Por Jorge Raventos.-
La Argentina venía en las últimas semanas surfeando una atmósfera de cierta incertidumbre financiera. Ansiedad de los mercados. La tendencia a la libertad económica, la desregulación y la inserción en el mundo, que pareció afirmarse durante los primeros meses de gestión de Milei, depende casi exclusivamente del vínculo entre el Presidente y la opinión pública.
No hay estructuras políticas sólidas que le den sustento, Y, si bien aquel vínculo mantiene vitalidad, las encuestas de opinión indican que atraviesa un tramo de decaimiento y cualquier traspié en materia de inflación -el puntal decisivo de la gestión presidencial- podría traducirse en un deslizamiento mayor. Cualquier variación en la relación peso/dólar tiende a reflejarse en los precios de productos y servicios.
Sucede que la escasez de dólares y la constante pérdida de reservas del Banco Central en las últimas semanas alentaron rumores de devaluación que ni siquiera amainaron después de que el gobierno consiguió que la Cámara de Diputados aprobara y diera carta blanca a las negociaciones con el FMI, lo que convierte en una certeza la concesión de un préstamo “sustancioso”. Ocurre que para que se concrete esa operación faltan unas dos semanas y ese tiempo parece una eternidad.
“Ahora lo más importante es cerrar el acuerdo con el Fondo. Hasta que no se cierre el acuerdo y no sepamos especialmente cómo se modifica la política cambiaria, Argentina no va a tener tranquilidad financiera”, resumió Gabriel Rubinstein, el ex número 2 del ministerio de Economía con Sergio Massa. Es que a la incertidumbre doméstica se ha sumado .el clima de estupefacción creado por las medidas que viene adoptando el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. “Ahora hay que esperar a que calme la tormenta, reflexiona Rubinstein. Es difícil prepararse activamente. Tenemos una parte financiera que nos afecta bastante, está subiendo el riesgo de los países emergentes, y Argentina sube más y eso nos aleja la posibilidad de ir a los mercados para refinanciar las deudas”.
El efecto Trump se sobreimprime así en los problemas domésticos. El estilo de la nueva presidencia Trump, al determinar el rumbo del poder político en el centro del sistema global, adelanta un saldo de ganadores y perdedores y gesta una nueva etapa en las relaciones internacionales.
Aunque la presencia de China como gran potencia hace que el planeta no responda en estos momentos a una situación unipolar (como ocurrió en los años 90 del siglo pasado, tras la disolución de la Unión Soviética), Estados Unidos sigue siendo la principal potencia del planeta, por su influencia, su capacidad militar y su superioridad en el desarrollo de alta tecnología pese al decaimiento sufrido durante la presidencia Biden
En el discurso en que celebró su victoria, Trump había señalado que volvía a la presidencia con un “mandato poderoso y sin precedentes”. No se equivocaba.
Trump amplió el electorado republicano en los sectores urbanos de trabajadores blancos, latinos y afroamericanos, triunfó en el voto popular y bajo su liderazgo del Partido Republicano no sólo obtuvo la mayoría de electores indispensable para definir la presidencia, sino que consiguió el control de ambas cámaras del Congreso. El tercer poder, el judicial, ya contaba con una mayoría conservadora en la Corte Suprema, consolidada en el gobierno anterior de Trump.
La sociedad votó masivamente y ejercitó la democracia dándole a Trump un poder de enorme extensión. Eso incentiva la ruptura de un sistema de equilibrio (bipartidario y de poderes) que estimulaba la búsqueda de negociación y acuerdos. Trump gobierna principalmente por órdenes ejecutivas, ejerciendo el decisionismo habilitado por el poder presidencial basado en su amplia apoyatura democrática.
Las elites cosmopolitas de Estados Unidos se muestran reactivas a ese poder y, aunque se muestran intimidadas por él, mantienen su capacidad de difundir interna y externamente su escepticismo y sus reparos. La cúpula de la Unión Europea tiene sus propias razones para estar decepcionada ante el vigor disruptivo del Presidente norteamericano que les aplica aranceles, asume la batuta para imponer un proceso de paz entre Rusia y Ucrania que no atiende demasiado al viejo continente y que opina abiertamente sobre la política interna de sus países en un momento en que las naciones más fuertes de la Unión, Alemania y Francia, afrontan crisis políticas y se debaten ante el prolongado parate de sus economía, agravado por la crisis energética que es un subproducto de la guerra entre Rusia y Ucrania.
Trump presiona a Ucrania para que ponga fin rápidamente a la guerra, amenaza con retirar la ayuda estadounidense si Kiev no acepta hacer concesiones territoriales pues cree que Ucrania debería resignar parte de su territorio a cambio de la paz.
Europa entiende que deberá llenar a costo propio las necesidades de su defensa lo que implica poner su propia economía en pie de guerra, un esfuerzo grande que empuja a los electorados varios grados a la derecha.
La política económica que Trump sostiene aspira a repatriar empresas industriales de capital estadounidense instaladas en otros países y a acoger empresas extranjeras que, si quieren vender en Estados Unidos, acepten producir y dar trabajo en Estados Unidos.
El instrumento principal es la imposición de aranceles “recíprocos” a todos los países que exportan a Estados Unidos, particularmente altos para quienes mantienen a su favor el balance comercial. China es el objetivo principal de esa política, pero no el único.
Sabemos ya que del lado chino hay medidas de respuesta. Y que Trump las ha revirado con aun más incrementos arancelarios. En 2019, cuando Trump en su presidencia anterior decidió medidas comerciales que perjudicaban a la República Popular, China respondió con contramedidas. Según el Departamento de Agricultura norteamericano, las exportaciones agrícolas de Estados Unidos perdieron 27.000 millones de dólares entre mediados y fines de 2019. De ese total, 95% de la caída se debió a China.
Las primeras consecuencias de las actuales medidas unilaterales de Trump han sido billonarias caídas en las bolsas de todo el mundo, empezando por las norteamericanas y una oleada de incertidumbre y pesimismo en los mercados del mundo. Trump comprendió que necesitaba arengar a la sociedad americana: “No sean débiles, no sean estúpidos. La grandeza viene con valentía”.
La tensión que generan las medidas de Trump y la primera respuesta china inducen a muchos analistas a refirmar la conjetura de una nueva versión, recalentada, de la guerra fría. Sin embargo, en la lógica de Trump para Estados Unidos es importante –política y económicamente- no comprometerse en conflictos bélicos y dedicar los mayores esfuerzos al crecimiento, la creación de empleo y el sostenimiento estratégico del orden mundial y la seguridad nacional de los Estados Unidos.
Pragmático, Trump no ve en el gobierno chino un enemigo a aniquilar, sino un competidor al que hay que esforzarse en seguir superando pero con el que no hay mejor alternativa actual que negociar para cogerenciar el orden planetario.
Los grados de vinculación entre sus economías, sus desarrollos tecnológicos y sus finanzas (inversión externa de Estados Unidos en China, tenencia china de bonos del Tesoro de Estados Unidos, que se calcula en 800 mil millones de dólares, cotización de empresas chinas en la Bolsa de New York) son incentivos a la búsqueda de cooperación aunque no eliminan la competencia estratégica.
Conviene no olvidar que Trump ya llegó a un acuerdo con el presidente Xi Jinping: fue seis años atrás, en octubre de 2019; entonces China se comprometía a eliminar en tres años el superávit comercial con EE.UU. pese a que, en ese lapso, se mantenían las sanciones comerciales que EE.UU. le había impuesto. Desde entonces, China creció mientras Estados Unidos se debilitaba internacionalmente bajo el gobierno demócrata, por eso Trump necesita ahora más vigor para recuperar terreno. Y esa energía desatada en estas pocas semanas de ejercicio parece traducirse en un gran desorden bajo los cielos.
En la Argentina el triunfo de Trump fue correctamente interpretado como una victoria de Javier Milei. El presidente argentina apostó por Trump mucho antes de que éste se asegurara la victoria electoral del último año.
En cualquier caso, si bien se mira, las coincidencias entre Milei y Trump no son ilimitadas. Mientras el argentino ha convertido la lucha contra el déficit fiscal en cuestión prioritaria, Trump siempre ha gobernado con déficit y esta vez no dejará de hacerlo, aunque programa un fuerte recorte de grasa burocrática con medidas de desregulación que ha encargado a Elon Musk. La presencia de Musk y el respaldo de otros grandes empresarios tecnológicos en la administración norteamericana es significativa. Subraya el compromiso de Trump con la alta tecnología, instrumento para dotar de eficiencia el renacimiento productivo y el predominio estadounidense que el Presidente americano se propone.
Hay claras coincidencias en la suspicacia de ambos ante las corrientes ambientalistas dominantes y los programas transnacionales de combate al cambio climático. También en su escaso afecto por lo que en Estados Unidos llaman “pensamiento woke”, una línea de pensamiento progresista teñida con los colores del arco iris a la que Milei le dedicó su catilinaria en el último Davos.
Más allá de encuentros y diferencias circunstanciales, lo que merece destacarse es que Milei apostó tempranamente a Trump y eso le ha valido una cercanía que lo distingue en la política continental y que es una carta importantísima para un presidente como el argentino que gobierna sin estructuras políticas, territoriales e institucionales sólidas y confiables.
En ese sentido, habría que destacar el dato común del hiperpresidencialismo, que ambos mandatarios ejercen: Trump tuvo en su primer mandato que circunscribirlo por las restricciones clásicas de la democracia bipartidaria norteamericana, límites que ahora se diluyen con el respaldo de ambas cámaras del Congreso.
El hiperpresidencialismo de Milei, a su vez obstaculizado por su escasa fuerza territorial y parlamentaria, ha sido estimulado por otros factores: su persistente apalancamiento en la opinión pública, las vacilaciones de gobernadores y opositores legislativos y, más ampliamente, la disgregación del viejo sistema político y la ausencia de una fuerza alternativa de rasgos superadores, no restauradores.
En fin, Milei tiene razones para su euforia trumpista: la Casa Blanca es un apoyo firme para la Casa Rosada y eso alimenta la idea de que Trump dará una mano para mejorar la ayuda que vendrá del Fondo en las próximas semanas. Por encima de eso, si se quiere, la intuición de que se abre una era de enorme dinamismo en la historia mundial que coincide con la reconfiguración política y la apertura de nuevas posibilidades para Argentina.
A principios de la década del 90 del siglo pasado el final de la guerra fría con la derrota soviética, la disolución de la URSS y el avance de la globalización, abrió una etapa de reconfiguración mundial a la que Argentina, con la conducción de Carlos Menem, se asoció con audacia.
Ahora estamos ante otro de esos desafíos, que son oportunidades.
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