Por Hernán Andrés Kruse.-

El viernes por la noche Unidos por la Patria sacudió el tablero político al anunciar con bombos y platillos la conformación de una lista de unidad, anhelada por importantes sectores del peronismo. Finalmente el ministro de Economía, Sergio Massa, logró lo que tanto buscaba: ser el único candidato a presidente por el oficialismo. El candidato a vicepresidente es Agustín Rossi, un dirigente muy ligado al presidente de la nación. De esa manera quedaron truncas las ambiciones presidenciales de Wado de Pedro y Daniel Scioli, quienes hasta minutos antes de las 21 hs. del viernes eran los precandidatos a presidente en representación de Cristina y Alberto, respectivamente.

El escenario electoral había cambiado radicalmente. La imagen de un peronismo fragmentado, deshilachado, entregado, había dado paso a la imagen de un peronismo revitalizado, confiado, entusiasmado. Todo hacía suponer que la fórmula de unidad sería convalidada formalmente en la medianoche del sábado, luego de que Massa y Rossi estamparan las firmas de rigor. Pero siempre nos olvidamos que estamos en Argentina. Siempre nos olvidamos que en nuestra comarca, en materia política, nunca está dicha la última palabra. Faltando escasas horas para la medianoche del sábado el dirigente social Juan Grabois firmó su precandidatura presidencial, acompañado por su precandidata a la vicepresidencia, Paula Abal Medina. En consecuencia, contra el deseo de Cristina, Massa, la CGT, los barones del conurbano y probablemente Alberto y Rossi (antes se habían manifestado a favor de las PASO), habrá una interna dentro del oficialismo.

“En enero de este año anuncié mi precandidatura a presidente con un planteo político claro: si no había un candidato hijo de la generación diezmada que represente con firmeza la defensa de la soberanía nacional y un programa transformador, nosotros estábamos dispuestos a hacerlo. Ayer se anunció la fórmula Massa-Rossi y, como somos consecuentes con nuestras convicciones, hoy junto a Paula Abal Medina asumimos el desafío de competir en las PASO presidenciales en Justa y Soberana dentro de Unidos por la Patria”. Nosotros representamos a esa generación y ese programa”, sentenció el dirigente social. Y agregó: “Nosotros no nos bajamos. Hacemos exactamente lo que venimos diciendo hace meses. Si Wado era candidato a Presidente, lo íbamos a acompañar. Massa ahora es el candidato a Presidente de un sector de Unidos por la Patria” (fuente: Perfil, 24/6/023).

Grabois cumplió con la palabra empeñada. Ahora bien, que lo haya podido hacer pone en evidencia que hay importantes sectores dentro del peronismo (y también de afuera) que están dispuestos a votarlo. Por eso logró los avales necesarios para oficializar su precandidatura presidencial. En consecuencia, el oficialismo pasó de la ansiada fórmula de unidad a una interna cuyo desenlace es, me parece, impredecible. Es cierto que Massa cuenta de entrada con una apreciable ventaja pero cometería un grave error si subestimara a Grabois. El dirigente social, al encontrarse en las antípodas ideológicas del tigrense, planteará una lucha muy dura con el objetivo de recrear, salvando las siderales distancias, la lucha setentista entre la patria peronista y la patria socialista. El duelo entre ambos será, qué duda cabe, inolvidable.

Lo que está aconteciendo en el oficialismo en torno a la candidatura presidencial obliga a rememorar lo que sucedió el 9 de julio de 1988, cuando por primera-y hasta ahora-única vez en su historia, el peronismo eligió su candidato a la presidencia por el voto directo de sus afiliados. Fue el histórico duelo entre los dos pesos pesados del peronismo en aquel entonces: por un lado, Antonio Cafiero, histórico dirigente peronista y en ese momento gobernador bonaerense; por el otro, Carlos Menem, tres veces gobernador de La Rioja.

Ambos tenían en común el haber desafiado al peronismo ortodoxo, al peronismo que, de la mano de Herminio Iglesias y Lorenzo Miguel, había sufrido la primera derrota electoral en octubre de 1983. Junto a otros dirigentes como Carlos Grosso, José Luis Manzano, José Octavio Bordón y José Manuel de la Sota, entre otros, dieron origen a la “renovación peronista” cuyo objetivo era aggionar al peronismo, adecuarlo al nuevo tiempo histórico que había comenzado el 10 de diciembre de 1983, día en que asumió como presidente de la república Raúl Alfonsín. Esa adecuación se tradujo en un acercamiento al gobierno alfonsinista que se materializó, por ejemplo, en el apoyo al plebiscito convocado por Alfonsín para resolver la cuestión del Canal de Beagle y, fundamentalmente, en el apoyo al presidente en aquella caótica Semana Santa de 1987.

En 1985 el alfonsinismo volvió a triunfar en las urnas. Sin embargo, en la provincia de Buenos Aires, pese a perder, la renovación peronista (Antonio Cafiero) sacó más votos que el peronismo ortodoxo (Herminio Iglesias). Era el momento de esplendor de Alfonsín. El plan Austral implementado por Juan Vital Sourrouille había logrado contener la espiral inflacionaria y en diciembre de ese año la Justicia había condenado con severidad a Videla, Massera y compañía por el terrorismo de estado ejecutado durante la dictadura militar. Pero a partir de 1986 el gobierno de Alfonsín comenzó a tambalear, fundamentalmente en la economía. No causó ninguna sorpresa la debacle electoral del oficialismo en las elecciones de 1987, que consagraron a Antonio Cafiero gobernador de Buenos Aires y candidato lógico a la presidencia por el peronismo para las elecciones de 1989.

Lamentablemente para sus aspiraciones presidenciales, Cafiero se encontró con un obstáculo llamado Carlos Menem. Las ambiciones de Cafiero chocaron con las ambiciones del riojano, lo que desembocó en la madre de todas las internas celebrada el 9 de julio de 1988. Mucho se ha escrito sobre esta histórica interna. Buceando en Google encontré un interesante artículo de Maia Jastreblansky publicado en La Nación titulado “Menem-Cafiero 1988: La última gran interna del PJ, una práctica que sucumbió al imperio de la lapicera” (publicado por Eduardo Germán el 10/5/023). Escribió la autora:

“¿Vio lo de Menem, Jorgito? Creo que está para él”. Antonio Cafiero cavila mientras mira por la ventanilla del avión oficial de la provincia de Buenos Aires. “Le va muy bien al Turco, Jorgito-sigue-y por ahí es lo mejor para la Argentina…porque las cosas que se tienen que hacer en el país…no son para mí”. Faltaba poco para la interna y Cafiero le confesó a Jorge Telerman su estado de ánimo. Cafiero, un político ducho si los había, presentía lo que finalmente pasó: Menem lo derrotó en la interna y se consagró candidato presidencial por el peronismo.

El país estaba por asistir a un hecho político inédito. Por primera vez el candidato presidencial del peronismo surgiría de la voluntad de sus afiliados. En efecto, tan extraordinaria fue aquella interna que recién en 2023 podría tener lugar una segunda interna si finalmente hay acuerdo dentro de “Unión por la Patria” para que haya una PASO, aquella creación de Néstor Kirchner.

“En la interna Menem-Cafiero”, narra Jastreblansky, “votaron, el sábado 9 de julio de 1989, 1.544.949 afiliados. El primero se impuso por una diferencia de 121.757 sufragios (53,4% contra 46,6%). El caudillo riojano, un personaje extravagante, esotérico y muy seguro de sí mismo, en muy pocos meses dio vuelta la historia”. Enfrente estaba Antonio Cafiero, claro ganador en las elecciones de 1987 en la provincia de Buenos Aires. Era el candidato “natural” del peronismo para suceder a Raúl Alfonsín, cuyo gobierno, en ese momento, comenzaba a mostrar signos evidentes de deterioro, especialmente en lo económico. Menem, un político astuto y pragmático, era perfectamente consciente de lo que tenía enfrente. Sin embargo, al día siguiente del triunfo de Cafiero en la provincia de Buenos Aires el conurbano apareció empapelado con la foto de Menem y la frase “Ahora unidos, ahora Menem”. Su confianza en la victoria era absoluta.

En aquella época no existían las redes sociales. La campaña electoral se dirimía en la calle. Los candidatos organizaban caravanas populares y su foto aparecía en cada pared del país. Eran otros tiempos, casi prehistóricos si se los compara con los tiempos actuales. Cafiero tenía como jefe de campaña a Enrique “Pepe” Albistur, un histórico publicista del peronismo. En efecto, don Albistur trabajó sucesivamente para Carlos Menem, Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner y Alberto Fernández. El poder de fuego con que contaba Cafiero no amedrentó a Menem. Por el contrario, lo envalentonó. Consciente de la relevancia electoral del conurbano, el riojano estrenó en mayo de 1988 el histórico “menemóvil”, un viejo ómnibus adecuado a las particulares circunstancias del momento. Subido al “menemóvil” don Carlos Saúl recorrió el país saludando a sus seguidores tal como lo hace un pastor con sus fieles. “Síganme, no los voy a defraudar”, era su lema.

Pero Menem no se conformó con utilizar el “menemóvil”. Ya por entonces la televisión se había convertido en un fenomenal elemento de propaganda política. En aquella época no había político que no visitara a Bernardo Neustadt y Mariano Grondona, cuyo programa, “Tiempo Nuevo”, era muy popular. También eran tenidos en cuenta “La Noche del Domingo”, con Gerardo Sofovich, y “Badía y compañía”. También debe agregarse al famoso capocómico Mario Sapag, muy talentoso a la hora de imitar a personajes de toda índole, entre ellos los políticos. Pues bien, su imitación de Menem le vino muy bien, en términos de popularidad, al riojano.

Según Jastreblansky “quienes formaron parte de su campaña creen que Cafiero, en un culto al institucionalismo, le dio demasiadas ventajas al riojano. Y que la primera de ellas fue, justamente, habilitar la interna, cuando la gran mayoría de la dirigencia no discutía su liderazgo. Pero Cafiero estaba demasiado preocupado por evitar fisuras”. Según la periodista “Cafiero soslayó la capacidad de Menem, cuya ambición por llegar a la presidencia era el motor de su vida. Con el establishment, los editorialistas y la estructura partidaria-más la buena sintonía con Alfonsín-el bonaerense daba por descontado que su destino era Balcarce 50”.

Mientras tanto “Menem no perdía el tiempo y siempre estaba de campaña, como cuando se lo veía con traje blanco en la primera fila de un teatro de revistas o cuando lograba que hablaran de él los periodistas de chimentos. Afecto a la clarividencia, no le importaba que lo caricaturizaran por sus patillas anchas ni que lo bautizaran como el curandero gaucho “Pancho Sierra”. De la Sota lo llamó “Madre María”. La prensa lo calificaba de mesiánico, de playboy, de populista, pero él había aprendido a usar esos adjetivos a su favor. El riojano le decía a cada uno lo que quería escuchar y abusaba de las frases ambiguas y los lugares comunes. “Hace falta mucho amor, honestidad, talento y la dosis de audacia necesaria para encarar los problemas más difíciles que puede plantear la vida”, decía en una entrevista con Juan Alberto Badía y Mario Mactas”. Como se dice coloquialmente, Menem tenía calle. Conocía muy bien al pueblo, sabía a la perfección sus necesidades, sus carencias. Sabía muy bien con quién estaba hablando en un cara a cara. Por ejemplo, sabía muy bien lo que tenía que decir cuando era entrevistado por Neustadt y Grondona, o cuando explicaba al establishment lo que pensaba hacer en materia económica. Conocía a la perfección las miserias humanas, las debilidades de los hombres, especialmente las de los poderosos. Era, en ese sentido, un discípulo brillante de su mentor, Juan Domingo Perón.

Cafiero estaba seguro de contar con el apoyo del peronismo de Córdoba, Capital Federal, Río Negro, San Juan, Santiago del Estero, Jujuy, Misiones, Tierra del Fuego, Chubut, Santa Cruz, Salta y Formosa. Según consta en su diario, estaba convencido de que con la provincia de Buenos Aires haría “un paquetazo”. Don Antonio estaba seguro del triunfo. Pero en febrero de 1988 tuvo lugar un acontecimiento que modificó el escenario electoral. Eduardo Duhalde, en ese momento intendente de Lomas de Zamora, decidió militar a favor de Menem. ¿Por qué es pirueta? Muy simple: porque se dio cuenta de que la suerte de Cafiero estaba echada. De esa forma quedó consagrada la fórmula Menem-Duhalde que, al año siguiente, arribaría a Balcarce 50.

Cafiero tuvo más problemas que el riojano para elegir a su compañero de fórmula. Escribe Jastreblansky: “Las 62 Organizaciones querían que eligiera a su par de Santa Fe, José María Tati Vernet. El gesto hubiera significado hacer las paces con el poder sindical del viejo peronismo. Pero una mañana, los “renovadores”·Manzano, De la Sota y Grosso entraron como una tromba en la Ofician de Cafiero en La Plata y, exagerando su rupturismo, lo amenazaron con “hacerle una conferencia de prensa” y dejarlo solo si designaba a Bernet. “Ellos querían que fuera Grosso. Finalmente Cafiero, para no nombrar ni a uno ni al otro, eligió a De la Sota”, recuerda Telerman.

Al descartar a Vernet, las 62 Organizaciones se acercaron a Menem. Fue entonces cuando quedó en evidencia su increíble pragmatismo. Como expresa la autora el riojano no tenía inconveniente alguno en juntar al sindicalismo ortodoxo con la “juventud maravillosa”. Su triunfo estaba a la vuelta de la esquina. El acto de cierre de campaña tuvo lugar en el Monumental de Núñez. Sesenta mil personas escucharon a Menem. Aunque pareciera mentira, Menem se presentaba como un “antipolítico” o, si se prefiere, como un “outsider de la política”, tal como lo hace ahora su émulo Javier Milei.

En ese momento las encuestas de opinión eran tenidas en consideración por los políticos. Cafiero no era la excepción. Albistur rememora la reacción de asombro de Cafiero cuando el encuestador Julio Aurelio le vaticinó una amplia victoria de Menem. Ante semejante panorama Albistur le aconsejó aplazar la elección con el objetivo de ganar tiempo para repuntar. Quien lo hizo no fue Cafiero sino Menem, con el evidente propósito de aumentar los números favorables de las encuestas. Finalmente, la interna tuvo lugar el 9 de julio. Consumada la victoria el riojano quedó a un paso de la Casa Rosada. Al día siguiente todo el staff cafierista se hizo menemista.

La madre de todas las internas fue desmenuzada no sólo por los analistas políticos vernáculos sino también por varios analistas políticos del exterior. Tal el caso de Joaquín Baeza Belda (Universidad de Salamanca, España) quien en 2010 publicó un ensayo titulado “Una sorprendente victoria: Menem y su red de apoyo en las elecciones internas del peronismo en 1988” (HAOL, Núm. 22 (Primavera, 2010), 33-44). A continuación paso a transcribir algunos párrafos del trabajo donde el autor procura explicar las razones del triunfo de Menem.

“Cuando el 7 de septiembre de 1987, el día siguiente de la gran victoria de Cafiero, Buenos Aires apareció cubierta de carteles con la leyenda “Menem presidente”, muchos sonrieron ante lo que parecía una fanfarronada más del político riojano. Pero nada más lejos: guiado por su olfato político, aprovechó las oportunidades de la coyuntura y las debilidades de su rival para lograr un resultado sorprendente. El 9 de julio de 1988 Menem conseguía la victoria y la candidatura a presidente obteniendo un 54% de los votos. La pregunta a realizarse ahora es, obviamente, qué factores lograron revertir una situación tan poco propicia. Para algunos autores, la clave se encuentra en que se produjo un corte socioeconómico en el electorado, por el cual las clases medias y sectores más acomodados habrían votado a Cafiero, mientras que Menem había basado su triunfo sobre los grupos más postergados. Así lo creía, por ejemplo, Ernesto López: “Sin prejuicio de aceptar el veredicto de los estudios sistemáticos que seguramente vendrán más adelante sobre este tema, puede decirse ahora que Menem ganó con el pobrerío, que obtuvo el apoyo de la gente de más abajo, de los excluidos del mundo del trabajo y del consumo”. O Hugo Chumbita, más atento a las cuestiones simbólicas: “En el dilema de la interna hubo un corte social, que guarda relación con la imagen de clase que proyectaron los miembros de los dos binomios presidenciales. Menem y Duhalde llegaron a la sensibilidad popular (…) preservando un valor inusual, una esencial humildad. La indigencia de Menem, real o supuesta, fue un crédito que lo acercó al sentimiento de la base. También es importante observar que la figura de Menem es la de un candidato que surge de una provincia pobre, que encarna otra visión del país centrada en el interior”.

Es cierto que el mensaje emotivo y sencillo de Menem iba destinado a calar entre los sectores pobres y los más afectados por la crisis y que, sin duda, buena parte de su apoyo lo recibió dentro de esos grupos. Pero la explicación basada en el clivaje social se presenta insuficiente si atendemos a los resultados de las elecciones. Como señalaba Mario Wainfeld: “Si así fuera, habría que preguntarse si el 46% del peronismo es “clase media”, lo que contradice viejos prejuicios al respecto. También habría que pensar quién sintetizará esas dos realidades o si ambas seguirán confrontando… Además lo del “corte social” no alcanza para explicar algunos guarismos: los de la Patagonia (70% para Menem), los de San Juan y Mendoza (casi 80%), el casi 50% de Capital, donde pobres y marginados no debieran ser tantos”. Dicho en otros términos, lo que estos números nos indican es que los apoyos sociales a ambos candidatos fueron heterogéneos y mixtos, resultando muy difícil explicar cifras como ese 80% alcanzado en provincias como Mendoza (no precisamente una de las más pobres) atendiendo exclusivamente a las diferencias sociales.

La victoria menemista también ha sido estudiada a partir de los errores de la Renovación. En este texto no hemos podido desarrollar una historia pormenorizada de esta línea, pero ya hemos hecho referencia a las contradicciones y ambigüedades que albergó en su seno y a los numerosos cambios y vaivenes en su formación, hechos que sin duda contribuyeron a su derrota. De hecho, como muestra de esas ambigüedades, los cuatro candidatos en liza en 1988 habían sido o seguían siendo referentes de la Renovación, ya que tanto Menem como su compañero Duhalde fueron importantes integrantes de esa línea en sus inicios. Dentro de este grupo de teorías, algunos autores criticaron a la Renovación por elegir una fórmula excesivamente “pura”, sin respetar los difíciles equilibrios y sensibilidades del movimiento y sin incluir en la fórmula a otras tendencias.

En realidad, los cafieristas pensaron en un inicio en José María Vernet, ex gobernador de Santa Fe y hombre vinculado a la ortodoxia sindical, como segundo en la fórmula, pero se decantaron finalmente por José Manuel De la Sota, cordobés y hombre del círculo cercano a Cafiero. De haber influido realmente este aspecto, fuera con Vernet o con cualquier figura equivalente, la solución podría haber sido igualmente contraproducente para la Renovación y el mensaje que quería ofrecer, al acordar de nuevo con aquellos a los que en teoría quería desbancar. Al menos así pensaba Wainfeld al señalar que “era [la de Vernet] una alternativa riesgosa: desdibujar la Renovación, poner en entredicho sus mejores planteos. A decir verdad, no está claro que eso hubiera cambiado el score”. Siguiendo con las deficiencias de la Renovación, Chacho Álvarez opinaba, por ejemplo, que “a la renovación le había faltado pasión. Algún sucedáneo más noble de la mística de una década atrás. Se requería de un salto menos brusco y pragmático entre el militante heroico de la entrega total y el nuevo modelo de funcionario enamorado de los atributos formales del poder”. Vicente Palermo iba incluso más allá afirmando que la victoria de Cafiero era imposible dado el juego de poder existente en el peronismo y que la Renovación perdió precisamente por sus virtudes y por haber sido consecuente con sus principios, buscando al mismo tiempo mayor democracia interna y unidad.

Además, pese a las apariencias, el aparato cafierista y su control del partido era mucho más precario de lo que cabría pensar. Como ha señalado Steven Levitsky: “En la práctica, la organización del PJ nunca asimiló a la estructura burocrática delineada en los nuevos estatutos. En muchos aspectos, los renovadores no se esforzaron demasiado para cambiar el modo de funcionamiento del PJ. (…) El PJ posterior a la Renovación seguía careciendo de una burocracia central eficaz, capaz de disciplinar o controlar las organizaciones de menor nivel”. Este tipo de explicaciones, a las que no les falta valor explicativo, entroncarían con un factor externo al peronismo, pero que devino crucial para entender el ascenso del fenómeno menemista: la crisis económica y el final de la llamada ilusión democrática. Como ya dijimos, a la altura de 1988 el gobierno de Alfonsín había agotado ya todo su impulso e iniciativa: los juicios habían sido frenados por las presiones y levantamientos militares, con los que obtuvieron las leyes de obediencia debida y punto final; mientras, a pesar de los primeros éxitos del Plan Austral, la situación de la economía argentina se tornaba cada vez más grave, sepultada por el peso de la deuda externa y una inflación que trepaba incontrolable.

El deterioro económico iba más allá de lo material: Alfonsín había logrado suscitar la esperanza y la ilusión de los argentinos, a la salida de la dura y larga dictadura, prometiendo que con la democracia se comía, se educaba, se curaba. Cinco años más tarde los resultados resultaban demasiado magros y cundía el desencanto ante las posibilidades de una democracia y de un Alfonsín con cada vez menos espacio político. El gradual desprestigio y falta de credibilidad en la política arrastrarían no sólo al gobierno, sino que afectarían también a los renovadores, que aparecían ante la sociedad como demasiado cercanos al alfonsinismo. No era, en verdad, una apreciación incorrecta: desde sus inicios, uno de los retos de la Renovación había sido distanciarse tanto del discurso del peronismo ortodoxo como del radical. Pero a fines de 1987, con los renovadores compartiendo ya responsabilidades de gobierno tras sus triunfos electorales y conscientes de la gravedad de la situación, apostaron por ofrecer una imagen de oposición responsable, privilegiando los acuerdos y los pactos de gobernabilidad con el oficialismo. Como describe Aboy Carlés: “Tras haber infligido una derrota electoral al alfonsinismo, los renovadores liderados por Cafiero vieron llegado el momento de abrir un proceso de negociación interpartidaria (…). Es así como la UCR y el PJ ensayaron entre los meses que siguieron a las elecciones de 1987 y hasta las elecciones internas del justicialismo de julio de 1988, una política de colaboración (…). Tras una serie de encuentros que incluyeron a los propios Cafiero y Alfonsín, el PJ y la UCR acordaron un nuevo paquete de medidas impositivas en diciembre de 1987 (…). En los meses siguientes, radicales y justicialistas continuaron su colaboración legislativa, aprobando conjuntamente diversos proyectos de ley”.

Esa actitud, si bien responsable teniendo en cuenta la fragilidad de la democracia, fue altamente perjudicial para sus intereses, al compartir el desgaste de la crisis con el gobierno. Menem, en cambio, supo escapar de esas críticas, situando su lugar de enunciación en las arenas de lo extra-político. Desde esa posición pudo identificar a Cafiero con Alfonsín y lanzar sus críticas a ambos: “Y si hay alguien a quien se le puede calificar de alfonsinista, porque evidentemente es la misma propuesta económica, es al compañero y amigo Cafiero”. En realidad, Menem era todo lo contrario a un outsider: era un político de larga trayectoria, que ya había ejercido el cargo de gobernador de La Rioja durante el periodo 1973-1976, cargo que repetía desde 1983, y que en los primeros años de retorno a la democracia era, curiosamente, el justicialismo más cercano a Alfonsín. Pese a ello, el de Anillaco supo desmarcarse de esas ataduras, ofreciendo una imagen cercana y campechana, más propia de un personaje de la televisión y del mundo de los famosos que de la política. Y gracias a ello, como señala Álvarez, podía evitar verse salpicado por el desprestigio de la figura: “La figura de Menem circula por una avenida distinta a la que transita el grueso de la clase política, por eso no es juzgado con la misma lógica que se utiliza para elogiar o criticar las acciones de cualquier otro dirigente”.

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