Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 17 de agosto Infobae publicó un artículo de Fernando González titulado “La “democracia plebiscitaria”, una idea de Menem que vuelve con Milei”. En su escrito el columnista político destaca las similitudes del libertario con el ex presidente Carlos Menem y el rol que jugó Alberto Benegas Lynch (h) tanto en la alianza entre la familia Alsogaray y Menem en 1989, como en la buena relación del libertario con el ex presidente Mauricio Macri. Confieso que con la lectura de la nota de González me enteré de las habilidades políticas del creador del ESEADE.

Benegas Lynch (h) se hizo popular el domingo 13 de agosto cuando Milei, casi en éxtasis, lo nombró mientras hablaba ante un auditorio enfervorizado. A fines de los ochenta Benegas Lynch (h) propició la alianza entre la Unión del Centro Democrático y el peronismo encabezado por Carlos Menem, que el año anterior había derrotado al peronismo alineado detrás de la figura de Antonio Cafiero. Es probable que Benegas Lynch (h) haya creído en aquel momento que con esa alianza el liberalismo que defendió desde que nació sería llevado a la práctica por Carlos Menem. Pero el riojano se limitó a imponer la “economía popular de mercado” y no por una sugerencia de Benegas Lynch (h), sino porque era la única opción que le quedaba para no quedar fuera del nuevo orden mundial surgido luego de la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética.

Consciente de la enorme resistencia que provocaría no sólo entre los legisladores de la oposición sino entre los legisladores propios su decisión de llevar a la práctica la privatización de las empresas del Estado y otros proyectos de esa índole, Menem los amenazó con lograr la aprobación de las leyes que necesitaba a través de plebiscitos, es decir a través de la convocatoria del pueblo para que se expresara a través de las urnas si estaba o no de acuerdo con tales leyes. Tal amenaza surtió el efecto esperado ya que el proceso de privatizaciones y la reforma del estado fueron aprobados por abrumadora mayoría en ambas cámaras. La misma estrategia empleó años más tarde para “convencer” a Alfonsín que lo apoyara en su proyecto de reforma de la constitución, lo que derivó en el histórico pacto de Olivos de fines de 1993 que le permitió al riojano obtener la reelección en 1995.

El plebiscito es una estrategia propia de los regímenes políticos conducidos por un líder carismático, por un caudillo que basa su poder en una rígida relación de mando y obediencia. Al convocar a un plebiscito el caudillo obliga al pueblo a inclinarse por el “sí” o por el “no”, a estar a favor de él o en su contra. Al convocar al plebiscito el caudillo toca las fibras más íntimas del pueblo, intenta convencerlo de que un “sí” sería fundamental para su gobierno y para el país, mientras que un “no” implicaría caer en lo más profundo del abismo. Al convocar al plebiscito el caudillo se dirige al corazón de los gobernados, no a su cerebro. Por eso es tan peligroso.

Hagamos volar nuestra imaginación. Javier Milei se sienta en el sillón de Rivadavia (*) el 10 de diciembre. El primer proyecto de ley que envía al congreso es el de dolarización. Pese a obtener una clara victoria carece en ambas cámaras de mayorías propias, lo que dificulta sobremanera su aprobación. Entonces advierte a los legisladores que si no lo aprueban convocará a la población a un plebiscito para que se expida sobre el asunto. La oposición no da el brazo a torcer, lo que obliga a Milei a cumplir con su amenaza. Por un lado, Milei se vale de su carisma para tratar de convencer a los argentinos que la dolarización es la única manera de erradicar definitivamente el flagelo de la inflación. En la vereda de enfrente la oposición hace todo lo que está a su alcance para tratar de convencer a la población que con la dolarización su nivel de vida quedará hecho añicos. Los argentinos nos vemos obligados, por ende, a decidir por “sí” o por “no” sobre una cuestión muy delicada, muy compleja desde el punto de vista técnico y que, de aprobarse, repercutirá para siempre sobre nuestras vidas. El “sí” gana cómodamente gracias a la capacidad del libertario para manipular el factor irracional de las personas. Milei se salió con la suya.

A continuación paso a transcribir partes de un ensayo de Mario D. Serrafero (Universidad de Buenos Aires) titulado “Max Weber y la democracia plebiscitaria” (Revista Internacional de Sociología, 2017).

LA DEMOCRACIA PLEBISCITARIA

“Weber diferenciaba entre la democracia de jefes y la democracia sin jefes, esta última “caracterizada por el esfuerzo por aminorar la dominación de unos hombres sobre otros”. Planteó en diferentes escritos los contornos de la democracia plebiscitaria dentro de la especie de dominación carismática. Señalaba: “La democracia plebiscitaria -el tipo más importante de la democracia de jefes- es, según su sentido genuino, una especie de dominación carismática oculta bajo la forma de una legitimidad derivada de la voluntad de los dominados y sólo por ella perdurable. El jefe (demagogo) domina de hecho en virtud de la devoción y la confianza personal de su séquito político. En primer lugar, sobre los adeptos ganados a su personal, cuando éstos, dentro de la asociación, le procuran la dominación” (Weber). Esta democracia implicaba una dominación carismática bajo la forma de una voluntad derivada de los dominados. La devoción y confianza de aquéllos la hacía posible y sólo perdurable por su voluntad. Cuando Weber ilustra con ejemplos históricos quiénes estarían bajo esta categoría, la lista es amplia, pues engloba dictadores, revolucionarios, demagogos y hasta dictadores o funcionarios municipales, basta que exista un “reconocimiento plebiscitario” del jefe para ingresar en la categoría. Señala: “El tipo lo dan los dictadores de las revoluciones antiguas y modernas; aisymnetas, tiranos y demagogos griegos, en Roma Graco y sus sucesores, en las ciudades italianas los capitani del popolo y burgomaestres, en Alemania la dictadura democrática de Zurich, en los estados modernos la dictadura de Cromwell, los gobiernos revolucionares y el imperialismo plebiscitario en Francia.

Siempre que hubo un intento de legitimar esta forma de gobierno se buscó hacerlo por medio del reconocimiento plebiscitario del pueblo soberano. El personal del cuadro administrativo fue reclutado carismáticamente de entre los plebeyos capaces, con Cromwell considerando su calificación religiosa, con Robespierre teniendo en cuenta ciertas cualidades ‘éticas’ junto a la confianza personal que inspiraba, con Napoleón por la exclusiva consideración de su capacidad y utilidad para los fines de la imperial ‘dominación del genio’. En el punto culminante de la dictadura revolucionaria tiene el carácter de una administración por medio de puros mandatos ocasionales y revocables (así la administración de comisarios en la época del Comité de Salud Pública). Así el dictador municipal, que alcanza gran significación por obra de movimientos de reforma, se hizo conceder el libre nombramiento de sus auxiliares. La dictadura revolucionaria ignora de igual manera tanto la legitimidad tradicional como la legalidad formal” (Weber). Esta democracia tiene un fuerte contenido “emotivo”. Dice Weber: “Es característico de la democracia de caudillaje en general el carácter emotivo y espontáneo de la entrega y confianza en el líder, de que suele suceder la inclinación a seguir como tal al que aparece como extraordinario, al que promete más, al que actúa con medios más intensamente atractivos. La traza utópica de todas las revoluciones tiene aquí sus fundamentos naturales. También están aquí los límites de racionalidad de esta administración en la época moderna -pues tampoco en Norteamérica respondió siempre a las esperanzas”.

La confianza se deposita en quien se le atribuyen poderes extraordinarios o bien actúa como demagogo o una suerte de ilusionista recurriendo a mecanismos de atracción o seducción. Y en Weber se repite cierta vinculación entre caudillaje, utopía y revolución; y resulta coherente justamente porque al líder se le atribuyen cualidades extraordinarias que pueden, en definitiva, superar o ir más allá del statu quo. La dominación carismática al exigir la “prueba” de las dotes especiales del líder implica que se deposita un control directamente en manos de los seguidores. Si éstos son defraudados el líder carismático dejará de ser la persona de confianza y hasta podrá producirse su caída. Esto es asimilable a lo que hoy llamaríamos una accountability vertical. Es que los actos del líder carismático tienen consecuencias y serán responsables entonces por el bienestar o no de los seguidores. La elección del líder por el pueblo y su responsabilidad formaban parte de una versión de la democracia expuesta crudamente en conversación con Ludendorff. Le dice Weber: “In a democracy the people choose a leader in whom they trust. Then the chosen leader says, ´Now shut up and obey me´. People and party are then no longer free to interfere in his business. Later the people can sit in judgment. If the leader has made mistakes – to the gallows with him!” (Gerth y Wright Mills). Pero mientras los líderes gozan de tal confianza su posición es distinta a la de un funcionario y, en este plano, gozan de mayor discrecionalidad y se torna más difícil el ejercicio de la accountability horizontal, sobre todo, teniendo en cuenta el marco carismático en que desenvuelven su actuación. Esta característica es muy importante pues remite a un modo de gestión y ejercicio del poder. Weber remarca esta diferencia respecto del funcionario electo y dice: “el funcionario se comportará en todo como mandatario de su señor -aquí, pues, de los electores-, y el caudillo, en cambio, como responsable exclusivamente ante sí mismo, o sea, mientras aspire con éxito a la confianza de aquéllos, actuará por completo según su propio arbitrio (democracia de caudillo) y no, como el funcionario, conforme a la voluntad, expresada o supuesta (en un ‘mandato imperativo’), de los electores”.

Esta diferencia entre la accountability vertical y horizontal no aparece expresamente en Weber, pero puede inferirse de su conceptualización de la dominación carismática y resulta útil para comprender los procesos democráticos actuales. Cabe traer aquí otro término utilizado por Weber: el cesarismo. Aparece mencionado en varias situaciones y contextos, por ejemplo para referirse al predominio de Bismark. Pero a partir de 1913 deja de tener una connotación cuasidictatorial y refiere a la figura del genio y a cierta conexión con las estructuras democráticas (Breuer). Para Weber se basaba principalmente “en la posición ocupada por el ‘César’ en cuanto hombre de confianza de las masas (del ejército o de los ciudadanos) desligado de toda tradición, en cuanto soberano ilimitado y jefe de un cuadro de oficiales y funcionarios altamente calificados, seleccionados libremente por él sin atender a la tradición o a otras consideraciones. Este ‘dominio del genio personal’ está, sin embargo, en contradicción con el principio formalmente ‘democrático’ de la burocracia electiva”. Nos encontramos aquí frente a la figura del genio y, según los autores, este cesarismo podía tener distintos signos, así Gramsci distinguía entre un cesarismo progresista representado por ejemplo por César y Napoleón Bonaparte y un cesarismo reaccionario ejemplificado en Napoleón III”.

UNA VUELTA DE TUERCA A SU DEMCORACIA PLEBISCITARIA

“Weber, en “La futura forma institucional de Alemania” ya abandona la preferencia por el parlamentarismo y piensa en alternativas institucionales. Descree del Parlamento, de la supremacía prusiana y no ve otra alternativa que la forma republicana. Reflexiona sobre el Estado unitario o el federal, y sobre el Bundesrat y la jefatura del Estado como contrapesos del poder prusiano. Respecto de la Cámara Alta piensa en un Consejo de Estados o en una Cámara Federal y en cuanto al reemplazo del Kaiser dice que tiene que ser una persona electa por el Parlamento o por el Pueblo. En definitiva, su propuesta es una República Federativa, con un presidente electo aunque sin definirse la forma de esta elección. Weber da un paso definido respecto de su propuesta institucional de democracia plebiscitaria en 1919, en “El presidente del Reich”. Quería evitar la elección indirecta del presidente a través del Bundesrat, los notables y los “viejos políticos profesionales”, la mala calidad que tendría un Parlamento compuesto por empleados de las corporaciones o la preeminencia de Prusia en la designación de las autoridades y funcionarios. En este sentido señala que: “Sólo un presidente del Reich apoyado por millones de votos puede disponer de la autoridad necesaria para encauzar la socialización, que no puede por cierto ser realizada mediante disposiciones legislativas, sino que depende en todo y para todo de una administración rigurosamente unitaria. Socialización significa administración”. Para Weber se trataba de dar al presidente suficiente poder para que la administración pudiera actuar contra las corporaciones. La representación proporcional iba a llevar a un sistema donde los distintos grupos corporativos pusieran empleados en el Parlamento actuando a través de una suerte de “voto imperativo”.

El Parlamento se transformaría en un “órgano corporativo” integrado por “hombres mezquinos y mediocres” perdiendo así el Parlamento su función de seleccionar a los dirigentes políticos. Dice Weber: “el parlamento debe reconocer la carta magna de la democracia: el derecho a la elección directa del jefe”. En primer lugar, entonces, la democracia debe contar con un jefe cuya fuente de legitimidad sea el propio pueblo. Pero Weber avanza mucho más en ese artículo, expresa: “un presidente electo por el pueblo que sea el jefe del poder ejecutivo, del aparato de control administrativo y que posea el derecho a un eventual veto suspensivo y el poder de disolver el parlamento, además de estar autorizado a convocar a un plebiscito, representa el baluarte de la auténtica democracia, que no significa impotente renuncia ante la confusión, sino sumisión a un jefe elegido por ella misma”. Podría pensarse que la elección popular directa de un jefe-presidente, no implica mayores modificaciones de sus ideas proparlamentarias. No parece que sea así. En primer lugar el pueblo que sólo “piensa hasta pasado mañana” (en el marco de sus ideas parlamentarias), aparece revalorizado en su elección del jefe. El presidente-jefe, se impone sobre el parlamento al cual puede disolver y comanda la burocracia. Está ubicado en la cúspide del poder. El cuadro de este nuevo esquema de gobierno sería: la legitimidad del sistema ubicada en el Presidente elegido directamente por las masas; su eficacia en el poder que reviste y que le otorga el apoyo popular, y en la conducción suprema de la burocracia; la estabilidad garantizada a través del presidente que no necesita el acuerdo de los partidos ni del Parlamento y, por tanto, no le afectarían las rupturas de coaliciones partidarias.

Los actores políticos principales que tejen el juego institucional son: el jefe y las masas; los actores políticos relegados: el Parlamento que debe perder poder y la burocracia que debe ser comandada por el jefe; y el actor político temido: el partido político. Si el parlamentarismo era un esquema que atenuaría el peligro del “fuerte predominio en la política de los elementos emocionales”, la forma plebiscitaria llamada “auténtica democracia” contendrá fuertes elementos “emotivos”. No se trata por lo tanto de un esquema mixto, sino de dos arquitecturas distintas –sobre todo si consideramos el texto de “El Presidente del Reich”-, conformadas, eso sí, con las mismas piezas (por ejemplo, en el modelo plebiscitario no desaparecen ni el Parlamento ni los partidos políticos). Y a ese cuadro debería añadirse las consideraciones del autor sobre determinados atributos de la dominación carismática -vistos anteriormente- sobre los cuadros administrativos y la justicia. El planteo de democracia plebiscitaria que hará finalmente Weber tiene como destinatario a Alemania y esto por su especial situación. En primer lugar, la tradición política de un Parlamento prácticamente inexistente y una burocracia muy profesionalizada, en segundo lugar la situación de crisis y el contexto de emergencia que implicó la Gran Guerra y la necesidad de un nuevo orden político para Alemania, y en tercer lugar lo que cabría esperar del estado en que partiría la reconstrucción política alemana: ausencia de políticos profesionales de vocación, probable dictadura del “populacho”, parlamento dócil e ineficiente para la selección de los dirigentes, partidos políticos representantes del viejo orden. Ante tal contexto, ni el gobierno colegiado ni el jefe elegido por el Parlamento eran salidas viables para recuperar la economía alemana y construir una “democracia progresista (económica y política)”. La conjunción presidente-masas sería un contrapeso a la primacía de los notables y a un probable Parlamento corporativo. La presidencia serviría como base de unidad del Reich contra las tendencias particularistas. Base política fuerte y estable que requeriría, además, la colaboración comprometida de los empresarios y la burguesía económica”.

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