tendrá fin y vencerá a la muerte.

    Verdaderamente brillo de tal modo en mi creación que para no verme sería necesario que los hombres fueran ciegos.

    CARIDAD

    La caridad, dice Dios, es algo que no me extraña en absoluto, que no tiene nada de extraño.

    Estas pobres criaturas son tan desdichadas que, a me­nos de tener un corazón de piedra ¿cómo no iban a tener caridad las unas con las otras? ¿Cómo no iban a tener caridad con sus hermanos? ¿Cómo no se iban a quitar el pan de la boca, el pan de cada día, para dárselo a los pobres niños que van de puerta en puerta?
    ¡Y mi Hijo tuvo para con ellos una caridad tan enor­me!
    ¡Mi Hijo, su hermano, les tuvo tanto amor!

    ESPERANZA

    Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña, me extraña hasta a Mí mismo, esto sí que es algo verdaderamente extraño.
    Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia.

    Yo mismo estoy asombrado de ello.

    Es preciso que mi gracia sea efectivamente de una fuerza increíble y que brote de una fuente inagotable desde que comenzó a brotar por primera vez como un río de sangre del costado abierto de mi Hijo.
    ¿Cuál no será preciso que sea mi gracia y la fuerza de mi gracia para que esta pequeña esperanza, va­cilante ante el soplo del pecado, temblorosa ante los vientos, agonizante al menor soplo, siga estando viva, se mantenga tan fiel, tan en pie, tan invencible y pura e inmortal e imposible de apa­gar como la pequeña llama del santuario que arde eternamente en la lámpara fiel?
    De esta manera una llama temblorosa ha atravesado el espesor de los mundos, una llama vacilante ha atravesado el espesor de los tiempos,
    una llama imposible de dominar, imposible de apagar al soplo de la muerte, la esperanza.

    Lo que me asombra, dice Dios, es la esperanza, y no salgo de mi asombro.
    Esta pequeña esperanza que parece una cosita de nada, esta pequeña niña esperanza, inmortal.
    Porque mis tres virtudes, dice Dios, mis criaturas, mis hijas, mis niñas,
    son como mis otras criaturas de la raza de los hom­bres:
    la Fe es una esposa fiel,
    la Caridad es una madre, una madre ardiente, toda corazón,
    o quizá es una hermana mayor que es como una ma­dre.
    Y la Esperanza es una niñita de nada
    que vino al mundo la Navidad del año pasado
    y que juega todavía con Enero, el buenazo,
    con sus arbolitos de madera de nacimiento,
    cubiertos de escarcha pintada,
    y con su buey y su mula de madera pintada,
    y con su cuna de paja que los animales no comen
    por­que son de madera.

    Pero, sin embargo, esta niñita esperanza es la que atravesará los mundos, esta niñita de nada, ella sola, y llevando consigo a las otras dos virtudes, ella es la que atravesará los mundos llenos de obs­táculos.
    Como la estrella condujo a los tres Reyes Magos des­de los confines del Oriente, hacia la cuna de mi Hijo.
    Y así una llama temblorosa, la esperanza, ella sola, guiará a las virtudes y a los mundos, una llama romperá las eternas tinieblas.
    Por el camino empinado, arenoso y estrecho, arrastrada y colgada de los brazos de sus dos herma­nas mayores, que la llevan de la mano, va la pequeña esperanza y en medio de sus dos hermanas mayores da la sensa­ción de dejarse arrastrar como un niño que no tuviera fuerza para caminar. Pero, en realidad, es ella la que hace andar a las otras dos, y la que las arrastra, y la que hace andar al mundo entero y la que le arrastra.
    Porque en verdad no se trabaja sino por los hijos y las dos mayores no avanzan sino gracias a la pequeña.

    Péguy decía de sí mismo que era un «cristiano sin Iglesia».
    Se negó a casarse por la Iglesia y a bautizar a sus hijos.
    Curiosamente era socialista pero, al igual que su mujer, abrazaba las ideas libertarias.
    Murió en el frente de guerra, en 1914, de un balazo en la frente al comienzo de la batalla del Marne.
    La Iglesia Católica y el Socialismo nunca lo aceptaron plenamente, lo veían como un individuo sospechoso.

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