Por Hernán Andrés Kruse.-

Una vez más, la Corte Suprema fue fornicada por el Poder Ejecutivo. El martes 25 de febrero el presidente de la nación firmó los decretos para efectivizar la designación en comisión de los doctores Ariel Lijo (emblema de la corporación judicial) y Manuel García Mansilla (Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral). En un comunicado Presidencia expresó: “El Presidente ha tomado la determinación de designar en comisión a los doctores Manuel García Mansilla y Ariel Lijo como jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, hasta la finalización del próximo período legislativo, con el objetivo de normalizar el funcionamiento del máximo tribunal judicial de nuestro país, el cual no puede llevar a cabo su rol con normalidad con tan solo tres ministros. Durante el mencionado plazo, esta administración continuará con el trámite legislativo para que la Cámara Alta ejerza sus atribuciones y preste los correspondientes acuerdos a los pliegos. El Gobierno Nacional no tolera ni tolerará que los intereses de la política se impongan por sobre los del pueblo argentino, bajo ninguna circunstancia”. “La Constitución claramente establece que es el Presidente, y nadie más, quien tiene la facultad de seleccionar los candidatos para cubrir las vacantes en el Máximo Tribunal, limitándose el Senado a prestar su conformidad o rechazarlos en función de un análisis objetivo de la idoneidad técnica de los candidatos” (fuente: Infobae, 25/2/025).

Quien condenó con extrema dureza la designación por decreto de Lijo y García Mansilla fue el ex juez de la Corte Eugenio Raúl Zaffaroni. El destacado penalista afirmó: “Los jueces de la Corte van a firmar junto con personas que no están nombradas constitucionalmente, lo cual constituye para los que no están nombrados una usurpación de funciones”. Además, consideró que los actuales miembros de la Corte podrían “estar participando de un delito” si les toman juramento. Pues bien, el jueves 27 los doctores Rosatti, Rosenkrantz y Lorenzetti le tomaron juramento al doctor García Mansilla quien el año pasado, en el senado, había afirmado que jamás aceptaría ingresar a la Corte por decreto. “Macri lo quiso hacer”, agregó Zaffaroni, “pero los dos que asumieron lo hicieron con acuerdo del Senado”. “Además, ninguna persona firmó una sentencia sin acuerdo del Senado. Esto no ha pasado nunca a lo largo de la historia, salvo en los gobiernos de facto desde 1955, porque incluso en el 30 Uriburu no nombró jueces”. “El problema que crea es tremendo. Porque no sé en qué lío pone a la Corte”. El mensaje a los miembros de la Corte es claro y contundente: “Cuidado que el que está poniendo la firma, o el que la pone al lado, yo no sé. Yo no lo haría. Eso es entrar al cementerio, no quedarse en la puerta. Quedás toda la vida con la posibilidad de una acción penal” (fuente: Perfil, 26/2/025).

El problema es, qué duda cabe, esencialmente político. Desde que Juan Domingo Perón bendijo en 1947 el juicio político a la Corte Suprema, el máximo tribunal de garantías constitucionales se convirtió en un botín de guerra. Salvo contadas excepciones, el presidente de turno siempre tuvo en mente contar con una Corte adicta, con jueces que fueran funcionales a sus intereses. Javier Milei ha expresado en reiteradas oportunidades que Carlos Menem fue el presidente más relevante de la historia. Apenas asumió en julio de 1989, puso especial énfasis en incrementar el número de miembros de la Corte. Quedó constituida la tristemente célebre “mayoría automática”, que se limitó a legitimar jurídicamente todas y cada una de las decisiones que tomó Menem, especialmente en materia económica. Milei está siguiendo su ejemplo. Quiere contar con una mayoría automática que lo proteja judicialmente, que actúe como una guardia pretoriana (privatizaciones). Está actuando, por ende, como un genuino exponente de la casta política.

A continuación paso a transcribir aquellos párrafos que considero más relevantes de la comunicación del doctor Jorge Vanossi en sesión privada de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas del 14 de abril de 2004, titulada “¿Qué jueces queremos?”. Saque el lector sus propias conclusiones.

1) “Creo que el ser o no ser de la Justicia consiste fundamentalmente en asumir o no su condición de ser uno de los poderes del Estado. Y allí está el meollo de la cuestión. Por desgracia, hasta el lenguaje nos ha llevado subconscientemente a subestimar esta enorme importancia que tiene la selección del juez y la búsqueda del perfil del magistrado que debe ser seleccionado. Durante mucho tiempo se habló de la “administración de justicia” siguiendo un lenguaje europeo ajeno a la tradición americana, donde el Poder Judicial se inició como un órgano que aplicaba la ley, de manera distinta, pero como también lo hacía el Poder Ejecutivo en la órbita de sus incumbencias. El juez podía ser independiente, pero no necesariamente era parte de un poder del Estado revestido de todo lo que ello implica. También, por desgracia, la reforma constitucional de 1994, probablemente contagiándose de los administrativistas, incurrió en la grosería de hablar del “servicio de justicia”, lo que implica colocar a la Justicia, que por ser uno de los poderes del Estado cumple una función, en el mismo nivel que el servicio de barrido y limpieza, es decir, como cualquier otro servicio público que en forma directa o indirecta, propia o impropia, se prestan en las sociedades contemporáneas”.

2) “De modo que el tema debe ser puesto en otro ángulo. ¿Por qué? Porque elegir a un juez implica buscar el perfil de alguien que va a tomar una decisión final respecto de temas que conciernen a la vida, la libertad, el honor, los derechos, la propiedad, las garantías, la seguridad y la dignidad de las personas. Esto es fundamental, no es algo menor. En nuestro sistema el juez tiene esas atribuciones, como sucede en general en las democracias constitucionales cuando actúa independientemente. Además, en nuestro sistema tiene la nota del control difuso: este poder enorme consiste en verificar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las normas. Esto significa que al pensar en el perfil de un juez también habrá que tener en cuenta quién está dotado de la preparación suficiente a efectos de ejercer acertadamente esa función. Asimismo, tiene otro control paralelo al de la constitucionalidad, que en el Estado moderno reviste una enorme importancia. Se trata del control de la operatividad de las normas: el juez puede inutilizarlas o potenciarlas al declarar que una norma es de por sí autosuficiente, que puede aplicarse, o bien puede lavarse las manos y decir que hace falta otra reglamentación que la implemente y la pormenorice. Hasta entonces no se va a reparar el derecho lesionado, con lo cual entra en vía muerta la necesidad urgente de dar plenitud a ese derecho cuestionado o amenazado”.

3) “En segundo lugar, quiero señalar que el tema de la independencia no debe ser confundido con asepsia. No existe el juez aséptico, un juez absolutamente desconectado de un sistema de valores o de una ideología en la cual ha creído, en un conjunto de ideas o, si ustedes prefieren, de ideales que se expresan a través de metas o fines que pretende alcanzar en el momento en que hace o dicta el acto de justicia. Este tipo de juez no existe, y sería penoso que existiera porque realmente estaríamos frente a un autómata; volveríamos a la teoría del siglo XVIII; no cumpliría ni siquiera la función interpretativa, mucho menos la función integrativa y creadora que cumple el juez a través del dictado de las sentencias, que no consisten en un mero silogismo. Por “independencia” debemos entender dos cosas. En primer lugar, la independencia de las lealtades partidarias preexistentes, que las puede haber tenido y es respetabilísimo que así sea, pero que debe abandonar en el momento de acceso al poder. También debe abandonar la falsa noción de que por haber sido designado por alguien tiene un deber de gratitud permanente de halagar o complacer a ese alguien. En la Argentina hay ejemplos de todo tipo, pero también existen ejemplos de gente que fue muy criticada al momento de su designación porque venía de una pertenencia partidaria, incluso de la integración de un gabinete, como es el caso de Antonio Sagarna, quien siendo juez de la Corte, desde el día siguiente de la asunción del cargo, actuó con total independencia respecto del partido al cual había pertenecido, así como del Presidente y del Senado que lo habían nombrado. Pero no es la regla. El juez debe tener, entonces, un perfil que apunte a la no dependencia del gobernante de turno, ni a ser un prisionero de la partidocracia; no sólo lo primero sino también lo segundo. Existe un viejo pleito entre partidocracia y judicatura: se desconfían recíprocamente, pero el conflicto no se puede resolver por vía de la sumisión de una a la otra -en cualquier sentido direccional que sea- sino cumpliendo cada uno la función que le corresponde, que son diferentes y ambas necesarias para la atención de lo que nos debe interesar, que es el bien común, es decir, el interés general, por encima de cualquier egoísmo o narcisismo”.

4) “La Justicia no puede depender de la dádiva para que se cumpla la doble idoneidad, es decir la profesional y la moral, que es la independencia y el no dejarse seducir por las tentaciones, favores o intereses creados, para lo cual se requiere una remuneración digna. Por lo expuesto, creo que debemos buscar en los mecanismos que tenemos que perfeccionar, a fin de alcanzar el perfil adecuado, una instancia para verificar esa doble idoneidad y no ser conformistas ante las meras estructuras de convalidación para el reparto. Es perversa la teoría del “paraguas” que protege para que nadie quede a la intemperie y que la Justicia sea un refugio para que dentro del reparto todos queden satisfechos. Y, al mismo tiempo, me parece que esa cobertura es patológicamente dañina porque destruye a todo el sistema. En definitiva, dime qué jueces tienes y te diré qué Estado de Derecho hay. Dime cuál es el perfil de esos jueces y te diré qué grado y qué profundidad de control tenemos. Desde luego que esto conduce al orden de las conductas y, como todo, se resuelve en un problema cultural. Es un problema cultural el perfil del juez, ya que a las más altas jerarquías corresponden las mayores responsabilidades, de acuerdo a un sabio principio del Código Civil, que debería tener categoría constitucional en esta delicada cuestión: “Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos (Art. 902)”. Por último, ratificamos la convicción de que el acto más delicado e institucionalmente significativo de un gobernante, radica en promover la nominación de un magistrado judicial que, de acuerdo a nuestro régimen constitucional, son cargos cuya trascendental función se ejerce de por vida (ad vitam)”.

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