Por Hernán Andrés Kruse.-

El martes 22 de agosto la Argentina ingresó en el túnel del tiempo. En un santiamén retrocedimos dos décadas, regresamos a diciembre de 2001. Las imágenes de los saqueos en José C. Paz eran un calco de los saqueos registrados en aquel entonces en varios puntos del conurbano. Gente ingresando por la fuerza a comercios y supermercados para robar a mansalva todo lo que encontraban a su paso. Al igual que en 2001 muchos de los saqueadores se llevaron mercaderías que nada tenían que ver con los alimentos. Ello no hace más que confirmar que muchos de quienes cometieron semejante vandalismo carecían de problemas alimentarios.

La primera reacción del gobierno lejos estuvo de ser la más adecuada. Gabriela Cerruti, portavoz del oficialismo, no tuvo mejor idea que responsabilizar a Javier Milei por lo que estaba aconteciendo. Cuesta creer que haya opinado por su cuenta ya que, al depender directamente del presidente, está obligada a expresar el pensamiento de su jefe. En consecuencia, es lógico que nos preguntemos lo siguiente: ¿por qué Alberto Fernández tomó semejante decisión? Como se trata de un político muy experimentado cuesta creer que haya reaccionado guiado por la emoción. Hay que partir, por ende, del hecho de que Alberto no se expresó de esa manera como lo hubiera hecho cualquier ciudadano de a pie. El presidente era perfectamente consciente de que el principal beneficiario de semejante acusación no sería otro que el propio Milei. Al acusarlo de manera tan artera no hizo más que favorecerlo electoralmente. ¿Es su objetivo, acaso, que el libertario gane en primera vuelta?

No sería de extrañar que la misma pregunta se la estén formulando, por ejemplo, el ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, y el candidato presidencial por Unión por la Patria, Sergio Massa. El responsable de la seguridad nacional reaccionó de manera inmediata, afirmando que el gobierno carecía de pruebas que corroboraran las afirmaciones de Cerruti. Horas más tarde, desde los Estados Unidos Sergio Massa lisa y llanamente se solidarizó con el libertario. En lo que hubo acuerdo al más alto nivel oficial fue en las palabras escogidas para describir la tragedia. La palabra “saqueo” fue reemplazada por la expresión “grupos incentivando algunos conflictos de índole política”. De esa manera el gobierno trata de evitar que la población compare estos saqueos con los saqueos de 2001. Su objetivo es hacer creer a la población que la situación actual nada tiene que ver con la que imperaba en los momentos previos a la caída del gobierno de De la Rúa.

Para sorpresa de muchos (me incluyo) el histórico dirigente social Raúl Castells se hizo responsable por los saqueos. Cuesta creer que Castells haya actuado por su cuenta. Disturbios de semejante magnitud sólo pueden ejecutarse si se tiene una gran logística y, fundamentalmente, si hay una autorización desde los más altos niveles del poder. Cabe, por ende, formular nuevamente la pregunta: ¿por qué el poder autorizó semejante desmadre? Me parece que sólo hay una respuesta: para esmerilar a Sergio Massa, para evitar que el tigrense asuma el 10 de diciembre.

Ni lerdo ni perezoso, Milei intentó sacar el mayor rédito político luego de las desafortunadas-mejor dicho, malintencionadas- declaraciones de Cerruti. A través de Twitter el libertario expresó: “Es trágico volver a ver luego de 20 años las mismas imágenes de saqueos que veíamos en el 2001. Pobreza y saqueos son dos caras de la misma moneda La Argentina no resiste más este modelo que se sostiene por la fuerza de quienes viven a costa de los argentinos de bien. Una Argentina distinta es imposible con los mismos de siempre”.

“Quien olvida su historia está condenado a repetirla”. Esta frase pertenece al filósofo Jorge Ruiz de Santayana y la leen quienes ingresan, en calidad de turistas, al campo de concentración de Auschwitz. Pues bien, los saqueos del pasado martes no hacen más que confirmar la sabia afirmación del pensador español. De ahí la imperiosa necesidad de recordar lo que aconteció en el país en aquel dramático 2001 que desembocó en la crisis institucional y económica más grave de la Argentina contemporánea. Es por ello que a continuación paso a transcribir un aleccionador ensayo de Roberto Cortés Conde (Profesor emérito, Universidad de San Andrés) titulado “La crisis argentina de 2001-2002” (Cuadernos de Economía, v. 40, n. 121, Santiago, dic, 2003).

EL PERÍODO DE CRECIMIENTO: 1990-95

“Tras un largo período de declinación (1974-89), en la década de los noventa, las reformas económicas y la convertibilidad produjeron una gran entrada de capitales, con lo que inició una sostenida recuperación y crecimiento. El crecimiento comenzó a desacelerarse hacia fines de 1994 (causado por preocupaciones ante el panorama político), lo que agravó la crisis mexicana de 1995 produciendo una fuerte caída de depósitos. El gobierno mantuvo la decisión de continuar en ella (fue la primera crisis en la historia del país que no terminó con una devaluación) y pudo sortear la tormenta. Los depósitos volvieron, se aprovechó para introducir reformas que hicieron más solvente el sistema financiero y el crecimiento continuó”.

LOS COMIENZOS DE LA RECESIÓN: LOS SHOCKS EXTERNOS

“La crisis del sudeste asiático pero sobre todo la de Rusia y la de Brasil produjeron dos shocks. Uno fue la baja de los precios de las exportaciones y el otro la reversión de la tendencia internacional de capitales hacia los países emergentes con un alza de la tasa de interés que afectó el servicio de la deuda argentina.

No sólo ellos influyeron en el cambio de la tendencia de crecimiento. Existieron factores domésticos que incidieron en la inversión y en desacelerar el crecimiento. Aun siguiendo los criterios contables del gobierno (que no tomaban las emisiones de deuda como gastos) el Gobierno obtuvo superávit sólo en el año 1993. A partir de 1996 el déficit se fue aproximando a un 2 % del producto llegando en 1998 a 4,3 % y al mismo nivel en el 2000. Pareciera que eso no era preocupante según los criterios de la Comunidad Europea (un 3% según el tratado de Maastricht), pero hay que tener en cuenta lo estrecho del mercado local de capitales y la fuerte incidencia de los flujos externos (aunque en ellos debe incluirse parte del ahorro doméstico en el exterior). Ese déficit sería mayor si se tomara como criterio las variaciones de la deuda.

La deuda pública que estaba en alrededor de los 60 mil millones de pesos al inicio de la década subió a unos 90 mil millones en 1994 y a unos 120 mil millones a fines de 1999, cuando concluyó su período Menem.

La expansión del primer quinquenio fue ayudada por las privatizaciones de empresas de servicios públicos donde entraron capitales extranjeros con aportes de nuevas tecnologías que bajaban costos y que pudieron obtener rentas en mercados monopólicos gracias a precios (tarifas) más elevados que los internacionales y con un costo de capital con tasas de interés internacionales. También, una enorme expansión del consumo tras más de una década de represión (ahorro en el exterior, fuga de capitales) que aumentó gracias a las posibilidades que dejaban en un marco de estabilidad monetaria las operaciones de compra a crédito. En el primer caso las oportunidades de beneficios extraordinarios para la inversión terminaron agotándose y en el del consumo la gente aprendió que con estabilidad monetaria los intereses empezaban a ser-ya que en términos nominales seguían relativamente altos mientras la inflación bajaba más que ellos-enormemente costosos. En la Argentina de la inflación todos se endeudaban porque llegaban los jubileos y se pagaba menos. Esa fiesta había terminado y la gente empezó a cuidar sus consumos”.

LA RECESIÓN: LA TRAMPA FISCAL

“Hacia fines de 1998 comenzó una larga recesión con características desconocidas. La caída de la actividad económica tuvo un efecto negativo en la recaudación fiscal que bajó de 55.7 mil millones de pesos a 46,2 mil millones en 1999 (disminución de la recaudación del IVA) lo que forzó a un intento poco exitoso de disminuir los gastos, ya que estos subieron de 57 mil millones en 1998 a 60 mil millones en 1999. Esto llevó a aumentar el déficit de 0,8% del PBI en 1998 a 4,3% en 1999, lo que se tradujo en un aumento de la deuda que ya había alcanzado proporciones preocupantes. Debe señalarse que en los gastos incidían dos rubros sobre los que había poco control: el déficit del sistema oficial de seguridad social que, tras las reformas había quedado sin los aportes de los que pasaron a las administradoras privadas, y el pago de la deuda.

La nueva administración, que se iniciaba heredando una voluminosa deuda, quiso ganar confianza en los mercados internacionales para obtener más bajas tasas de interés. Para ello, como muestra de una conducta responsable, aumentó los impuestos. Con ello abortó una muy ligera recuperación que parecía advertirse al inicio de su gestión. Los aumentos de impuestos disminuyeron el ingreso disponible y el consumo acentuando la recesión que se tradujo en menor actividad y menor recaudación.

La administración de De la Rua continuó todo el 2000 y los primeros meses del 2001 en agónicos intentos por mejorar la situación fiscal, buscando apoyo externo para pasar a más largo plazo los vencimientos de las deudas. En marzo, con la continua caída de la actividad y su consecuencia en la recaudación, renunció el ministro Machinea. Fue designado para reemplazarlo Ricardo Lopez Murphy con propuestas de ajuste fiscal que desataron la airada oposición en varios miembros de la alianza gobernante, que presentaron sus renuncias. El presidente decidió, en cambio, aceptar la del ministro de economía cuyo plan abortó.

Volvió entonces el ministro de la convertibilidad, Cavallo, con propuestas más del estilo keynesiano, aunque por las condiciones que vivía la Argentina extremadamente limitadas. Buscó mejorar la competitividad, dando subsidios, ventajas fiscales y expandiendo la oferta monetaria bajando los encajes, lo que lo enfrentó al presidente el Banco Central a quien finalmente se lo separó de su cargo (violando la independencia del Banco). Finalmente tuvo la audacia de iniciar un camino hacia la salida de la convertibilidad estableciendo que, cuando la cotización del euro alcanzara al dólar, la convertibilidad del peso se haría teniendo en cuenta ambas monedas. Esto produjo el efecto inverso: aumentó la desconfianza afectando la visión que los acreedores tenían del riesgo argentino (medida por la cotización de sus títulos). El riesgo país se convirtió en el termómetro de la visión de los mercados de capitales de los que dependía el gobierno para renovar su deuda.

Cuando hacia septiembre, abandonado por el Fondo que insistía en la salida de la convertibilidad y la nueva administración norteamericana-que entendía que los acreedores debían participar en las pérdidas de financiamientos irresponsables-el gobierno ya no obtuvo crédito y comenzó el deslizamiento hacia la crisis final. Se forzó a los bancos a reprogramar la deuda que se les había colocado, reemplazando títulos de corto plazo con otros a largo, esperando bajar sus servicios y lograr un arreglo similar con el resto de los acreedores en el exterior. En diciembre, ante la evidencia de que el sistema bancario tenía en sus activos bonos del estado difícilmente cobrables, se inició una corrida contra los bancos que Cavallo detuvo impidiendo los retiros en efectivo (corralito), con lo que no se los podía convertir en dólares billete. Esto desató la airada respuesta del público (que podía disponer, sin embargo, de sus depósitos pagando con tarjetas bancarias de débito) manifestaciones en las calles (cacerolazos) y aprovechando el mal humor del público tuvo lugar una operación orquestada por los caudillos justicialistas del Gran Buenos Aires con apoyo del radicalismo bonaerense (que supuestamente estaba en el gobierno) y que concluyó en una pueblada en la Plaza de Mayo que exigió la renuncia del presidente bajo la amenaza de iniciarle juicio político. Así, en medio de la crisis, concluyó la gestión De la Rua”.

LA ADMINISTRACIÓN JUSTICIALISTA: EL DEFAUT Y LA DEVALUACIÓN

“En una gestión muy breve el presidente Rodríguez Saa, designado por el Congreso, anunció que el gobierno dejaría de pagar sus obligaciones financieras. La Argentina comenzó el siglo con un default que no había conocido durante todo el siglo XX. Las desavenencias internas forzaron a los pocos días su renuncia y el Congreso designó en su reemplazo al ex gobernador de Buenos Aires, Eduardo Duhalde.

Este inició su gestión con una ley de emergencia económica que decidió el abandono de la convertibilidad con nuevos y disímiles tipos de cambio a los que se convertirían los créditos y depósitos en los bancos y todas las obligaciones públicas y privadas. Mientras los créditos se pesificaban, pasando a pesos a una relación uno a uno con el dólar, los depósitos se convertían a un peso con cuarenta centavos por un dólar, creando una asimétrica relación entre activos y pasivos de los bancos. Todas las obligaciones en dólares pasaban a pesos al tipo de uno a uno. Se violaban así los contratos y los derechos de propiedad,

La inicial pretensión del gobierno de mantener un cambio fijo chocó con la oposición del Fondo, por lo que decidió entonces la flotación que llevó a una fuerte corrida contra el peso (lo que Keynes llamó huida del dinero) que hizo subir rápidamente el precio de la divisa a más del doble. Los depositantes perjudicados recurrieron a la justicia que, en muchos casos, ordenó a los bancos pagar las obligaciones en dólares en la misma moneda, por lo que el Banco Central dio redescuentos a los bancos comerciales para que pudieran pagar en pesos al tipo de cambio de mercado libre los depósitos que luego-huyendo del dinero local-se convertían en dólares. Así se advirtió que las recetas de los 30 eran inaplicables en un país sin solvencia fiscal y con una reciente experiencia hiperinflacionaria. A diferencia de lo que pasó en Estados Unidos después de la devaluación de 1933 o en la misma Argentina en la década de 1930, donde era muy elevada la demanda de dinero y las tasas de interés eran muy bajas, en la Argentina del 2002 la demanda de dinero había caído y todo el mundo quería sustituir pesos por dólares. Al gobierno sólo le quedaba la emisión como instrumento de la expansión económica. Esto es también lo que había pasado en Alemania durante la crisis de 1930 por las mismas consecuencias de la memoria hiperinflacionaria sobre la demanda de dinero. Quienes recomendaron la salida de la convertibilidad para expandir la economía olvidaron que esa solución fue posible en un marco de estabilidad y solvencia fiscal que aquí faltó.

Los precios subieron como consecuencia de la devaluación y cayeron los salarios reales, lo que permitió una baja del gasto público. La situación de Caja mejoró porque no se pagaron las deudas

El gobierno, que creyó que saliendo de la convertibilidad tendría el apoyo de los organismos internacionales, se encontró con que el Fondo, apoyado por el gobierno de los Estados Unidos, modificando una posición anterior (la que tuvo en los casos de México y de los países del sudeste asiático), considerando que no se trataba en este caso de una crisis sistémica del sistema financiero internacional, tomó a la Argentina como un caso ejemplar, para mostrar que había que penalizar comportamientos irresponsables.

El dólar llegó a casi cuatro pesos y se estuvo al borde de la hiperinflación. Luego, cambió la conducción económica. Se controló la emisión monetaria y el gasto fiscal, lo que descartó la alternativa que muchos esperaban de impulsar una fuerte expansión de la economía con gasto público financiado con emisión. Se establecieron nuevos impuesto a las exportaciones, el Banco Central redujo los redescuentos y se morigeró la caída de la demanda de dinero.

Con los nuevos planes para asistir desocupados que abarcaron a 2 millones de personas y la movilización del aparato político bonaerense del justicialismo la situación sociopolítica comenzó a calmarse. Sin tomar en cuenta las variaciones de la deuda, el gobierno logró un superávit de caja, y se estabilizó el cambio”.

LOS PROBLEMAS PRÓXIMOS

“La cotización del dólar bajó. En los últimos meses han aumentado los depósitos, sigue la recuperación y las estimaciones del crecimiento son más optimistas. ¿Se terminó la crisis?, ¿estamos en un camino de recuperación y crecimiento?

Quedan problemas pendientes y esta crisis no terminó de liquidarse.

Aunque con la devaluación el gasto corriente real bajó, las cuentas públicas no están saneadas porque la deuda no disminuyó, sino que aumentó. No sólo por las obligaciones ya reconocidas por perjuicios que causaron las decisiones del gobierno, sino por los pasivos que eventualmente aparezcan por las mismas causas. Además la devaluación hizo aumentar la deuda en la unidad de cuenta en que el gobierno cobra sus impuestos, el peso. Habrá que llegar a un acuerdo de pagos a muy largo plazo para sanear las finanzas y asegurar un estado solvente. Pero para llegar a esos acuerdos se deberá, al mismo tiempo, ejecutar superávit fiscales (no encubriendo gastos con emisión de deuda) para poder cumplir con los compromisos que se asuman. No será simple, porque las medidas a adoptar provocarán resistencias en quienes quieren seguir recibiendo beneficios del estado y los que quieren que no se aumenten los impuestos. Muchas sociedades en el siglo XX han pasado por conflictos distributivos, pero probablemente ninguna tuvo la reiteración y profundidad de los que ha experimentado la Argentina con sus repetidas devaluaciones. Con la devaluación también perdieron los asalariados, empleados públicos y privados que vieron disminuir catastróficamente sus remuneraciones en términos de su poder de compra. Con ello aumentó la población bajo el nivel de pobreza.

A pesar de este panorama tan difícil, si se transita un camino de solvencia fiscal (lo que quiere decir que no habrá que temer a futuras expropiaciones) puede que el mercado descuente la confianza y vuelvan el ahorro y la inversión, condiciones para el crecimiento. Sólo cuando la gente esté convencida de que podrá gozar sin temores del producto de su trabajo realizará mayores esfuerzos, ahorrará e invertirá en emprendimientos, viejos o nuevos, dando mayores oportunidades de trabajo, aumentando el producto y con ello los salarios y las condiciones de vida de la gente”.

Efectivamente, la crisis argentina de 2001-2002 no terminó de liquidarse. Los saqueos del martes 22de agosto lo ponen dramáticamente en evidencia.

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