Por Hernán Andrés Kruse.-

¡Pobre liberalismo! Muchas veces me he preguntado qué pecados cometió para recibir semejante destrato de parte de quienes se autotitulan liberales. En las últimas horas el liberalismo fue víctima de un alevoso ultraje cometido por el diputado nacional libertario Javier Milei. De visita en la provincia de Tucumán y flanqueado por el hijo del ex dictador Antonio Bussi, afirmó que la cuestión de los desaparecidos forma parte de “una visión tuerta de la historia” y negó el histórico número relacionado con las víctimas del terrorismo de estado: 30.000. “Que la izquierda haya logrado imponer en la batalla cultural este tipo de cuestiones, no quiere decir que sea verdad”, bramó. Ante la pregunta de una periodista formuló la siguiente repregunta: “¿Me podés mostrar la lista completa de los 30 mil desaparecidos?” (fuente: Perfil, 30/9/022).

Veamos. Milei acierta cuando afirma que se ha impuesto una visión tuerta de la tragedia de los setenta. El relato es más o menos el siguiente: las fuerzas armadas, con el apoyo del establishment y la Embajada, aniquiló a buena parte de una generación de jóvenes idealistas que soñaban con un mundo mejor, más justo e igualitario. Las fuerzas armadas se ensañaron con estos jóvenes porque no les perdonaron su idealismo, su utopía. La realidad fue muy diferente. Las fuerzas armadas tuvieron en frente a miembros de impiadosas y crueles organizaciones guerrilleras, entre las que sobresalían ERP y Montoneros. Lo que Milei calla es el método elegido para derrotarlas. En lugar de valerse del estado de derecho, la dictadura militar se valió de la capucha, de la clandestinidad, de los vuelos de la muerte, para exterminarla. Si fuera de verdad un liberal debería, me parece, haber dicho algo parecido a esta frase: “Nadie duda que la sociedad argentina fue atacada por ERP y Montoneros. Las fuerzas armadas debieron intervenir para protegerla. En esta cuestión estamos todos de acuerdo. El problema fue que el método que utilizaron los militares los transformó en forajidos que actuaron al amparo de la noche”.

Al reconocer que duda de la veracidad de la histórica cifra de desaparecidos y al estar flanqueado por el hijo de un emblema del terrorismo de estado, Milei no hace más que reconocer su afinidad ideológica con el diputado provincial tucumano. De esa forma para millones de compatriotas el liberalismo no se contrapone con el terrorismo de estado, es decir, con la violación de los derechos humanos. De esa forma para millones de compatriotas el liberalismo y el fascismo son sinónimos, en suma. Reitero: el liberalismo no merece semejante destrato. Porque si hay algo que hace a su esencia es, precisamente, el respeto a los derechos humanos, respeto que quedó consagrado por las sucesivas constituciones escritas que comenzaron a propalarse por doquier con posterioridad a la Revolución Francesa.

Ya que Milei jura y perjura que es liberal-o libertario, como le gusta autotitularse-no le vendría mal releer estas reflexiones de un emblema del libertarianismo, Murray N. Rothbard, extraídas de su libro “Por una nueva libertad. El manifiesto libertario” (www.GritoSagrado.com.ar). Luego de hacerlo sería bueno que se formulara la siguiente pregunta: ¿qué tiene que ver el hijo del dictador Bussi con el libertarianismo?

El Axioma de No-Agresión

“El credo libertario descansa sobre un axioma central: ningún hombre ni grupo de hombres puede cometer una agresión contra la persona o la propiedad de alguna otra persona. A esto se lo puede llamar el “axioma de No-Agresión”. “Agresión” se define como el inicio del uso o amenaza de uso de la violencia física contra la persona o propiedad de otro. Por lo tanto, agresión es sinónimo de invasión. Si ningún hombre puede cometer una agresión contra otro; si, en suma, todos tienen el derecho absoluto de ser “libres” de la agresión, entonces esto implica inmediatamente que el libertario defiende con firmeza lo que en general se conoce como “libertades civiles”: la libertad de expresarse, de publicar, de reunirse y de involucrarse en “crímenes sin víctimas”, tales como la pornografía, la desviación sexual y la prostitución (que para el libertario no son en absoluto “crímenes”, dado que define un “crimen” como la invasión violenta a la persona o propiedad de otro). Además, considera el servicio militar obligatorio como una esclavitud en gran escala. Y dado que la guerra, sobre todo la guerra moderna, implica la matanza masiva de civiles, el libertario ve ese tipo de conflictos como asesinatos masivos y, por lo tanto, completamente ilegítimos. En la escala ideológica contemporánea todas estas posiciones se incluyen entre las ahora consideradas “de izquierda”. Por otro lado, como el libertario se opone a la invasión de los derechos de propiedad privada, esto también significa que desaprueba con el mismo énfasis la interferencia del gobierno en los derechos de propiedad o en la economía de libre mercado a través de controles, regulaciones, subsidios o prohibiciones, dado que, si cada individuo tiene el derecho a la propiedad privada sin tener que sufrir una depredación agresiva, entonces también tiene el derecho de entregar su propiedad (legar y heredar) e intercambiarla por la propiedad de otros (libre contratación y economía de libre mercado) sin interferencia.

El libertario apoya el derecho a la propiedad privada irrestricta y el libre comercio, o sea, un sistema de “capitalismo del laissez-faire”. Nuevamente, en la terminología actual, se llamaría “extrema derecha” a la posición libertaria sobre la propiedad y la economía. Pero para el libertario no hay incoherencia alguna en ser “izquierdista” en algunas cuestiones y “derechista” en otras. Por el contrario, considera su posición personal virtualmente como la única de valor en nombre de la libertad de cada individuo, puesto que, ¿cómo puede el izquierdista oponerse a la violencia de la guerra y al servicio militar obligatorio cuando al mismo tiempo apoya la violencia impositiva y el control gubernamental? ¿Y cómo puede el derechista vitorear su devoción a la propiedad privada y la libre empresa cuando al mismo tiempo está a favor de la guerra, el servicio militar obligatorio y la proscripción de actividades y prácticas no invasivas que él considera inmorales? ¿Y cómo puede el derechista estar a favor del libre mercado cuando no ve nada de malo en los vastos subsidios, distorsiones e ineficiencias improductivas involucradas en el complejo militar-industrial? El libertario, que se opone a cualquier agresión privada o grupal contra los derechos a la persona y la propiedad, ve que a lo largo de la historia y en la actualidad, siempre hubo un agresor central, dominante y avasallador de todos estos derechos: el Estado.

En contraste con todos los demás pensadores, de izquierda, de derecha o de una posición centrista, el libertario se niega a darle al Estado aval moral para cometer acciones que, en opinión de casi todos, son inmorales, ilegales y criminales si las lleva a cabo una persona o un grupo en la sociedad. El libertario, en suma, insiste en aplicar la ley moral general sobre todos, y no hace ninguna excepción especial para personas o grupos. Pero si, por así decirlo, vemos al Estado desnudo, nos damos cuenta de que está universalmente autorizado, e incluso incentivado, para realizar todos los actos que los no libertarios consideran crímenes reprensibles. El Estado habitualmente comete asesinatos masivos, a saber, la “guerra” o, a veces, la “represión de la subversión”; participa en la esclavitud respecto de sus fuerzas militares, utilizando lo que llama “servicio militar obligatorio”; y su existencia depende de la práctica del robo forzado, al que denomina “impuesto”. El libertario insiste en que, independientemente de que esas prácticas sean o no apoyadas por la mayoría de la población, no son pertinentes a su naturaleza; que, sea cual fuere la sanción popular, la guerra equivale al asesinato masivo, el servicio militar obligatorio es esclavitud y los impuestos son robos. En suma, el libertario es como el niño de la fábula, que se obstina en decir que el emperador está desnudo. Con el transcurso de los años, la casta intelectual de la nación ha provisto al emperador de una especie de seudo ropas. En siglos pasados, los intelectuales afirmaban al público que el Estado o sus gobernantes eran divinos o, al menos, investidos de autoridad divina, y que, por lo tanto, lo que para una mirada inocente e inculta podía parecer despotismo, asesinatos masivos y robo en gran escala no era más que la acción benigna y misteriosa de la divinidad que se ejercía en el cuerpo político.

En las últimas décadas, como lo de la sanción divina era algo trillado, los “intelectuales cortesanos” del emperador concibieron una apología cada vez más sofisticada: informaron al público que aquello que hace el gobierno es para el “bien común” y el “bienestar público”, que el proceso de imponer contribuciones y de gastar funciona a través del misterioso proceso “multiplicador” concebido para mantener a la economía en un punto de equilibrio, y que, en todo caso, una amplia variedad de “servicios” gubernamentales no podrían ser realizados de ninguna manera por ciudadanos que actuaran voluntariamente en el mercado o en la sociedad. El libertario niega todo esto: ve la variada apología como un medio fraudulento de obtener apoyo público para el gobierno del Estado, e insiste en que cualquier servicio que verdaderamente preste el gobierno podría ser suministrado en forma mucho más eficiente y moral por la empresa privada y cooperativa. Por lo tanto, el libertario considera que una de sus tareas educativas primordiales, y más desagradables, consiste en difundir la desmitificación y desacralización del Estado. Tiene que probar, reiteradamente y en profundidad, que no sólo el emperador está desnudo, sino que también lo está el Estado “democrático”; que todos los gobiernos subsisten gracias a su imperio abusivo sobre el público, y que ese imperio es lo contrario de la necesidad objetiva. Lucha por demostrar que la misma existencia del impuesto y del Estado establece necesariamente una división de clase entre los explotadores gobernantes y los explotados gobernados.

Trata de poner de manifiesto que la tarea de los cortesanos que siempre han apoyado al Estado es crear confusión para inducir al público a aceptar el gobierno del Estado, y que estos intelectuales obtienen, a cambio, una porción del poder y del dinero mal habido extraído por los gobernantes a los engañados súbditos. Tomemos, por ejemplo, la institución del impuesto, que según los estatistas es, en cierto sentido, realmente “voluntaria”. Invitamos a cualquiera que verdaderamente crea en la naturaleza “voluntaria” del impuesto a negarse a pagarlo, y entonces verá lo que le sucede. Si analizamos la imposición de tributos, encontramos que, de todas las personas e instituciones que constituyen la sociedad, sólo el gobierno consigue sus ingresos por medio de la violencia coercitiva. Todos los demás en la sociedad obtienen sus ingresos sea a través del obsequio voluntario (albergue, sociedad de caridad, club de ajedrez) o mediante la venta de bienes o servicios voluntariamente adquiridos por los consumidores. Si cualquiera que no fuese el gobierno procediera a “imponer un tributo”, éste sería considerado sin lugar a dudas como una coerción y un delito sutilmente disfrazado. Sin embargo, los místicos arreos de la “soberanía” han enmascarado de tal modo al proceso que sólo los libertarios son capaces de llamar al cobro de impuestos como lo que es: robo legalizado y organizado en gran escala”.

Anexo

Robert Dahl y las semejanzas de los sistemas políticos (segunda parte)

Todos los gobernantes procuran legitimar sus decisiones. ¿Cuándo un gobierno es legítimo? Un gobierno es legítimo cuando el pueblo cree que su estructura, sus actos de gobierno, su funcionamiento y sus funcionarios o líderes “poseen la cualidad de rectitud, idoneidad o virtud moral-en resumen, el derecho-para dictar normas obligatorias. Así, nuestra cuarta proposición equivale a decir que los dirigentes de un sistema político tratan de dotar de legitimidad a sus actos”. Cuando un gobernante ejerce sobre el pueblo una influencia legítima, posee autoridad. Para Dahl, la autoridad es sinónimo de “influencia legítima”. Los gobernantes hacen todo lo que esté a su alcance para convertir su influencia en autoridad, para legitimar su influencia sobre los gobernados. El poder legítimo fue desde siempre un tema central de la ciencia política. Quizá el mejor estudio sobre el tema, señala Dahl con todo acierto, sea “Economía y sociedad” de Max Weber, donde el pensador alemán dejó para la posteridad su increíble análisis de los sistemas de dominación.

La legitimidad implica “influencia eficiente”. El poder legítimo es más confiable y duradero que el poder apoyado en el uso descarnado de la fuerza. Además, el poder legítimo permite al gobernante ejercer el poder con un mínimo de recursos políticos. Dahl considera que sería imposible gobernar organizaciones tan complejas como el Hospital General de Massachussets, por ejemplo, sobre la base del terror y la coerción. La historia universal ha demostrado que todo gobernante, por más totalitario que haya sido, buscó la manera de legitimar su dominación. Adolph Hitler escribió “Mi lucha” para legitimar un sistema de dominación totalitario que condenó a muerte a millones de seres humanos. En opinión de Dahl, “aunque muchos tipos diferentes de sistemas políticos pueden adquirir legitimidad, quizá las democracias la necesitan más que la mayoría de los otros sistemas”. La democracia necesita imperiosamente que los pueblos estén convencidos de los valores que enarbola-soberanía popular, libertades y garantías individuales, separación de poderes-. Si no lo consigue, se derrumba inexorablemente.

Los sistemas políticos desarrollan una ideología como base de su legitimidad. “Los dirigentes de un sistema político habitualmente adhieren a un conjunto de doctrinas más o menos permanentes e integradas cuyo significado explica y justifica su liderazgo en el sistema”. El mundo conoció dos grandes ideologías a partir de la modernidad: la democracia liberal y el marxismo. Adam Smith, John Locke y Montesquieu pueden considerarse los padres intelectuales de la democracia liberal. Mientras que Karl Marx es, qué duda cabe, el padre intelectual del marxismo. Gaetano Mosca utilizó la expresión “fórmula política” para designar a la ideología que justifica al sistema político. ¿Por qué los dirigentes políticos desarrollan una ideología política? Muy sencillo: para impregnar su liderazgo de legitimidad, o lo que es lo mismo, para transformar su influencia política en autoridad. Gobernar sin autoridad, remarca Dahl, es mucho más costoso que gobernar con autoridad.

Algunos gobernantes se adhieren a una ideología que no sólo justifica su liderazgo sino también al propio sistema político. Su ideología es entonces la ideología imperante. La democracia liberal y el marxismo constituyen los ejemplos clásicos de ideología imperante. “La ideología imperante indica los supuestos morales, religiosos, objetivos y de otro tipo que se consideran justificativos del sistema. Una ideología imperante altamente desarrollada por lo general contiene estándares de evaluación de la organización, las políticas y los dirigentes del sistema, y también una descripción idealizada de la forma como éste funciona, versión que reduce la brecha entre la realidad y la meta que se prescribe”. El Preámbulo y las declaraciones, los derechos y las garantías consagrados por la constitución de 1853 constituyen un buen ejemplo de ideología imperante. Respecto a Estados Unidos, Dahl sostiene que no todos los norteamericanos piensan lo mismo sobre esta cuestión. Sin embargo, nadie duda que la ideología imperante no sea otra que la democracia liberal.

Todo sistema político está expuesto al impacto de otros sistemas políticos. “El comportamiento de un sistema político está influido por la existencia de otros sistemas políticos”, remarca Dahl. Todo sistema político está rodeado por un “ambiente extrasocietal”, expresión utilizada por David Easton para darle un nombre al sistema internacional. Como los límites de los sistemas políticos son permeables, es lógico que lo que sucede en el ambiente extrasocietal repercute en el interior de los sistemas políticos. La globalización ha transformado al mundo en un gigantesco sistema económico donde los países bailan al compás del ritmo impuesto por las corporaciones transnacionales. Sin embargo, hay quienes no se percatan de ello. Dice Dahl: “Es un hecho curioso que la mayoría de las personas que describen su concepto del sistema político ignoran los límites impuestos por la existencia de otros sistemas políticos. Es fácil imaginar “la sociedad buena” si uno no se preocupa de otras, y muy posiblemente malas, que pueden atestar el panorama circundante. Por consiguiente, las utopías políticas se describen generalmente sin las dificultosas limitaciones impuestas por las relaciones exteriores, que se eliminan ya sea ignorándolas totalmente o resolviéndolas con algún plan simple”.

Por último, Dahl destaca una característica que hace a la esencia de los sistemas políticos: la imposibilidad de evitar los cambios. En efecto, los sistemas políticos lejos están de ser inmutables. Platón, en la “República”, hizo mención del cambio que experimentan los sistemas políticos al desarrollar su clasificación de las formas de gobierno. La aristocracia degenera en timocracia, ésta en oligarquía, ésta en democracia y ésta en tiranía. La corrupción provoca que los sistemas políticos se desmoronen para dar lugar a otros sistemas políticos más impuros y abyectos. Su más brillante discípulo, Aristóteles, dedicó muchas páginas de su “Política” para analizar las causas de las revoluciones y los cambios constitucionales. Si bien las posteriores concepciones utópicas excluyeron la idea del cambio, la historia ha demostrado que no ha habido sistema político inmune a los cambios políticos, económicos, sociales y culturales.

(*) Análisis Político Actual, Eudeba, 1983.

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