Por Hernán Andrés Kruse.-

Las cámaras de televisión registraron el frenesí que imperó en el bunker de La Libertad Avanza el domingo 13 luego de confirmarse su histórica victoria. Al hacer uso de la palabra el libertario afirmó que la elección que acababa de finalizar señalaba el fin del kirchnerismo y fundamentalmente de la casta política, a la que tildó de ladrona, parasitaria e inútil. Los políticos, sentenció, lejos de ser la solución, son el problema. También hizo alusión, sin nombrarlos, a aquellos periodistas comprados por la casta política. Pero lo más impactante de su discurso fue, a mi entender, cuando vociferó lo siguiente: “Estamos ante el fin del modelo de la casta, basado en esa atrocidad de que donde hay una necesidad nace un derecho, pero se olvidan que alguien lo tiene que pagar. Cuya máxima aberración es la justicia social, pero se olvidan que es injusto que la paguen sólo algunos” (fuente: Karina Micheletto, “La justicia social, esa aberración”, el lema que Javier Milei eligió para el festejo”, Página/12, 14/8/023).

La expresión “justicia social” es desde hace décadas un dogma que nadie se atreve a cuestionar en nuestro país. Alude a un tema que caló muy hondo en el corazón de los argentinos: la justa distribución de la riqueza, la obligación moral que tiene el Estado de garantizar a todos los ciudadanos un digno nivel de vida. Pues bien, Javier Milei no tuvo mejor idea, en la noche consagratoria, de cubrir de lodo dicha expresión. ¿Por qué lo hizo? ¿Se trató, acaso, de un exabrupto fruto de la euforia fuera de control? Afirmó lo que para muchos es lisa y llanamente una barbaridad porque está convencido de que la justicia social es un extravío. Milei está convencido de ello porque se nutrió de las enseñanzas de los más preclaros exponentes del liberalismo del siglo XX, entre quienes se destacan, entre otros, su mentor, Alberto Benegas Lynch (h) y fundamentalmente Friedrich Von Hayek y Ludwig Von Mises. Para el liberalismo la justicia social es, lisa y llanamente, una perdición.

El 6 de octubre de 1976 Hayek pronunció en la Universidad de Sidney una conferencia titulada “El atavismo de la justicia social”. Por atavismo se entiende “un conjunto de ideas o formas de comportamiento propias del pasado”. En consecuencia, para Hayek la justicia social está pasada de moda, es propia de sociedades tribales, prehistóricas, o, para emplear la terminología de Popper, de sociedades cerradas. A continuación paso a transcribir algunos de los párrafos de la exposición de Hayek que demuestran que el rechazo del liberalismo a la justicia social se apoya en sólidos argumentos racionales, al margen de que se los comparta o se los rechace.

1) “Desvelar el significado de eso que hoy denominamos «justicia social» ha sido una de mis grandes obsesiones durante algo más de una década; y reconozco no haber logrado mi propósito. La conclusión a la que he llegado es que, referida a una sociedad de hombres libres, esa expresión carece de sentido. Sigue, sin embargo, siendo del máximo interés averiguar por qué, pese a ello, ese concepto ha venido dominando el debate político desde hace casi un siglo, y cómo ha podido ser utilizado con tanto éxito para justificar las pretensiones de ciertos grupos sociales. Tal es, pues, el tema del que fundamentalmente me voy a ocupar. Para ello, resumiré lo que con mayor detalle explico en el segundo volumen de mi obra Derecho, legislación y libertad, titulado El espejismo de la justicia social. En él examino las razones que me han llevado a considerar la «justicia social» como una mera fórmula verbal carente de contenido y que se utiliza tan sólo para apoyar determinadas pretensiones sociales cuya justificación, en realidad, carece de toda base. En el mencionado volumen arguyo, sobre todo de cara al estamento intelectual, que la expresión «justicia social» es conceptualmente fraudulenta. Muchos lo han descubierto por su cuenta y, al ser ese tipo de justicia la única en torno a la cual se han tomado la molestia de reflexionar, han saltado a la conclusión de que es el propio concepto de justicia el que carece de base. Por tal razón, me he visto obligado a poner de relieve, a lo largo de la citada obra, que las normas por las que ha de regirse la conducta individual son tan indispensables para el mantenimiento de una sociedad pacífica y libre como incompatibles con el intento de establecer en ella la «justicia social»”.

2) “La expresión «justicia social» suele emplearse hoy como sinónimo de lo que antes se denominaba «justicia distributiva», y quizá refleje esta última expresión más fidedignamente lo que verdaderamente se pretende decir. En la obra antes citada, subrayo por qué tal ideal es inaplicable en una economía de mercado: no puede haber justicia distributiva cuando no hay nadie que distribuya. Por otro lado, la justicia sólo adquiere sentido en un orden normativo basado en la conducta individual. En una economía de mercado es inconcebible una norma sobre este último tipo de conducta que, promoviendo la mutua prestación de bienes y servicios, pueda producir un efecto distributivo que, en rigor, pueda merecer el calificativo de justo o injusto. Aunque algunos individuos ciñan su comportamiento a un arbitrario esquema de justicia, si se tiene en cuenta que nadie puede promover ni prever los resultados finales del proceso de mercado, sería de todo punto infundado calificar de justa o injusta la realidad resultante. Es fácil demostrar lo infundado de la expresión «justicia social», tanto si se advierte la imposibilidad de que pueda llegarse a un acuerdo sobre lo que exige en cada caso concreto, como si se piensa en la inexistencia de una prueba que permita decidir cuál de las dos partes tiene razón cuando existe desacuerdo. Por otra parte, conviene recordar que ningún preconcebido programa redistributivo podría en la práctica tomar realidad en la medida en que se pretendiese respetar la libertad del ciudadano a proyectar su propia existencia. La responsabilidad del ser humano en lo que atañe a su propio actuar es un principio radicalmente incompatible con cualquier programa redistributivo. Las más elementales encuestas de opinión ponen de relieve que, aunque muchas personas se encuentran hoy insatisfechas con la asignación de ingresos vigente, nadie tiene realmente una idea clara acerca de la distribución que califican de justa. Tan sólo se oyen apasionadas quejas sobre determinados aspectos puntuales de la realidad, y nadie ha logrado hasta ahora definir una norma de general aplicación de la que quepa deducir lo que es «socialmente justo», salvo el principio de «igual salario por igual trabajo», que, por supuesto, la libre competencia tiende a respetar, pero que excluye toda consideración relativa al mérito, la necesidad o cualquier otra particularidad por el estilo”.

3) “Si la mayoría de la gente sigue creyendo ciegamente en la existencia de la «justicia social», aun después de haberse percatado de que no saben realmente lo que quieren decir con esta expresión, es porque piensan que, cuando todo el mundo cree en ella, algún contenido debe tener. El fundamento de esta aceptación casi general de tan injustificable superstición es la herencia que hemos recibido de unos instintos que corresponden a un tipo diferente de sociedad, en la que el hombre ha vivido durante mucho más tiempo que en la actual, instintos que están en nosotros profundamente arraigados, aunque sean incompatibles con una moderna sociedad civilizada. Si el ser humano logró superar aquellas primitivas formas de convivencia, ello fue precisamente porque, en circunstancias propicias, un número creciente de sus miembros lograron innovar al haberse atrevido a ignorar los principios éticos hasta entonces considerados fundamentales. No debe olvidarse que, antes de que la humanidad llegara al periodo abarcado por los últimos diez mil años, a lo largo de los cuales se desarrolló la agricultura, la urbe y la sociedad extensa, el ser humano vivió por lo menos durante un periodo cien veces más largo agrupado en pequeñas hordas de cazadores constituidas por medio centenar de individuos que, dentro de un territorio común y exclusivo, compartían los alimentos con arreglo a un estricto orden jerárquico. Pues bien, fueron las exigencias de este primitivo tipo de orden social las que determinaron muchos de los sentimientos morales que aún hoy nos gobiernan y que, especialmente en el aspecto social, no dudamos en refrendar a nivel colectivo. Se trataba de grupos en los que, por lo menos en lo que a los machos se refiere, la persecución de objetivos colectivos bajo la dirección del macho alfa era esencial a su supervivencia. Como lo era en igual medida la distribución del producto de la caza entre los miembros de la horda en función de la respectiva importancia para la supervivencia del grupo. Y es más que probable que muchos de los principios morales entonces adquiridos no hayan llegado hasta nosotros por mera transmisión cultural (es decir, por vía del aprendizaje y la imitación), sino que se hayan transformado en condicionamientos innatos y hereditarios”.

4) “El gran avance de la civilización y la sociedad abierta fue la paulatina sustitución de la persecución de objetivos colectivos por la instauración de una normativa abstracta. La acción regulada fue desplazando al obrar concertado y subordinado a la jerarquía. El gran logro que esta evolución supuso para la humanidad fue situar al alcance de la sociedad —mediante la aparición de un conjunto de hitos indicadores, que hoy denominamos precios— un cúmulo de información ampliamente difundida a lo largo y ancho de una población en continuo crecimiento. Pero también dio lugar a que la incidencia de los resultados sobre las diferentes personas y grupos no fuese ya considerada satisfactoria por nuestros instintos seculares. Se ha sugerido más de una vez que la ciencia que explica el funcionamiento del mercado sea denominada «catalaxia», habida cuenta de que «katalattein» fue el término empleado por la Grecia clásica para designar el fenómeno de trueque o intercambio. Me pareció aún más adecuado el uso de dicho término cuando descubrí que, además de significar «intercambiar», expresaba también la idea de «admitir en la comunidad» o «pasar de enemigo a amigo». En consecuencia, siempre me ha parecido adecuado denominar «juego de la catalaxia» a esa actividad mercantil que permite que se establezca entre gentes extrañas una colaboración mutuamente beneficiosa. El funcionamiento del mercado se ajusta plenamente a la definición de juego que da el diccionario de Oxford: «una actividad competitiva sometida a reglas y en la que el resultado depende de la mayor habilidad, fuerza o suerte». En el caso de la actividad económica en el ámbito mercantil, también el resultado depende tanto de la suerte como de la destreza. Se logra, por añadidura, que en virtud de su práctica, cada participante maximice su aportación al fondo común sobre cuya base recibirá una parte a la vez indeterminada e incierta. Este juego lo iniciaron quienes en algún momento decidieron abandonar el cobijo de la disciplina tribal para intentar lucrarse facilitando por su parte a algún individuo desconocido la satisfacción de sus necesidades”.

5) “En una sociedad en la que los fines individuales son necesariamente diversos, por estar basados en una amplia gama de conocimientos personales, y en la que el esfuerzo individual se proyecta hacia el intercambio comercial con seres que para el actor son totalmente desconocidos, el respeto a las normas de conducta debe reemplazar a la persecución de fines preestablecidos como fundamento del orden y la colaboración social. El comportamiento personal se fue así acoplando al ejercicio de un juego reglamentado y en el que la meta fundamental de todos los actores era incrementar en lo posible sus ingresos personales o familiares. Las normas que, para dar mayor eficacia a tal juego, fueron luego emergiendo se centraron en torno al derecho de propiedad y a la forma de establecer pactos y contratos. Todo ello hizo posible la progresiva ampliación de la división del trabajo, así como el mutuo ajuste de un amplio conjunto de esfuerzos individuales productivos (…) La práctica del juego del mercado dio lugar al mayor desarrollo y prosperidad de aquellas comunidades que lo practicaron, al incrementar las oportunidades de todos para alcanzar sus objetivos personales. Todo ello fue posible gracias a que la remuneración de los diferentes actores se hizo depender, no de la opinión que alguien pudiera tener sobre lo que en justicia debiera corresponderles, sino de una serie de circunstancias objetivas que nadie en su conjunto podía conocer. El modelo en cuestión implicaba que, aunque el esfuerzo e interés puestos en juego por el sujeto en la persecución de sus objetivos quedaban sin duda potenciados, no por ello cabía garantizar a nadie un nivel determinado de ingresos. Este proceso impersonal, a través del juego de los precios, y sobre la base del mejor uso de ese cúmulo de conocimientos que éstos reflejan, iba indicando al actor en cada caso cuál era el comportamiento adecuado a adoptar, con independencia, desde luego, de toda consideración relativa a la necesidad o al mérito personal. La función ordenadora de los precios —potenciadora al máximo de la productividad— basa su eficacia en su capacidad de orientar a la gente sobre lo que en cada momento debe hacer para contribuir al máximo a la producción global. Por lo demás, sólo si se considera justo un sistema de remuneración que garantiza que todos los actores pueden perseguir, con las mayores probabilidades de éxito, sus propios objetivos, podrá también considerarse justa su participación en el producto total”.

6) “La nueva ética liberal, que la sociedad abierta (o Gran Sociedad) fue imponiendo, exigía la aplicación de una misma normativa a sus miembros, con la única excepción del especial tratamiento exigido por la unidad familiar. Tal extensión del orden moral a círculos cada vez más amplios fue acogida, en general, en especial por las clases más reflexivas, como un proceso rigurosamente ético. No se alcanzó a comprender, sin embargo, que la igualdad ante la ley implica, no sólo la extensión del sentido del deber a gentes a las que antes no alcanzaba, sino también la desaparición de pretéritas obligaciones no adaptables a ese entorno social más amplio (…) En la sociedad moderna, el más inmediato efecto del intento de realizar la «justicia social» es impedir que el inversor se beneficie de los frutos de su esfuerzo capitalizador. Se trata, evidentemente, de la aplicación de un principio intrínsecamente incompatible con un mundo civilizado, dado que éste debe precisamente su alta tasa de productividad al hecho de que los ingresos individuales se encuentren muy irregularmente distribuidos; porque sólo así logra el mercado orientar los recursos productivos hacia aquellos menesteres que garantizan la obtención del máximo producto global. Y, por añadidura, gracias también a esa diferente asignación de rentas, en una economía de mercado basada en la competencia, incluso las personas menos afortunadas logran disfrutar también de niveles de renta superiores a los que cualquier sistema económico ajeno al mercado pudiera ofrecerles. Todo esto no es sino la favorable consecuencia de la hasta ahora incompleta victoria del modelo social basado en la existencia de un marco general normativo sobre aquel otro que se limita a plasmar determinados objetivos comunitarios. Y digo incompleta porque, aun cuando gracias a ella la humanidad ha logrado acceder a la sociedad abierta y a la convivencia en libertad, no por ello se encuentra el sistema libre del constante intento de reforma por parte del socialismo. Para ello cuentan con la profunda y ancestral predisposición de nuestros más originarios instintos. El mantenimiento del alto nivel de vida que nuestra sociedad, basada en el lucro, ha proporcionado a la humanidad exige, por el contrario, que ésta adopte una disciplina que los indómitos bárbaros que aún abundan entre nosotros se niegan a aceptar y hasta tildan de alienante, si bien en modo alguno están dispuestos a renunciar a ninguna de sus gratas ventajas”.

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