Por Hernán Andrés Kruse.-
El 2 de abril de 1982, las Fuerzas Armadas argentinas recuperaron por la fuerza las Islas Malvinas, ese territorio que había sido conquistado por el imperio inglés en 1833. El júbilo se apoderó del pueblo. Apenas se conoció la noticia miles y miles de autos salieron a las calles con la bandera celeste y blanco como orgulloso estandarte. ¡Las Malvinas habían vuelto a ser argentinas! Increíble pero real. Cuarenta y ocho horas antes otro era el clima político del país. Por primera vez en mucho tiempo la Confederación General del Trabajo, bajo la jefatura de Saúl Ubaldini, había decidido desafiar a la dictadura militar con un paro general y movilización a la Plaza de Mayo. Los manifestantes fueron duramente reprimidos por las fuerzas de seguridad, en una actitud que reflejaba la impotencia de una dictadura que comenzaba a caerse a pedazos.
En ese momento el presidente de facto era el general Leopoldo Fortunato Galtieri, un “halcón” del régimen militar. Dueño y amo de la vida en Rosario y alrededores en los años previos, las Fuerzas Armadas habían decidido echar al general Roberto Eduardo Viola a fines de 1981. Este militar, cercano a su antecesor, Jorge Rafael Videla, logró mantenerse en el poder menos de un año. Su ministro de Economía, Lorenzo Sigaut, resultó ser un fiasco, pero lo que más irritó al partido militar fue la decisión de Viola de tender puentes hacia la Multipartidaria. El sector “duro” del gobierno de facto vio en esa actitud una flaqueza y actuó en consecuencia. Apenas asumió, Galtieri se esmeró en aclarar que las urnas estaban bien guardadas, cerrando sin contemplaciones cualquier atisbo de acuerdo entre la dictadura y los partidos políticos. Galtieri estuvo acompañado por dos civiles que ocuparon dos ministerios clave: Economía quedó a cargo de Roberto Teodoro Alemann, y Cancillería quedó en manos de Nicanor Costa Méndez. Fue el período más “ortodoxo” de la dictadura militar. Por aquel entonces la economía marchaba a los tumbos, lo que explica el malestar obrero traducido en el paro general mencionado precedentemente. Además, semejante “atrevimiento” del movimiento obrero organizado fue posible por el desgaste que estaba experimentando la dictadura tras varios años durísimos en el ejercicio del poder. Las múltiples denuncias sobre las violaciones a los derechos humanos y el descalabro económico estaban dejando exhausto a un gobierno de facto que había derrocado a “Isabel” en 1976 con el propósito de regenerar a la sociedad argentina, tarea que insumiría, calcularon los jerarcas militares y civiles, muchos años.
Seguramente la decisión de recuperar el control sobre las islas del Atlántico Sur fue tomada luego de meses de analizar las estrategias a seguir a partir de la reconquista y, fundamentalmente, las consecuencias, las reacciones de la principal damnificada, Gran Bretaña, y de su primo mayor, Estados Unidos. En consecuencia, se debe haber tomado la decisión con el convencimiento de que Gran Bretaña no reaccionaría con el uso de la fuerza militar y que Estados Unidos se mantendría neutral. En aquel entonces la conservadora Margaret Thatcher era la primera ministra inglesa y el republicano Ronald Reagan era el presidente norteamericano. Dos halcones de la guerra fría que, sin embargo, tenían algo en común con Galtieri: su feroz anticomunismo. En ese momento Thatcher tenía serias dificultades para imponer su economía de mercado. Había asumido en 1979 y desde entonces enfrentaba serios problemas con los trabajadores, quienes se mostraban reacios a aceptar la nueva economía. Su aceptación popular estaba en baja, al igual que Galtieri en la Argentina. ¿Calcularon en algún momento quienes planearon la reconquista las reacciones que hubiera podido tener Thatcher? ¿Evaluaron en algún momento la posibilidad de un conflicto armado? A tenor de lo que pasó el 2 de abril, la respuesta es negativa. Evidentemente Galtieri y Costa Méndez estaban convencidos de que la primera ministra del Reino Unido, aconsejada probablemente por Reagan, inmediatamente se sentaría en una mesa para negociar la soberanía de las islas. También creían firmemente en la neutralidad de Estados Unidos, un actor fundamental en toda esta historia. Dieron, pues, por sentado que el republicano Reagan no iba a apoyar-o al menos se mantendría prescindente- a la conservadora Thatcher.
Lo cierto fue que en ningún momento Thatcher estuvo dispuesta a negociar con Galtieri. Pocos días después del desembarco del grupo comando en Malvinas, Galtieri aseguró ante una multitud que desbordaba la Plaza de Mayo, que si la Royal Navy entraba en acción las Fuerzas Armadas argentinas entrarían en combate. “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, arengó. Décadas más tarde, la estupenda actriz Meryl Streep, personificando a Thatcher, dijo en una reunión de gabinete, creo, que jamás negociaría con una banda de militares argentinos fascistas violadores de los derechos humanos. Si Thatcher efectivamente pronunció esas palabras, entonces Galtieri y Costa Méndez cometieron un terrible error de cálculo. Lo cierto es que mientras corrían los días posteriores al 2 de abril los riesgos de una guerra aumentaban segundo a segundo. Fue entonces cuando Reagan se preocupó y decidió que su Secretario de Estado, el general Alexander Haig, conversara con Thatcher y Galtieri para convencerlos de que no cometieran una estupidez. Haig estuvo varias veces en la Argentina y en Gran Bretaña pero los resultados de su mediación fueron nulos. Mientras tanto, en los grandes foros internacionales se apoyaba a la Argentina, pero ese apoyo era tan solo moral. También entró en escena el presidente peruano, Belaúnde Terry, quien intentó infructuosamente impedir la guerra. Por su parte, Venezuela fue en aquel momento uno de los países más fervorosamente pro argentinos, al igual que Perú. Todo fue inútil. Todos los caminos conducían, lamentablemente, al conflicto armado.
La guerra dio comienzo el 1 de mayo. Lo increíble se había hecho realidad. La Argentina estaba en guerra con el Reino Unido. Un Reino Unido que contó con el apoyo de Estados Unidos y de Chile, que le facilitó información por intermedio de sus satélites. Al comienzo, los ataques aéreos del enemigo fueron incesantes. Fue una tarea de demolición. Del lado argentino la aviación tuvo gestos de un heroísmo extraordinario. Con el correr de los días la superioridad logística de los ingleses dio sus frutos. Luego de un mes y medio de combate las tropas argentinas, bajo el supuesto mando del general Mario Benjamín Menéndez, se rendían de manera incondicional ante las tropas inglesas lideradas por el general Jeremy Moore. Un general de escritorio aceptaba la derrota ante un general de combate. No es muy difícil de imaginar lo que debe haber sentido el espíritu de José de San Martín en aquel momento. Lamentablemente, la guerra tuvo un desenlace lógico. Las tropas argentinas estaban integradas por jóvenes conscriptos, en su mayoría provenientes de las provincias norteñas, con escasa preparación militar, mal comidos y mal vestidos y, para colmo, maltratados por sus inmediatos superiores. Es probable que la rendición incondicional haya impedido una masacre, la inmolación de la mayoría de esos jóvenes.
La derrota destruyó los cimientos de la dictadura. La Junta Militar se retiró del Ejecutivo, que quedó a cargo exclusivamente del Ejército. El vacío dejado por Galtieri fue ocupado por el general Reynaldo Bignone, quien a partir de ese momento se encargó de negociar con los partidos políticos la transición a la democracia. La sociedad argentina, que hasta ese momento estaba más pendiente de la suerte del equipo de Menotti en el mundial de España, entró en una profunda depresión. La euforia del 2 de abril fue aplastada por la bronca e impotencia del 14 de junio. Los soldados regresaron a hurtadillas, en las sombras, como si se hubieran enfermado de lepra. Los altos mandos no los quisieron mostrar. Una verdadera ignominia. Los veteranos de Malvinas fueron dejados a la deriva. Algunos de ellos se vieron obligados a mendigar en los trenes que parten de Retiro hacia diversos destinos. Ningún gobierno posterior a la dictadura los contuvo, como si les hubiera dado vergüenza hacerlo. Mientras tanto, Bignone, obligado por las circunstancias, negoció con la partidocracia la entrega del poder. Las inevitables elecciones presidenciales fueron convocadas para el 30 de octubre de 1983.
Es muy fácil hablar pestes de la guerra de Malvinas ahora, cuando han pasado más de tres décadas. Pero en aquel momento no era tan sencillo. Se había despertado un espíritu nacionalista de tal magnitud que quien osaba cuestionar la decisión de Galtieri era inmediatamente tildado de traidor. Muy pocos dirigentes, entre ellos Raúl Alfonsín, se animaron a criticar la reconquista militar de Malvinas. El 2 de abril el pueblo argentino celebró jubiloso la impactante noticia y durante días la Plaza de Mayo se llenó de manifestantes. Ese júbilo popular no fue interpretado correctamente por Galtieri. Al salir al balcón para decirle a Thatcher que la Argentina estaba preparada para la guerra, seguramente creyó que esa multitud lo estaba vitoreando a él y no fue así. Lo que estaba vitoreando la multitud era la recuperación de las Malvinas. Es probable que en ese momento de éxtasis popular Galtieri se haya creído la reencarnación de Juan Domingo Perón. El triste desenlace del conflicto no hizo más que poner las cosas en su lugar. El régimen se cayó como un castillo de naipes y el pueblo finalmente pudo votar libremente a su presidente. Pero ello no significa que los argentinos recuperamos la democracia. No recuperamos nada. No se trató de ninguna epopeya. El retorno a la democracia se debió pura y exclusivamente a la derrota militar en el archipiélago. Fue gracias a Thatcher, en última instancia, que la democracia retornó a la Argentina.
La guerra de Malvinas nos dejó varias enseñanzas. Quedó dramáticamente en evidencia el precio que pagó Galtieri por desafiar al imperio anglonorteamericano. Porque lo que hizo Galtieri fue eso: mojarle la oreja a la OTAN y a la principal potencia militar del mundo. Fue una locura pero en aquel momento el pueblo (me incluyo) apoyó la recuperación de las Malvinas sin medir las consecuencias. Es probable que jamás sepamos si realmente Galtieri y Costa Méndez creyeron que Thatcher no recurriría a la fuerza militar y que Reagan se cruzaría de brazos. Si lo creyeron cometieron un error de cálculo histórico que costó la vida a unos 700 soldados en combate y a otros centenares de ex combatientes que se quitaron la vida en los años siguientes. También quedó dramáticamente en evidencia la frivolidad con que tomó el conflicto la sociedad argentina. Para muchos se trató de un partido de fútbol entre las selecciones de ambas naciones. Una vez escuché decir a una persona en un vestuario: “los ingleses nos hundieron X cantidad de aviones pero nosotros les hundimos el Sheffield”, como si se tratara de goles convertidos y no de actos de guerra. Pero lo más espantoso de todo fue la indiferencia con que fueron tratados los ex combatientes una vez que retornaron a sus hogares. Sin embargo, el pueblo no los olvida ya que cada vez que juegan la selección de fútbol o los Pumas los hinchas saltan al compás del siguiente estribillo: “hay que saltar, hay que saltar, el que no salta es un inglés”.
02/04/2016 a las 4:40 PM
1983 son 150 años contados a partir de 1833, año en que los ingleses ocuparon Malvinas.
150 años de ocupación otorgan no sé qué derechos según las normas del derecho internacional.
En 1982, un año antes de los 150, las FFAA argentinas interrumpieron la ocupación.
LA RECUPERACION SE HIZO SIN MATAR NI UN SOLO INGLES.
La guerra empezó cuando los ingleses hundieron el crucero Gral. Belgrano muriendo en el acto más de 300 argentinos.
02/04/2016 a las 5:09 PM
No sólo eso. Interrumpe la.prescripción reclamo soberanía sobre Antártida Argentina
02/04/2016 a las 5:15 PM
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Noticias
Las islas Malvinas y la acción psicológica
8 de marzo a las 11:37 ·
Las islas Malvinas y la acción psicológica
1. Introducción
2. Acción psicológica
3. El nacimiento del Estado Argentino
4. La trampa del gobierno militar
5. Nacionalismo y patrioterismo
6. Conclusión
7. Bibliografía
Introducción
Los dos de abril se repiten ritos ya tradicionales que se están convirtiendo en autóctonos. La televisión bombardea viejos slogans, aparecen algunas escarapelas con olor a naftalina y se limpian plazas desusadas y olvidadas para poner palcos oportunistas y poder agorar oratorias patrioteras.
Nos acordamos nuevamente que las Malvinas son argentinas y nos quedamos con el sabor amargo en la boca por lo que perdimos.
Pero algunas consideraciones son saludables. ¿Las perdimos? ¿Alguna vez las tuvimos? ¿Estábamos en condiciones de reclamarlas? ¿Estamos?
Echar luz sobre estos puntos es necesario. Es tiempo de que perdamos el miedo a la crítica y la objetividad y dejemos de considerar como traidor a la patria a aquel que lo haga. Es necesario, primero porque es sano dudar hasta de nuestras mayores certezas y, segundo, para que el sabor amargo sea más digerible. Ése es el objetivo de este escrito.
Acción psicológica
Esta demostrado que los 2.000.000 Km2 que componen el actual territorio continental argentino fueron conquistados partiendo de cero, a través de una lucha armada de más de cien años, enfrentando toda clase de enemigos, resistencias y obstáculos.
Es de destacar el importantísimo papel que cupo a Buenos Aires y las Provincias Unidas en el logro de la hegemonía en el río de la Plata y en la conquista de territorios sudamericanos para la independencia y constitución de las repúblicas del nuevo mundo poniendo en evidencia las conquistas argentinas realizadas en el curso de dos siglos en las tierras y mares del lejano sur atlántico y antártico.
Como lo ha enseñado Carlos Escudé en varios de sus escritos, la población argentina ha estado sometida desde hace más de cien años a una deliberada, persistente e insidiosa acción psicológica de la misma índole de la que se practicó sobre los pueblos de Alemania e Italia bajo Hitler y Mussolini, con respecto a las reales e imaginarias reivindicaciones territoriales de esos países.
En colegios, cuarteles, academias y oficinas; por radio, cine, prensa y televisión, desde la infancia hasta la senectud, se ha martillado y remachado en la cabeza de los argentinos la doctrina de que a partir de su independencia su país ha sufrido sucesivas desmembraciones territoriales, algunas de ellas irreversibles, como las de los territorios que ocupan Paraguay, Uruguay y Bolivia, que habríamos debido recibir como presuntos herederos legítimos del Virreinato del Rió de la Plata, y otras que justificarían hasta el recurso extremo de la guerra, con su secuela de muerte, destrucción, odio y sufrimiento, como las que versan sobre algunos islotes en la zona del canal de Beagle caso en el cual estuvimos a punto de ir a la guerra con Chile en 1978 de no haber sido por la mediación papal desesperada.
Con menos convicción en cuanto a su efectiva conquista por las armas, pero con igual perseverancia, se ha inculcado a los argentinos el articulo de fe de que son propietarios exclusivos de un vasto sector del continente antártico, cuya obligatoria inserción despoja de realismo y perspectiva a los mapas de la república cuyo extenso territorio real (es decir, el que se extiende desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego) queda empequeñecido y descentrado por el artificioso injerto del descomunal triangulo invertido que se supone tan argentino como la pampa o los valles calchaquíes.
El más somero análisis histórico revela que estas afirmaciones dogmáticas, que han ido adquiriendo un carácter sacro indiscutible, son altamente cuestionables cuando no directamente falsas. Con respecto al mito del desmembramiento, es de lectura imprescindible el brillante trabajo del coronel (RE) Rómulo Menéndez «Las conquistas territoriales argentinas» (Bs. As. 1982), donde se demuestra acabadamente que, lejos de haber perdido territorio, el actual estado argentino es el fruto de una persistente y efectiva acción expansiva que a lo largo de un siglo multiplico por lo menos tres veces el territorio nacional originario.
El nacimiento del Estado Argentino
Históricamente, hay que tomar en consideración, sin mayores ambiciones revisionistas, ¿dónde nace el Estado Argentino?. La mayoría de los autores nacionales consideran que, si bien 1853 fue una fecha importante, el Estado nace en 1862 con Pavón, lo que significó la anexión de Buenos Aires y la enmienda de la Constitución.
Pero el Estado que nacía no era consecuencia de la colonia que se iba. (Incluso recordemos el trabajo que le costó a esa colonia establecerse y mantenerse en Malvinas por la famosa Cuestión del Pacífico y la previa fundación francesa, por más de que eran aliados en el Pacto de Familia)
El Estado naciente partía de cero. Considerar al Estado Argentino naciente como mero heredero del saliente es una falacia que, según Rómulo Menéndez es necesario evitar.
Por otro lado, la ocupación inglesa fue pública, conocida, pacífica y con ánimos de dominación. No hubo respuesta Argentina ni mucho menos reclamos sino hasta muy entrado el siglo XX. Y vaya otra observación, si bien la por entonces Sociedad de Naciones existía, no había mecanismos efectivos ni reglas claras para elevar ningún reclamo serio, menos si afectaban a los intereses de las potencias «centrales». Aún así, la bilateralidad estaba permitida, pero los reclamos no llegaron.
En cuanto a la ocupación inglesa de Malvinas, se enmarca en la figura de la Adquisición por Prescripción, que es un medio derivativo de adquisición territorial ya desusado y propio de tiempos en los que la explosión de los medio de comunicación de investigación y de transporte aún no hacía sentir sus efectos, y en la tierra quedaba algo de res nulis.
Según esta figura, pasado un determinado período de tiempo sin haberse efectuado los reclamos pertinentes (en este caso del joven Estado Argentino), el territorio en cuestión pasa a manos del ocupante, si se quiere, interpretando el derecho que tanto no le debe interesar al «invadido».
La trampa del gobierno militar
Todos conocemos que el gobierno militar interno argentino estaba en franca decadencia. Que la crisis humana y social también estaba haciéndose económica, era y es sabido por todos, que la falta de cohesión interna se hacía sentir a balazos y torturas.
En este escenario, e intentando un manotón desesperado, se echó mano a Malvinas, quizás como se podría haber manipulado otro elemento emotivo. El gobierno decidió echar mano a un elemento básico de la política: la creación y demonización de un enemigo externo para solucionar faltas de apoyo y cohesión interna. Y ahí entró Malvinas. Y ahí entro el slogan que hoy seguimos repitiendo los dos de abril.
El proceso fue simple: se busca un elemento emotivo con algo de base, se lo multiplica ad infinitum, se utiliza la educación nacional y la prensa (en un ejemplo claro de lo que en política se considera como regla de la transfusión), se actúa y se cohesiona. Si los resultados de la arrojada empresa son positivos, se jactan de haber interpretado el deseo popular y, si no lo son, se procede a la victimización y al determinismo de su gestión. Nuestros militares siguieron el manual al pie de la letra.
Por más que la condena pública sea generalizada para con las gestiones y los gobiernos castrenses argentinos, seguir postulando que las Malvinas son argentinas es caer en una justificación que no merecen.
El caso de las Malvinas exhibe la singularidad de tratarse del único territorio del cual la Argentina (o de lo que de ella existía en 1833) haya sido despojada por la fuerza. Lo cual no significa que los derechos argentinos sobre las disputadas ínsulas sean tan terminantes ni decisivos como nos lo quiere hacer creer la acción psicológica oficial (y en buena medida lo ha logrado).
Para quien quiera ilustrarse seriamente sobre este tema, recomiendo la lectura del ensayo que le dedica Carlos Escudé en su libro «La Argentina vs. las grandes potencias» (Bs. As., 1986) No interesa aquí el cotejo de los respectivos méritos de las reclamaciones argentinas y británicas sobre las Malvinas, sino más bien mostrar cómo una cuestión que, dentro del conjunto de los problemas argentinos, es notoriamente marginal y de escasa monta ha sido magnificada por la propaganda hasta convertirla en una especie de causa sagrada, de cruzada redentora en la cual los argentinos deberían estar dispuestos a derramar hectolitros de sangre y sacrificar la riqueza nacional en aras de esta especie de Santo Erial.
A poco que escarbemos encontraremos que el gran lavado de cerebro colectivo en esta materia comenzó hacia 1944, época en la que bajo el manto protector de una dictadura militar despistada pero de indudable inspiración autoritaria y fascista, se había apoderado de la conducción de la educación pública y de la propaganda oficial una gavilla de nacionalistas ultrarreaccionarlos que -en perfecta concordancia con las fantasías hegemonistas de la casta militar- puso en practica una gigantesca campaña educativa y propagandística destinada a crear en la conciencia colectiva la convicción dogmática de que las Malvinas «han sido, son y serán argentinas», proposición que no resiste el más módico análisis lógico, histórico o siquiera gramatical, y que es manifiestamente inconciliable con la realidad de que Gran Bretaña ejerce soberanía sobre el archipiélago desde 1833, en tanto que España mantuvo una tenua posesión -que abandonó en 1811- durante unas cuatro décadas, y la Confederación Argentina ejerció su posesión en forma asaz insegura durante sólo cinco años.
Nacionalismo y patrioterismo
El autoritarismo nacionalista no se alimenta de
realidades sino de fantasías que manipula para someter, a la población a sus designios, generalmente funestos. Curiosamente, este tipo de campañas que pretende apelar a los más puros sentimientos patrióticos de la buena gente (a la vez que a las mas primarias tendencias cavernarias que todos llevamos adentro, más o menos escondidas), tiene un nefasto efecto retroalimentador, por el cual sus victimas iniciales (párvulos en edad escolar, soldados, empleados públicos, integrantes de muchedumbre) quedan tan infectados, por el adoctrinamiento, que lo revierten sobre los dirigentes de la sociedad (maestros, jefes militares, altos funcionarlos, legisladores), y exigen de éstos comportamientos acordes con el dogma que les ha sido inculcado.
A su vez, los dirigentes se sienten presionados y obligados a actuar en consonancia con la doctrina que ya ha sido internalizada por la masa de la población, con lo cual se genera una causación circular de características sumamente perversas y de una peligrosidad extrema.
Podrá argüirse que esta suerte de adoctrinamiento presuntamente patriótico es en el fondo inofensivo, y en todo caso benéfico y hasta necesario en un país insuficientemente consolidado como nación. Zarandajas de esta índole son las que condujeron a la criminal aventura de la ocupación militar de las islas en 1982.
Ni el dictador Galtieri ni sus incubos Anaya y Costa Méndez se habrían atrevido siquiera a pensar en tamaña locura, si no fuera porque tenían conciencia del grado de condicionamiento psicológico del pueblo argentino, al cabo de décadas de lavado de cerebro masivo (y del que ellos mismos, seguramente fueron también victimas).
Habría sido inexplicable, de otra manera, el entusiasmo futbolero con que la clase media y alta Argentina llenaron la plaza de Mayo para vociferar su delirio ante fatuo emulo del general Patton. Y, más aún, inimaginable la psicosis colectiva que se apoderó de los argentinos, el triunfalismo vesánico, el patrioterismo de la peor laya y, en fin, todos los comportamientos colectivos patológicos de que hicieron derroche los argentinos en esas inolvidables y abominables jornadas, en las que, al estilo de la plebe romana en el Coliseo, aullaban de alegría por la carbonización de soldados Ingleses o por el hundimiento de barcos «enemigos». Así como aplaudían con inconsciente safismo el envío de adolescentes atontados de hambre y de frío, a una muerte despiadada en medio del barro y de la inmundicia. Quizá el único acto heroico en todo el repugnante episodio haya sido la rendición del general Menéndez y la consiguiente salvación de diez mil soldados.
Conclusión
Por todo lo antes expuesto, es claro que las Malvinas no son argentinas y que caer en semejante sentencia suena a fanatismo emotivo, a educación con orejeras. Y sobre todo, tiende a justificar la locura a la que nuestros beneméritos estrategas decidieron arrojarse.
Sin embargo, la misma gente que se encoleriza frente a este enunciado, sabe que casi con seguridad las Malvinas jamás serán argentinas, pero no está dispuesta a decirlo públicamente.
¿Porqué? Porque intuye que el balance de costos y beneficios personales sería negativo, ya que nadie los premiaría por decir la verdad, mientras que existe una minoría activa que los castigaría, acusándolos de traidores, o quitándoles el voto si son políticos.
Más aún, saben que enfrentan un típico dilema del prisionero: si ellos dicen la verdad, sus adversarios (también ellos convencidos de que las Malvinas jamás serán argentinas) se envolverán en la bandera, los acusarán de traición, y potenciarán los costos de haber dicho la verdad. Sus adversarios razonan de la misma manera frente a ellos, y tampoco ellos dicen la verdad. Por lo tanto, la política exterior argentina sigue persiguiendo una quimera.
La mayoría de los Constituyentes de 1994 sabían que las Malvinas jamás serán argentinas, pero debido al dilema del prisionero que enfrentaban, sancionaron la Cláusula Transitoria Nº 1, que establece el mandato de intentar recuperar las islas para todo gobierno argentino. Gracias a ello, ahora todo estadista argentino que diga la verdad, viola la Constitución por decirla.
Está demasiado fresco el recuerdo sobrecogedor de la catástrofe como para que echemos en saco roto la lección que de ella se deriva. Como igualmente vivido y cercano está todavía el peligro al que se nos expuso de ir a una guerra insensata contra Chile por unos peñascos perdidos en la inmensidad del mar. Actuemos entonces en consecuencia y lancemos una campaña de reeducación colectiva, para borrar de las mentes argentinas todo el conjunto de mentiras, de fantasías y de malas pasiones que se les ha inculcado durante tanto tiempo por los gobiernos totalitarios (y aun por los constitucionales, a su vez condicionados por la misma campaña).
Sólo de esa manera podremos asegurarnos que no se repitan tan aventuras sangrientas en que nos comprometieron los autócratas y genocidas del pasado reciente. Las Malvinas no son argentinas, los pibes que murieron en ellas, sí.
Bibliografía
Menéndez, Romulo Felix, Las Conquistas Territoriales Argentinas, Ed. Circulo Militar, Argentina, Buenos Aires, 1982
Escudé, C. La Argentina vs. Las Grandes Potencias, Ed. Sudamericana, Argentina, Buenos Aires, 1986
02/04/2016 a las 8:13 PM
Como comenté en otro artículo, ese texto publicado como comentario de Ex-Carla Fridman fue repartido junto con otros para distribuirse hoy en una reunión del «templo» masónico de Perón 1250.
Llegaron a mis manos, el comentarista que se apoda ex-Carla Fridman publicó dos, y yo dispongo de cinco. Coinciden en presentar como patológica la defensa de lo nacional, alentando una apertura completa hacia quienes pueden explotarnos y lo hacen.
Nos quieren tomar de idiotas. Y lo hacen, por cuanto la desinformación ha venido creciendo en estos 34 años y llegó a límites antes inconcebibles.
La guerra sigue. En cuanto al artículo, lamento que no mencione lo que he tenido que señalar varias veces en comentarios anteriores: que el engaño a Galtieri y Costa Méndez lo ideó el jesuita Frank Haig, hermano del Secretario de Estado de EE.UU. el general Alexander Haig (casado con la hija del general McArthur), quien vino y convenció a Galtieri y Costa Méndez de que el gobierno conservador de Ronald Reagan apoyaría a la ASrgentina contra Inglaterra en caso de recuperar las Islas.
Muchos sostienen que el verdadero gobierno de EE.UU. en materias geopolíticas transcendentes reside en Londres y Holanda, y el factor más importante en él son los decisores afiliados a la logias masónicas.
Nada extraño entonces que hayamos debido presenciar los comentarios del mismo jaez publicados por quien se autoapoda ex-Carla Fridman.
Cordiales saludos,